viernes, 18 de mayo de 2018

Carlos Gamerro reflexiona sobre la lengua


Como es de dominio común, el año que viene padeceremos otro Congreso de la Lengua. Esta vez el contubernio tendrá lugar en la ciudad de Córdoba (Argentina), que alegremente, junto con la nación entera, dilapidará varios millones de dólares para que un risible rey extranjero se pasee por nuestro país, mientras una serie de académicos a la violeta lleven a cabo sus negocios con otros tantos aprovechados locales. Mucho antes de eso, el narrador, ensayista y traductor Carlos Gamerro leyó el siguiente texto en la presentación del CILE 2019, que tuvo lugar en la Feria del Libro de Buenos Aires, el pasado 11 de mayo.

Seis palabras para el Congreso de la Lengua.

Como cuento con poco tiempo, voy a proponer apenas seis palabras – ya que de palabras se trata – para el próximo congreso de la lengua. Cada palabra irá acompañada de una breve glosa, eso sí. Primera palabra, entonces:

MODESTIA. “Siendo la nuestra una de las lenguas más hermosas y poderosas y eficaces del mundo”, dijo Camilo José Cela en su discurso de apertura del primero de estos congresos, dando, con el gerundio, por sentado el hecho. “Yo creo profundamente que es la lengua española la que con mayor elocuencia y belleza nos da el repertorio más amplio del alma humana, de la personalidad individual y de su proyección social” dijo a su vez Carlos Fuentes en la apertura del tercero. Para no dejarnos arrastrar por tan contagioso entusiasmo, propongo, como antídoto, esta límpida frase de Borges, de “El idioma analítico de John Wilkins”: “todos los idiomas del mundo son igualmente inexpresivos”, idea que completa, en el mismo ensayo, con una frase de Chesterton: “El hombre sabe que hay en el alma tintes más desconcertantes, más innumerables, y más anónimos que los colores de una selva otoñal… cree, sin embargo, que esos tintes, en todas sus fusiones y conversiones, son representables con precisión por un mecanismo arbitrario de gruñidos y de chillidos.” El idioma no es un cuadro de fútbol: para quererlo no hace falta pensar que es el mejor. Cuando Darwin pasó por estas costas, más precisamente por Tierra del Fuego, se topó con los yámanas, que se le figuraron los hombres más primitivos del orbe, y asumió que su lengua constaría a lo sumo de cien vocablos, pues no necesitarían más para su ruda vida. Cuando su compatriota el reverendo Thomas Bridges se tomó el trabajo de preguntarles, pudo compilar un diccionario de más de treinta y dos mil palabras. Lo cierto es que todas las lenguas del mundo son igualmente hermosas, eficaces, bellas y elocuentes o, como quería Borges, deficientes. Ningún carácter intrínseco convierte a una u otra en instrumento más o menos adecuado para dar cuenta de la realidad, de las emociones y del pensamiento. Cito a Borges una vez más, para no perder la costumbre: “No hay edición de la Gramática de la Real Academia que no pondere ‘el envidiado tesoro de voces pintorescas, felices y expresivas de la riquísima lengua española’, pero se trata de una mera jactancia, sin corroboración”. En lo que sí acierta Cela es en lo de la potencia: hay lenguas más poderosas que otras, pero eso se debe a factores externos, como el poderío militar o económico de los pueblos que las hablan, como él mismo se ocupa de recordarnos, en el mismo discurso, al citar la conocida frase de Nebrija: “siempre la lengua fue compañera del imperio.” Hay, sí, un factor específicamente lingüístico, que es también técnico, que influye: la escritura. Una lengua se vuelve más poderosa al acumular una tradición, para lo cual precisa de una escritura: las lenguas no escritas no tienen historia, pues su pasado constantemente se está perdiendo, y están condenadas al puro presente. El español actual, en cambio, es el español que se habla hoy en todo el mundo hispano y es también el español de Fernando de Rojas, de Cervantes, de Sor Juana. El español de ayer es también el español de hoy, y el lugar de ese encuentro es la literatura. En el momento actual, el poder de imponer bien puede dar paso al poder de ayudar: el español puede compartir esta riqueza acumulada con todas las lenguas vecinas, puede y debe ayudar a dar escritura, y así literatura y tradición de largo plazo a aquellas que no la tienen. Lo cual me lleva a la segunda de nuestras palabras:

SOLIDARIDAD. “El español,” dijo Octavio Paz en su discurso inaugural del primer congreso, “no es muchos árboles, es un solo árbol pero inmenso, con un follaje rico y variado bajo el que verdean y florecen muchas ramas y ramajes”. Confieso que la frase me confunde: no acabo de entender si las ramas y ramajes que verdean bajo el árbol son parte del árbol o no, no entiendo si Paz está hablando de las variedades del español o de las lenguas con las que el español se codea. Si se trata de esto último, que es lo que la metáfora parece sugerir, su imagen nos mete en problemas: parece decir que son lenguas que deben sobrevivir o vegetar como mejor puedan a la sombra de ese gran árbol del español. Este árbol del español, lo sabemos, creció en América sobre las cenizas de las lenguas originarias. Lenguas que en muchos casos habían desarrollado o estaban desarrollando una escritura, y por lo tanto una historia, acompañando, también, a sus respectivos imperios: una escritura que la conquista española en algunos casos destruyó, una historia que también borró. No se trata de lamentar el pasado, ni de invocar culpas históricas; sí de descubrir nuevas maneras de abrir el diálogo entre estas lenguas, para lo cual es necesario fomentar el uso y desarrollo de las lenguas locales. Este uso no debilitará el del español, sino todo lo contrario. El español siempre se ha nutrido y enriquecido de todas las lenguas con las que ha entrado en contacto: el árabe, el hebreo, el catalán, el euskera, el vasco, el valenciano, el portugués, las innumerables lenguas originarias de América, las lenguas de África, tanto en África y en América, las numerosas lenguas de la inmigración, y el inglés, en los Estados Unidos y el Caribe. Estas lenguas le han aportado sus vocabularios y también sus ritmos, sus músicas, sus sintaxis, sus pronunciaciones: su aliento, en suma, que también es su alma. Dónde estaría el espléndido español de José María Arguedas sin el quechua, el de Nicolás Guillén sin el afrocubano, el de Miguel Angel Asturias sin las lenguas mayas, el de Roa Bastos sin el guaraní. A la tercera edición de este congreso, realizada en Rosario, se le contestó con el simultáneo Congreso de laS LenguaS, que reivindicó “el derecho a la autodeterminación lingüística de cada pueblo” y proponía “superar el estigma de Babel, para que diferencia no sea sinónimo de destrucción e incomunicación.” El español es y seguirá siendo por mucho tiempo la lengua franca de esta vasta geografía, y es mucho los que puede hacer para fomentar el desarrollo de todas estas lenguas que vincula.

VARIEDAD: El estatuto de la ASALE (Asociación de Academias de la Lengua Española) promueve “velar porque la lengua española no quiebre su esencial unidad.” ¿En que radicará esta ‘esencial unidad’, me pregunto?  Así como las instituciones que se nuclean alrededor de este congreso pueden cultivar la relación con lenguas vecinas, no deberían asustarse y asustarnos con el cuco de una eventual fragmentación del español. Se dice, con razón, que todos los hablantes del español pueden entenderse entre sí. Pero la mutua comprensión es solo uno de los ejes para definir la ‘unidad esencial’ de una lengua. Los hablantes del danés, del sueco y del noruego se entienden entre sí, pero afirman hablar lenguas distintas, porque cada una se corresponde con los límites nacionales. Los hablantes de las distintas lenguas de Italia dicen no entenderse entre sí, pero muchos afirman que hablan dialectos de una misma lengua, para que estos corresponden a sus límites nacionales. La ‘unidad’ de la lengua es una decisión o una ficción a veces más política, simbólica y emotiva que objetivamente lingüística. 

EMOTIVIDAD. Porque hay más en juego que la comprensión. “¿Qué zanja insuperable hay entre el español de los españoles y el de nuestra conversación argentina?” se preguntaba Borges en “El idioma de los argentinos” y se respondía: “Yo les respondo que ninguna, venturosamente, para la entendibilidad general de nuestro decir. Un matiz de diferenciación sí hay: […] Pienso en el ambiente distinto de nuestra voz, en la valoración irónica o cariñosa que damos a determinadas palabras, en su temperatura no igual. […] No hemos variado el sentido intrínseco de las palabras, pero sí su connotación. Esa divergencia, nula en la prosa argumentativa o en la didáctica, es grande en lo que mira a las emociones.” Debemos entonces recordar que además de la mutua entendibilidad, hay que atender a la mutua tolerabilidad. El fenómeno es conocido por todos: podemos deleitamos, aquí en Argentina, con una novela española o una película española rebosantes de españolismos; pero si los mogollones y gilipollas aparecen en una novela de Djuna o de Julian Barnes pueden producirnos dolor de vientre, y si cae en nuestras manos una película en lengua extranjera doblada al español peninsular, preferimos no verla. Entenderemos todo, pero las sensaciones se volverán sutilmente anómalas: lo erótico nos resultará gracioso, lo dramático afectado, etcétera. Lo mismo, presumo, le pasará a un lector o espectador español si la novela traducida o la película doblada les llega en español mejicano o rioplatense. Pero esto no sucede, no se levanta esta barrera emotiva, o no se levanta tan alto, si la obra traducida en Méjico es leída en Argentina o viceversa. La razón es simple: los traductores latinoamericanos traducen para todos los hablantes del español, los españoles sólo para los de España. Pero como los centros del poder editorial están en España, no podemos circular las traducciones hechas en Latinoamérica, no ya hacia España, sino ni siquiera entre nosotros: sobre todo en el caso de autores que son de uso exclusivo, por no haber entrado aún en dominio público. Si hay una brecha que crece entre el español de España y el de América es ciertamente ésta: el mercado está convirtiendo el Atlántico en abismo. Las instituciones y las academias no son responsables de este estado de cosas, pero pueden hacer mucho por modificarlo, si tienen la voluntad de hacerlo. Lo cual me lleva a la palabra:

HERMANDAD. “Recuerdo a los americanos que habláis el español que esta es la lengua común de todos, ni mas ni menos nuestra que vuestra” dijo Camilo José Cela en su discurso inaugural, opinión refrendada en la misma ocasión por Octavio Paz: “El idioma que haban los argentinos no es menos legítimo que el de los españoles, los peruanos, los venezolanos o los cubanos.” Todos estamos tan de acuerdo en esto que decirlo, hoy, parece una perogrullada; además, decir otra cosa sería políticamente incorrecto. Y sin embargo, es un principio más fácil de predicar que de practicar. El corrector Word de mi computadora, cuando lo pongo en “Español argentino” me señala como errores absolutamente todas las formas del voseo. La Real Academia ha elaborado un diccionario de americanismos, pero no un diccionario de españolismos. O sí, pero le han puesto por título Diccionario de la lengua española. Decimos la igualdad, pero seguimos actuando como si el español de España fuera la lengua, y los españoles americanos sus dialectos. Hay síntomas preocupantes: El diario El Mundo publica una lista de las cien mejores novelas en castellano del siglo XX: 70 son españolas y solo 30 de América. Es comprensible que todos tengamos cierta parcialidad hacia los productos de nuestra tierra: pero estoy bastante seguro de que ningún sondeo mejicano, colombiano o peruano daría como resultado 70 novelas propias y 30 del resto del mundo hispanohablante. La lista es de 2001, y podría haber quedado como una curiosidad histórica salvo que es la que se replica en las redes, empezando por Wikipedia, lo cual plantea otro tema de interés: qué español, y qué ideas sobre el español, circulan de las redes. El año pasado, el diario El País difundió una lista de traducciones canónicas, elaborada por la asociación española de traductores ACETT. De las veinte que incluyen, una sola fue realizada por una traductora americana – residente en España. Todas las demás son españolas. Una curiosidad, y un ejemplo significativo: la primera recomendada es la traducción de Lolita de Francesc Roca, muy inferior a la primera y excelente traducción de Enrique Pezzoni, a la cual ni los argentinos, ni el resto de los latinoamericanos podemos acceder: el mercado español nos impone la suya y nos veda la propia. Hay, empero, señales alentadoras: Hace algunos años me tocó participar en el proyecto de traducción “Shakespeare por escritores” dirigido por Marcelo Cohen desde Argentina y publicado por editorial Norma de Colombia. Se trataba de un proyecto panhispánico en el sentido más pleno: escritores de todo el mundo de habla hispana, americanos y españoles todos mezclados y confundidos, traducían las obras de Shakespeare. Y volviendo al ámbito de este congreso, el Instituto Cervantes, que toma su nombre de un escritor que todos los hablantes de la lengua sentimos como propio, que ha perdido toda connotación exclusivamente nacional, promueve en sus filiales del mundo entero la participación de escritores de todo el mundo de habla hispana, sin preferencias ni privilegios. La radicación de este congreso, siete veces en tierras de América, una en España, atiende al mismo principio. Pero no son tan claras las señales que emiten las academias de la lengua. La estructura actual de la ASALE, con una Real Academia española, y una constelación de academias nacionales, hace perdurar la idea, conciente o inconciente, de una jerarquía y una preeminencia. Creo que con el siglo XXI bien avanzado ha llegado la hora de hacer a un lado las metáforas de paternidad o maternidad y hablar únicamente de países hermanos. España y América ya no mantienen lazos coloniales ni en lo político ni en lo económico: es anacrónico pretender que perduren, así sea como fantasmas, en la lengua y la cultura. En lugar de una Real academia, es hora de tener una Academia real, de las lenguas españolas, verdaderamente horizontal y fraterna. Creo que será una ocasión de júbilo para todos, y de alivio para España, a la cual ya le debe estar pesando este inverosímil rol de madre adoptiva.  

CADUCIDAD. “La lengua es más vasta que la literatura” dijo Octavio Paz en Zacatecas, pero también cabe recordar que es más efímera. El griego antiguo ha muerto, pero leemos a Homero; y leemos a Virgilio a pesar de que ya nadie habla el latín. Y no solo se trata de la extinción completa. Las lenguas mueren muchas veces en el curso de sus vidas. Los cuentos de Canterbury están escritos en inglés, pero ningún hablante nativo puede leerlos hoy en su forma original, a no ser que aprendan la lengua de Chaucer, casi como una lengua extranjera. Lo mismo está pasando, o pasará en breve, con el español de El libro del buen amor, el de El conde Lucanor, el de La Celestina. En 2015 Andrés Trapiello dio a conocer su traducción del Quijote – al español contemporáneo. La barrera, una vez más, no es tanto de comprensión referencial o intelectual, sino de participación emotiva. A muchos lectores actuales ‘no les llega’ el español cervantino. No es mi caso, yo disfruto del español de Cervantes, Góngora y Quevedo tan intensamente como de todos los actuales, pero lo percibo en mis alumnos, jóvenes y adultos. Tarde o temprano, todos los monumentos literarios deberán ser traducidos a los nuevos españoles, además de a otras lenguas. Es un horizonte lejano, sin duda, pero no por ello menos cierto. Los sucesivos congresos de la lengua deberán velar, también, por la suerte de una compleja y riquísima literatura que sobrevivirá a la muerte de la lengua en que fue escrita.

No hay comentarios:

Publicar un comentario