lunes, 15 de mayo de 2017

"Cuando nunca se traduce bien, siempre se traduce amargamente mal"

Pocas dudas quedan de que Andrés Ehrenhaus está bastante loco. Bastaría considerar la foto con ictericia que la editorial Malpaso utiliza para promocionar su último libro español. Sin embargo los locos a veces tienen razón. Por eso, como modesto homenaje a su locura, subimos esta entrada, previamente publicada en El Trujamán, el 9 de mayo pasado.

El bueno, el malo y el ¾

Lo que voy a decir quizás no sea del agrado de todos, así que quienes no quieran oírlo pueden dejar de escuchar ahora mismo.

Traducir es cometer un daño, seguramente irreparable.

Conozco traductores buenos pero ninguna buena traducción.

Conozco traductores malos, y sus traducciones no son mucho peores que las de los buenos.

La diferencia entre un buen traductor y un mal traductor no radica, pues, en la maldad de su labor sino en la melancolía con que uno y otro la sobrellevan. El buen traductor sospecha de sí mismo; el mal traductor no sospecha jamás. ¿Por qué? Porque no sabe hacia dónde debe orientar la sospecha. Cree que el problema, el síntoma, está en su trabajo, en su traducción, cuando no está ahí: las traducciones son todas malas, a veces incluso horribles.

El problema está en tratar de simular que eso no es así, que uno traduce bien, que el problema es o está en el Otro, en el lector, en el crítico, en el editor, en otros traductores, incluso en el autor. Cuando el síntoma está, justamente, en la incapacidad (la falta de voluntad) para verlo. U oírlo.

Porque otra diferencia crucial (y muy sutil) entre un buen y un mal traductor es el oído de uno y otro. El buen traductor oye su error antes de verlo. El mal traductor, si no lo ve, no lo percibe. Jamás esperará oírlo. Para el mal traductor, el oído es un incordio. Es el enemigo inconsciente. Es el vehículo del miedo.

El mal traductor preferiría ser sordo, y que el Otro también lo fuera.

El buen traductor es bueno y malo a la vez, no se conforma con la duda cartesiana, no conoce el sosiego, no sabría cómo llegar donde llega y sin embargo tampoco sabría no llegar allí mismo, porque llega sin quererlo o bien queriendo no llegar. El mal traductor necesita llegar siempre, solo se calma llegando, llega en busca de calma porque cree que esa calma es la garantía de que ha traducido bien… ¡¡cuando nunca se traduce bien, siempre se traduce amargamente mal!!

El mal traductor busca el halago; el buen traductor lo teme.

El mal traductor nace; el buen traductor se hace.

Etc.

Por lo general, el buen traductor y el mal traductor coinciden en el mismo envase: son, para entendernos, una misma persona fiscal. Puesto que el bueno es, como dijimos antes, bueno y malo a la vez y el malo es malo y malo, incluso los más mejores de los buenos traductores suelen ser un cuarto buenos y tres cuartas partes malos. De ahí la melancolía. Y los desastres de la guerra.

Qué se le va a hacer.

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