martes, 11 de octubre de 2016

Da náuseas: tanto el pelotudo que se le ocurrió como el idiota que aprobó el cartel muy probablemente ganan más que cualquier traductor

El  pasado 7 de octubre, Patricia Kolesnicov publicó la siguiente columna en Ñ, en la que se refiere a una serie de avisos que los genios del Gobierno Autónomo de la Ciudad de Buenos Aires, colgaron en toda la ciudad, siguiendo con su costumbre de tutear a los ciudadanos y, ahora, empezando a hablar en lunfardo. En síntesis, una nueva grosería

Gracias, yo a morfar no voy

El profesor era polaco, traía un castellano de escuela y biblioteca, trabajaba en una multinacional cerca del Obelisco y lo contaba así: “Yo escuchaba ‘pendejo’ de aquí, ‘pendejo’ de allá. No entendía hasta que pregunté y me tradujeron: quería decir ‘chicos’. Perfecto, perfecto. Feliz con mi nueva palabra entre los dientes bajé con mis dos secretarias en el ascensor. Me despedí de ellas en voz alta en el hall de la corporación: ‘¡Chau, pendejas!’”.

Los alumnos, todos hispanoparlantes, nos reímos. No estaba mal, pero estaba mal. Porque no alcanza el diccionario para hablar. Un error de registro de lengua –es el caso– te deja en offside . Y hablar es hablar en contexto: con alguien determinado, con las relaciones que nos unen con ese alguien, en un lugar, en un momento. No es igual “pendejas” que “chicas”, no quiere decir lo mismo: el registro también tiene significado, da cuenta de quién es quién y dónde estamos. Las secretarias se podían haber ofendido: ¿quién es el jefe para hablarles ASI?

Algo de eso se me ocurre cuando en la calle me corta el paso un cartel del gobierno porteño. “Vamos a morfar”, me dice. ¿Cómo?

Lo primero que pienso es “¿Por quién me ha tomado”. ¿Por quién me ha tomado ese aparato del Estado? ¿Por qué habla –me habla– así ese cartel amarillo? ¿Será que algún publicista ha concluido que si dice “morfar” estamos más cerca? ¿Será que nadie le explicó que una patinada en el registro de lengua puede ser considerada una agresión?
Me gusta pensar en la alumna de una escuela que se acomoda los cordones y el nivel de lengua para entrar a la Dirección. Cuando no lo hace –si dice “morfar”, por ejemplo– está probando los límites.

Las palabras –aunque hagamos fuerza– no crean la realidad, no crean vínculos. El gobierno porteño no está más cerca y no es mi amigo porque me hable como si estuviéramos saltando abrazados en el tablón.

Se ve que no me conoce el gobierno porteño, que me habla así. Se ve –en lo inapropiado del nivel de lengua– que no somos amigos.

Quiero ser clara: no me molesta ninguna palabra, pero la elección de un registro que no se corresponde con el vínculo real es forzada, es intencionada, alguien miente.

Porque el gobierno tiene maneras muy efectivas de estar cerca: podría, por ejemplo, garantizar vacantes para todos los chicos de jardín; eso nos haría muy amigos.

Y más allá de las palabras: según el mismo gobierno porteño, en Buenos Aires cuatro de cada diez chicos es obeso. Morfan, ¿ viste?, morfan porquerías como el sándwich que se está zampando el modelo del cartel. En ese contexto –otra vez el bendito contexto, la desgrañada realidad– no es amigo, no es cercano, el gobierno que elige ese sándwich como ícono de la felicidad, por más que me hable usando el registro coloquial. Y se puede parecer bastante a lo contrario.

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