jueves, 29 de septiembre de 2016

Premios: lo concreto al servicio de lo simbólico

Por alguna extraña razón, el Administrador de este blog –ocioso y malintencionado como es– estaba leyendo el prontuario de algunos impresentables premios nacionales españoles a la traducción –para no hablar de los premios “Esther Benítez”, a los que muchos dicen (en voz baja, claro) que son todavía peores– y tratando de recordar quién había escrito sobre el significado de esas distinciones, se topó con esta vieja columna de Andrés Ehrenhaus, publicada en El Trujamán, allá por el 29 de octubre de 2014.

A favor de la premiación

He hablado mucho en contra de los premios (no, no es un nuevo y ambiguo artículo sobre Cortázar) y a pesar de que tengo numerosos amigos premiados, no por ello los considero mejores traductores ni me merecen más respeto o estima de los que me merecían antes de que les cayera el lauro. De hecho, gran parte del respeto y cariño que les tengo se fundamentan en que como mucho les ha tocado un premio o dos, que al fin y al cabo está bastante más cerca de no tener ninguno que de tener varios. Pero si por mí fuera, se los quitaría ya mismo (no así la dotación económica, que es como el dinero que uno gana en el juego y hay que darle un curso particular si no se quiere irritar al hado). Ya lo he dicho, decía: no tiene más mérito ser un buen traductor que un buen barrendero o un buen taxista, y que yo sepa a estos profesionales no les toca nunca un Premio Nacional, un Premio de la Crítica, un Premio Fulano o un Premio Sultano. ¿Y desde cuándo un determinado traductor es tanto mejor que otros cientos que jamás serán premiados, o una traducción tanto mejor que otras miles, algunas de las cuales son imposibles de valorar para un jurado al uso? Venga ya. Sé que hay quien defiende el aspecto promocional de estas cosas, quien asegura que brindan la ocasión de hacer más visible una profesión tan pobrecita y desvalida como esencial e imprescindible. Puede ser. Aunque es un argumento ostensiblemente defendido por los galardonados, no vamos a negarle cierto viso de razón. La gente le presta más atención a un traductor laureado que a un traductor sin laurel; vamos, una atención enorme.

Pero no descartemos el argumento tan frívolamente. Un premio, más aun si es un premio bien dotado económicamente y tiene detrás un aparato de promoción editorial comilfó, otorga indiscutible relevancia a la obra en cuestión y cierto atractivo y caché, a veces brevérrimos, a su favorecido. Lo cual redunda sin duda en beneficio de la Profesión: lo concreto al servicio de lo simbólico. Porque, ¿dónde reside el prestigio de un premio? ¿En su inapelable objetividad, en su honestidad, en su ecuanimidad, en su justiciero tino? ¿En la institución que lo otorga, en la inmarcesibilidad del jurado, en su dotación después de impuestos, en el marco en que se entrega? ¿Es importante el dispendio? ¿O lo es más la salubridad de la selección? ¿O la condición del premiado? En fin, sea como sea, dejemos de complicarnos la vida. Hay premios y, según parece, y aunque no se sabe hasta cuándo, seguirá habiéndolos, así que vamos a aprovecharlos. ¿Que no premian a los taquilleros de los peajes, a los camilleros, a los conductores de metro? Pues peor para ellos. Que lo peleen, tendrán todo nuestro apoyo. Entretanto, nosotros a lo nuestro.

He releído el primer párrafo y tengo la sensación, si no la entera seguridad, de que huele a despecho. No hace falta ser una luminaria del psicoanálisis poslacaniano para advertir que es un párrafo cocido lentamente a la mísera lumbre de la envidia. Confesémoslo. Es decir, confiéselo yo: no me han otorgado nunca ningún premio. No sólo de traducción; de nada. Como mucho algún segundo o tercer premio o una mención en un concurso de dibujo de la escuela primaria. Y ahí se acaba todo. Tengo, ya lo he dicho, amigos, incluso grandes amigos o amigos muy queridos, que no sólo tienen un premio sino dos, tres, cuatro. Merecidos, sin duda. Y meritorios. Yo, en cambio, me tengo que conformar con acudir, si es que se me invita, a la sonada celebración y felicitarlos de todo corazón, porque más allá de que les envidie amargamente la premiación, al fin y al cabo acaba imponiéndose el cariño mutuo. Somos seres humanos, ¿no? De modo que me propongo, brevísimamente y en este último hálito de texto que me queda, limpiar con amoníaco la mancha verdosa del resentimiento y tratar de encontrarle alguna justificación ética al artefacto galardónico, que seguro que la tiene y que basta con que limpie la pátina de rencor que empaña mis pupilas para poder verla con nitidez y generoso ecumenismo. Pero el párrafo se acaba y temo. Temo porque me he aplicado colirios, he utilizado productos de limpieza nuevos y tradicionales, vinagre (que dicen que puede con casi todo), alopatía, homeopatía, aromaterapia… Una de dos: o me carcome la envidia o los premios de traducción no hay por dónde agarrarlos.

No conozco traductor honesto que no acabe la mejor de sus traducciones plagado de dudas y aliviado por haberlas resuelto de la única y cándida manera en que se resuelve un problema de mala solución: jugando a la aporía de que ya no es un problema sino, publicación mediante, tan solo una sombra del pasado. Que un premio borra. ¡Epa! ¡Pero si acabo de dar con la respuesta! Bueno, ya puedo dormir la siesta del fauno más tranquilo. Vivan los premios.


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