viernes, 10 de junio de 2016

"Con una canción tradicional se puede hacer mucho, pero también se puede hacer el ridículo"

Chavela Vargas
María José Furió reflexiona aquí, en esta columna publicada el 9 de junio pasado en El Trujamán, sobre lo que es traducir canciones y lo hace, como siempre, con elegancia. Su columna es ideal para adelantar el fin de semana.

Traducir canciones para interpretar en el escenario

Una de tantas cosas buenas que trae Internet —y adherirse a una asociación de traductores seria con listado de traductores accesible al público— es la posibilidad de recibir directamente encargos de clientes privados o sociedades pequeñas, que rompen con la rutina editorial y suponen una experiencia de traducción enriquecedora. Puede tratarse de un texto literario que acompañará a un vídeo artístico o un conjunto de canciones que encajarán en una obra de teatro vanguardista.

La colaboración directa con los autores crea cierta complicidad, aunque la comunicación sea vía correo electrónico o por teléfono, pues buscan una interlocución creativa y respuestas inmediatas, algo que no sucede si media una agencia o una empresa editorial. Es más estimulante para el traductor si el cliente-autor sabe qué busca y es consciente de que conoce pero no domina el idioma de llegada, aquí el español. Entonces es competente para captar matices, pero carece de lo que técnicamente llamamos «criterio lingüístico», el conocimiento propio del nativo que puede operar en varios registros sin confundirlos. La mayor dificultad al traducir un texto poético en prosa que narrará un actor es conseguir que, de viva voz, el texto no suene engolado. La adaptación de canciones y de poesía es más peliaguda. En el caso que comento aquí, se requería incorporar orgánicamente la voz de los intérpretes: dos mujeres y un hombre. No querían una traducción literal —ni, claro está, una versión libre— sino una adaptación; siendo difícil o imposible conservar las rimas y aliteraciones, se trataba de apoyarse en rimas internas y crear un ritmo que los actores pudieran adaptar a su interpretación. Aun sin conocer la música que utilizarían, el ritmo de los versos en francés sugería la melodía posible de la frase.

No suelo pelearme por ejercer de autora en este tipo de colaboraciones, pues doy por hecho que a lo largo de los ensayos y representaciones querrán introducir cambios. Prefiero entonces presentar alternativas de modo que, cuando surja la necesidad de cambiar, lo hagan dentro del margen que propongo, para evitarles la tentación de improvisar soluciones que podrían no ser correctas en castellano. Soy consciente de que traducir canciones no es siempre tarea sencilla, pero hay que considerar que el traductor no dispone de años como un poeta que traduce su propia obra.

La canción que podía tener más peso en el espectáculo era, deduje por los correos de ida y vuelta, «La llorona», que no era una traducción de cualquiera de las versiones en español, aunque compartía con la más conocida algunos versos e imágenes. Había que tomarla como una composición nueva sin perder de vista las versiones clásicas, bien la de Chavela Vargas, bien el éxito reciente de Lila Downs, que con sus juegos vocales e instrumentales actualizó hacia 2007 esta canción tradicional de la Revolución mexicana atrayendo al público moderno. A diferencia de las últimas interpretaciones de Chavela Vargas, donde era fundamental la presencia de la mítica cantante con su voz cascada y escasa, su pathos sentimental y su intensidad histriónica, la versión de Downs cede protagonismo a la música y supongo que esta interpretación más artística ha inspirado nuevas recreaciones, como el espectáculo de vanguardia del que hablo aquí. En años más recientes, otra cantante mexicana, Ely Guerra, ha popularizado su versión de «La llorona». Consciente de que tiene una bella voz de contralto, su interpretación se basa en esa voz que en determinados momentos lleva de «excursión» a ritmos modernos, para escándalo de los más conservadores y regocijo de sus fans.

Estas consideraciones sirven para recordar que con una canción tradicional puede hacerse mucho pero también se puede hacer el ridículo. El ridículo puede ser quedarse corto: el exceso de sobriedad y sosería de Susana Harp, o pasarse de largo: el desgarro y la impostación. La última palabra la tenían aquí los autores-intérpretes que, afortunadamente, presentaron con claridad sus ideas.

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