miércoles, 11 de mayo de 2016

Para leer ranchando con los amigos

Aguirre tras las rejas


Poeta y especialsita en temas vinculados a la mafia y el crimen, Osvaldo Aguirre publicó en el diario Clarín el siguiente artículo el 4 de mayo pasado. Ahora puede leérselo en el sitio digital de la revista Ñ



El generoso lenguaje que provee el crimen


En una conversación telefónica interceptada por la policía de Santa Fe se escuchó que uno de los integrantes de la banda de Los Monos le pedía a otro una caja de confites y de novillos y aludía a dos personas de 22 y 38 años, mientras su interlocutor se comprometía a pasar por una casa de cotillón. Hablaban de comprar municiones, de las armas disponibles y del lugar donde proveerse, en el marco del enfrentamiento con un grupo rival. El diálogo revelaba no solo intenciones criminales sino también uno de los aspectos definitorios de la delincuencia: la creación de una jerga propia, un argot destinado a la comunicación entre pares y funcional para quienes saben, como pocos usuarios de la lengua, que las palabras comprometen a sus hablantes.

El vocabulario se actualiza periódicamente, aunque muchos de los términos y las acepciones acuñados por los delincuentes tienen una larga historia de usos y han sido admitidos en el diccionario de la lengua (DRAE), como punga y campana , palabras que empleaban los ladrones criollos a fines del siglo XIX para designar al carterista y al cómplice en un robo. Algunas voces significan también la inscripción de hitos en la historia criminal. En 1932 los secuestradores de Abel Ayerza intercambiaron un telegrama que decía: “Manden el chancho urgente”, para significar la orden de liberar a la víctima; desde entonces, por la repercusión del caso y el equívoco que rodeó a la interpretación (Ayerza resultó asesinado), “chancho” es la víctima de secuestros extorsivos.

En el ámbito de la delincuencia, dice el antropólogo Alejandro Isla, “el lenguaje permite reconocer quién está enfrente y denotar la experiencia o la trayectoria en la calle y su especialidad”. También manejar el negocio, en los grupos narcocriminales del presente. “La estructura, fraccionada en bocas de expendio, los obliga a manejarse con el teléfono celular, a través de la palabra –señala el periodista Germán de los Santos. Los jefes usan una jerga caótica, cuyos términos parecen elegidos al azar y cambian todo el tiempo, como los chips de los celulares. El trabuco (arma) se transforma en herramienta, en máquina, en aparato y finalmente en un simple coso”.

El lenguaje de los delincuentes constituyó un objeto temprano de interés para los criminólogos argentinos. En 1894 Antonio Dellepiane, miembro de la comisión de cárceles y casas de corrección de Buenos Aires, publicó El idioma del crimen , un estudio provisto de un diccionario español-lunfardo que surgió en el marco de las primeras investigaciones sobre el delito, el desarrollo de tecnologías para la identificación de los infractores de la ley y la creación de registros para sistematizar datos. Fue la base de textos posteriores, comoEl lenguaje del bajo fondo , de Luis C. Villamayor (1915), y El hampa y sus secretos , de Manuel Barrés (1934).

Los autores coincidían en la necesidad de que la policía estuviera al tanto del argot, código cifrado y abecé de “la profesión del delito”, como parte de las tareas de prevención. Barrés lo defenestró como “lengua nacida en el bajo fondo y mecida en la abyección y el presidio”, Babel que fusionaba términos del provenzal, el español, el italiano, el inglés, el alemán, el latín, el vasco y el celta y daba por resultado un idioma “opuesto a la moral y sus normas sociales”. Villamayor consideró que, así como los macrós y los apaches corrompían a la población honesta, el argot contaminaba la lengua común por el vaivén incesante de términos y significados: en boca de los criminales, las palabras eran “gramaticalmente asesinadas”.

Dellepiane dejó de lado las apreciaciones moralistas para focalizar en el modo en que los ladrones creaban sus palabras y para analizar el contexto y la función de sus empleos. Descartó la tesis de Cesare Lombroso, para quien el argot remitía a los idiomas de las tribus salvajes porque los delincuentes eran bárbaros extraviados en la civilización, y retomó las observaciones de Eugène Vidocq para comprenderlo como “el lenguaje de la intimidad, del compañerismo, de las afinidades electivas”. Incluso registró procedimientos y rasgos que le resultaban admirables, como los hallazgos en la creación de imágenes y el humor subyacente; solamente a los carteristas, por ejemplo, se les ocurriría dar un nombre especial a cada bolsillo del traje masculino, “en lo cual nuestro argot aventaja a la misma lengua ordinaria que no ha pensado jamás en establecer semejantes distinciones”. Cuando se publicó el libro, según estadísticas del entonces jefe de Investigaciones José G. Rossi, en la ciudad de Buenos Aires había un ladrón profesional cada quince adultos. Una comunidad de hablantes que encontraba en aquella jerga el santo y seña que los identificaba.

La incorporación de algunos términos modernos parece decantar de la práctica criminal. En sus memorias, el comisario Evaristo Meneses cuenta que la banda de Horacio Pardo utilizaba a fines de la década de 1950 el neologismo “salidera” para referirse a los robos en inmediaciones de oficinas comerciales o bancos. De allí proviene el actual “entradera”, como se conoce a los asaltos a personas en el momento de ingresar a sus domicilios.

Dellepiane observó que el lenguaje del crimen está sujeto a la variación constante porque una voz cae en desuso desde que es identificada. No se trata de una lengua de combate, dijo, sino más bien delatora, y por eso los ladrones la reservan para su comunicación privada y no para el contacto con la policía. Pero esas modificaciones se realizan sobre la base de un corpus inalterable que resulta del ámbito donde se preserva el argot: la cárcel.

El lenguaje propio sostiene “una identidad definida” que los delincuentes construyen en oposición al mundo de la ley, dice Alejandro Isla. Son las palabras y las inscripciones que se llevan en el cuerpo, ya que las marcas, tatuajes y cicatrices denotan una historia, y los trazos de la piel “pueden leerse como un papiro”.

Los presos viejos “cumplen el papel de reservorio de la tradición, enhebrando las generaciones y sus estilos delictivos”, y la continuidad del lenguaje. La centralidad de la cárcel en la transmisión de las jergas criminales se encuentra en la mayoría de los estudios sobre la cuestión: es el lugar donde un delincuente pasa la mayor parte de su existencia y donde, literalmente y entre otras experiencias formativas, aprende a hablar. Ser ladrón, destaca Isla, asume un sentido preciso en el mundillo de la delincuencia: “Tiene una trayectoria, sabe cómo conversar con otro aunque no lo conozca; sabe averiguar lo que llaman la tira, el currículum, sin preguntar directamente qué hizo, porque eso es de policías”. También supone una historia, cuyo quiebre más reciente remite a la década de 1990 y a la irrupción de una generación de delincuentes caracterizada por un incremento de la violencia. La nostalgia por un pasado menos peligroso donde la delincuencia se regía por valores codificados, usual en voceros policiales, alcanza también a los viejos ladrones, que critican a los nuevos por “pudrir la calle”.

El uso del argot no solo requiere el conocimiento del significado de las palabras sino también estar al tanto de los matices introducidos por las entonaciones, los acentos y los silencios, y de los sobreentendidos que imprime la gestualidad corporal. Un repertorio de palabras y guiños que se repliega en territorios extraños. “Cuando los miembros de las bandas narcocriminales son indagados por la justicia eligen palabras más prolijas, más formales –dice Germán de los Santos–. Hablan por medio de sus abogados. Ya no son ellos.”








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