jueves, 17 de diciembre de 2015

¿Qué se tradujo y quién lo hizo? (IV)

Hasday ben Saprut
Cuarta y última parte del texto escrito por Marietta Gargatagli.

(viene de ayer)

La corteza de la letra (IV)

VI

Estas escenas de la traducción medieval tienen todavía otros lados de sombra. Como se mencionó arriba, gran parte de los originales árabes se perdieron3 y los que existen se han estudiado de forma fragmentaria, por lo que resulta muy difícil averiguar algo fundamental: las lenguas de los traductores. Podemos razonar distintas hipótesis. Por ejemplo, que los judíos traducían directamente del árabe al latín, porque algunos sabían latín. No lo desconocían Hasday ben Saprut, el fundador de la escuela de estudios gramaticales de Córdoba, ni Pedro Alfonso ni Abraham ben Ezra, y estos casos aislados debieron ser más numerosos más adelante, porque en 1280 Salomón ben Adereth envió una carta a los judíos de Provenza reprochándoles que estudiaran la lengua latina en detrimento de la Ley (Renan: 1992, 146). Estos datos, sin duda, son muy escasos como para fundar con ellos una teoría, pero son útiles para preguntarse otras dos cuestiones: si los judíos españoles no sabían latín, ¿quién lo sabía?, ¿qué latín se conocía en la Península?

Entre el latín de los eruditos y el romance llano existía un latín avulgarado, escrito y probablemente hablado por los semidoctos, que amoldaba las formas latinas a la fonética romance. [...] Ese latín arromanzado existió también en Francia antes del renacimiento carolingio que restauró los estudios e impuso un latín más puro. En España debía de usarse ya al final de la época visigoda; los mozárabes lo llamaban latinum circa romancium, en oposición al latinum obscurum. Y aunque la reforma cluniasense trató de purificar el latín en los textos solemnes, los más llanos siguieron mezclando latín y romance hasta comienzos del siglo XIII (Lapesa, 161).

Debemos conjeturar entonces que sólo una minoría conocía el latinum obscurum y que dentro de ese pequeño grupo debían estar los monjes cluniasenses llegados a Toledo con Bernardo de Sédirac «que hizo venir de Francia varones buenos et letrados, et aun muchachos que eran guisados para aprender todo bien» (Primera Crónica General de España) (García Yebra, 1994, 89). Estos «francos», repobladores poderosos de las tierras conquistadas a los musulmanes, sabían latín. No resulta evidente, en cambio, que supieran castellano. Casi cien años más tarde de las primeras traducciones toledanas, Rafael Lapesa todavía encuentra galicismos en las versiones alfonsíes en las que colaboraron Juan y Guillén Aremón de Aspa, «de nacimiento u origen gascón y Bernardo el arábigo, cuyo nombre era propio de “francos”». También sabían latín los otros nombres ilustres de las traducciones medievales llegados de Inglaterra, Escocia, Cremona, Tívoli o Dalmacia. Lo que probablemente ignoraran serían los dialectos románicos peninsulares: castellano, catalán, aragonés.

Pero esta revisión de lenguas resulta todavía incompleta. Si los judíos hispánicos no tenían suficientes conocimientos de latín, ¿qué lingua franca utilizaban para trabajar con eruditos extranjeros que debían desconocer los romances peninsulares? Un fragmento de Juan Hispalense que figura en la traducción del tratado De anima de Avicena: «me singula verba vulgariter proferente, et Dominico archidiacono singula in latinum convertente, ex arabico translatum» (Menéndez Pidal, 1951, 364) permite inferir que el idioma común de arabistas y latinistas era una lengua vulgar. Según Rafael Lapesa, Gonzalo Menéndez Pidal y otros filólogos, esa lengua fue el castellano y esto explicaría los hispanismos que Roger Bacon encontró en las traducciones toledanas. Como traducciones del árabe al latín se hicieron también en Aragón, castellanizada en el siglo XIV, y Cataluña, debemos pensar que el catalán o el aragonés cumplieron ese mismo papel. Ahora bien, algunas parejas, como la formada por Juan Hispalense y Domingo Gundisalvo, podían tener una lengua romance común, pero no debía ocurrir lo mismo con los latinistas venidos de fuera: gascones, lombardos, toscanos o ingleses. Los discípulos del obispo Bernardo de Sauvetat (y él mismo), así como los eruditos anglosajones, conocían bien el francés, porque era la lengua oficial en aquellos territorios insulares después de la invasión normanda (1066), pero nadie ha sugerido que esta lengua o alguna de sus formas dialectales se utilizara como vehículo de las traducciones peninsulares.

Sabemos, por otra parte, que el centro de España, incluida Toledo, se castellanizó en el 1200, que esa lengua se implantó en Córdoba, Sevilla y Jaén en el siglo XIII, y en Granada, Málaga y Almería en los siglos XIV y XV. La lenta peregrinación de los judíos andalusíes, que huían de las persecuciones de almogávares y almohades, hacia los territorios conquistados por los cristianos coincide con la implantación de otra lengua romance, que debieron aprender en ese momento, al tiempo o muy poco antes de que comenzaran a hacerse en Toledo las primeras traducciones del árabe. Esa nueva lengua romance en el territorio, el castellano, debió coexistir con formas del dialecto hispánico del sur —el mozárabe o romance andalusí— del no quedan casi más huellas que algunos refranes y los versos de la jarchas. Cabe también la posibilidad de que los judíos provenientes de al-Andalus hubieran conservado algunas de esas formas romances que habrían hecho más fácil el aprendizaje del castellano. Hipótesis nada extravagante si recordamos que mantuvieron el judeo-español desde la expulsión de 1492 hasta el presente. Pero no hay documentación que permita afirmar que los judíos de al-Andalus o los mozárabes del siglo XII supieran otro idioma que el árabe, tanto clásico como vulgar.

Aquellas traducciones del árabe al latín nos obligan a postular un complicado túnel del lenguas, algunas de ellas ignotas, otras recién aprendidas. El francés, el castellano o el catalán podían servir como lenguas vehiculares, pero si los traductores no tenían una lengua romance en común debemos suponer que en vez de tres lenguas se utilizaban cuatro, por ejemplo: árabe, castellano, francés (o un dialecto franco) y latín. Cuando los traductores podían entenderse en un mismo romance, sólo era necesario utilizar tres idiomas. Este esquema supone varios pasos que no contradicen lo que sabemos de las escrituras medievales. Son bastante comunes los diferentes borradores de un mismo texto, lo que Gonzalo Menéndez Pidal llama, hablando de las traducciones alfonsíes, los cuadernos de trabajo, que podían provenir de lo oral, la pronunciatio, extensa práctica medieval que permitía que diversos copistas tomaran al dictado un texto.

Pero este modelo, aunque resulta bastante verosímil, no explica un rasgo que se ha atribuido, en general, a estas versiones: el literalismo. De participar diversas lenguas en el proceso, la frase latina, como observó Jourdain (1843: 19), no resultaría un mero calco de la árabe. Para que esto ocurriese, el traductor del árabe al latín debía ser uno solo o, como mucho, dos. Y esto nos vuelve al principio del razonamiento. No es imposible pensar que algunos judíos sabían latín, un poco de latín, el suficiente como para devastar la obra y superponer sobre cada frase o palabra árabe la forma latina. No cabe duda de que otras personas corregirían ese borrador, la çeda, como se llamó a esa fase de la traducción hasta el siglo XV. La traducción directa se practicó en el sur de Italia, el otro gran centro de traducciones medievales del árabe (Renan: 1992, 147) y es verosímil que algo semejante ocurriera en la Península. De hecho, los judíos que desempeñaban tareas de trujamanes en la Corona de Aragón debían conocer bien el latín, porque no existen documentos escritos en catalán hasta finales del siglo XII ni era esta la lengua de la corte.

Todo esto nos permite conjeturar que las versiones del siglo XII, tan complejas de describir, no debieron hacerse con métodos homogéneos. El trabajo e incluso la comunicación entre arabistas y latinistas postula un arco bastante amplio de posibilidades. Limitar las lenguas vehiculares al castellano o no darle ese papel al latín arromanzado que existía en ese momento (y que muchos judíos podían perfectamente conocer), oscurece en cierto modo los rasgos más peculiares de estas versiones: la «internacionalidad» de la empresa, la pasión por el saber que superaba todos los escollos e incluso las prohibiciones expresas de los autores de estos textos. Y esta última observación, que permite entender en parte los sentimientos de una sociedad, la árabe, condenada ya a la desaparición, está documentada en fuentes del siglo XII. La hace Ibn Abdun, en Sevilla a comienzos del siglo XII, traducido en 1948 por Lévi-Provençal y García Gómez: «No deben venderse a judíos ni cristianos libros de ciencia, salvo los que traten de su ley, porque luego traducen los libros científicos y se los atribuyen a los suyos y a sus obispos, siendo así que se trata de obras musulmanas» (Castro: 1987, 151).
Las versiones del siglo XIII, esencialmente a las lenguas romances, no debieron ser más fáciles, pero postulan una empresa que podríamos llamar nacional. Las traducciones y escritos originales que Alfonso X amparó en Toledo y Sevilla dieron forma y elegancia a la prosa castellana y no fueron ajenos a estos logros los científicos y traductores judíos que ya sabían escribir en esa lengua. Más aún, como judíos y después como conversos no fueron ajenos a la vida cultural castellana hasta los siglos de oro. Los traductores que trabajaron para el Marqués de Santillana o para el rey Juan II eran de linaje judío, como muchos escritores de los siglos XIV, XV y XVI: Sem Tob, Juan de Mena, Juan de Lucena, Hernando del Pulgar, los poetas del Cancionero de Baena y el propio Alfonso de Baena, Diego de Valera, Fernando de la Torre, Rodrigo Cota, Teresa de Cartagena, Alonso de Cartagena, Fernando de Rojas, Juan Álvarez Gato, Diego de San Pedro, Luis Vives, Fray Luis de León, Juan de la Cruz, Teresa de Jesús y Antoinette Loupes, la madre de Montaigne.

Domínguez Ortiz (1988, 1991) también sugiere que fueron conversos Benito Arias Montano, Antonio de Nebrija, Alonso Fernández de Palencia, Alonso Fernández de Madrigal, el Tostado, Hernando de Talavera, Francisco Sánchez de las Brozas, el Brocense, Francisco de Encinas, Baltasar Gracián, Huarte de San Juan, Luis de Góngora, Andrés Laguna, Nicolás Oliver y Fullana, Miguel Servet, Mateo Alemán y Bartolomé de las Casas.

No podemos afirmar que exista ningún tipo de identidad entre los judíos y los que se convirtieron al cristianismo: sin embargo, es evidente que tuvieron una función muy semejante en las sociedades donde vivían. Hasta 1492 intermediaron entre culturas, el Oriente que desaparecía y la Europa que iba construyendo su modernidad. Después de las matanzas, las prohibiciones y la expulsión, los judíos que siguieron habitando estos territorios se convirtieron o se disfrazaron, pero la clase más ilustrada de los demoníacamente llamados cristianos nuevos no tuvo ningún otro lugar que los espacios de la cultura: la escritura, la enseñanza, la traducción.

Corresponde a quienes reflexionan sobre la traducción señalar el lugar privilegiado que tuvieron esos otros españoles en la historia de la transmisión de los saberes y las ideas. Ellos, nuestros judíos, como los llamaba Alfonso el Sabio, tuvieron la delicadeza de dejarnos lo que Fray Luis de León denominó «la corteza de la letra», el esplendor de las palabras.

1. Manuel Alonso Alonso menciona la existencia, entre los siglos XII y XIII, de hasta nueve Iohanes Hispanus, localizados en muy diversos reinos cristianos, en Portugal, Francia, Italia e Inglaterra (Alonso: 1943, 168).

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1 comentario:

  1. Muchas gracias por el articulo, fue muy interesante.

    Un saludo,

    Ben Steiner

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