lunes, 14 de diciembre de 2015

¿Qué se tradujo y quién lo hizo? (I)

Durante varios meses nadie supo nada del paradero de Marietta Gargatagli. Hay que dijo haberla visto en Bután, siguiendo las huellas de un leopardo de las nieves; quien creyó verla en Antofagasta, recogiendo caracoles de cuando allí había mar; quien mintió sobre un baño de agua helada a la salida de un sauna en los suburbios de Helsinski. Sin embargo, parece que siempre estuvo allí, en Barcelona,desempolvando entre otras cosas ésta, que vamos a reproducir a partir de hoy y durante los próximos cuatro días.  

La corteza de la letra (I)

A Julia Benseñor, co-fundadora del Club de Traductores Lliterarios de Buenos Aires. Por ser nombrada en este texto escrito en 1998. 

I

En 1994 George Steiner (1995, 15) terminó la lección inaugural de la cátedra de Literatura Comparada de la Universidad de Oxford señalando la urgente necesidad de añadir a la interpretación de los ricos intercambios de la tradición de Occidente la zona casi no explorada de las traducciones árabes que se hicieron en las riberas del Mediterráneo en los siglos XII y XIII.

Unos cien años antes, hacia 1880, Marcelino Menéndez Pelayo había hecho una exhortación quizás parecida, pero mucho más irritada. En la Historia de los heterodoxos españoles, mirando metafóricamente el polvo cuando no las telarañas que cubrían los manuscritos españoles, murmuraba con furia:

Con harto dolor hemos de confesar que debemos a un erudito extranjero las primeras noticias sobre los escritores [Domingo Gundisalvo y Juan Hispalensis] que son asunto de este capítulo, sin que hasta ahora haya ocurrido a ningún español no ya ampliarlas, sino reproducirlas y hacerse cargo de ellas. El eruditísimo libro en que Jourdain reveló la existencia de lo que llama Colegio de traductores toledanos, apenas es conocido en España, con haberse impreso en 1843 (1956, II, 479).

La inclusión aquí de Menéndez Pelayo no es un anacronismo. A él se deben las primeras reflexiones sobre las traducciones medievales del ámbito de la cultura hispánica en las que (y esto continúa así) se soslaya una contradicción nada fácil de describir o deshacer. Es arduo entender que la divulgación de la ciencia, la filosofía o la literatura orientales en Europa fuera paralela a la destrucción de la cultura musulmana en          al-Andalus y a la desaparición de los manuscritos, los libros, los documentos que testimoniaban su esplendor. Lo paradójico de este doble movimiento (destruir-conservar), que después se repetirá en América casi en los mismos términos, no termina con estos enunciados.

Reducidos a lo esencial, ciertos argumentos frecuentes en la historiografía peninsular del siglo xix e incluso en el xx mencionan que los «españoles» (vago gentilicio que se atribuye con pasmoso anacronismo al pasado visigodo o la conquista de al-Andalus) habrían transmitido a Occidente la ciencia y la filosofía orientales en cuya elaboración también habrían participado. No faltan en ese resumen los juicios sobre el valor de la ciencia y filosofía árabes: se la considera de segundo grado, inferior, una mera corrupción a veces, de la auténtica recuperación del pensamiento griego que produjo el Humanismo. La presencia de lo «español» en los siglos XI, XII o incluso XIII o la omisión de que el árabe fue una lengua europea hasta el siglo XV revela múltiples equívocos: la confusión de los estados nacionales modernos con los de la Europa medieval, la supervivencia de prejuicios antisemitas que soslayan el papel que tuvieron musulmanes y judíos en la construcción de Occidente, la vaguedad intrínseca del propio concepto de Occidente, la negación del papel que le cupo a las sociedades «occidentales» en la destrucción y el exterminio de las poblaciones musulmanas y judías, la negación de que la traducción y el estudio de las lenguas semitas se utilizaron para la evangelización o conversión forzosa que llegó después (como ocurrió en América algunos siglos más tarde) de la derrota militar, el genocidio o el pillaje.

No es posible explicar con rapidez la complejidad de este largo periodo histórico ni documentar con un exhaustivo estudio de las fuentes las verdaderas características de las traducciones medievales del árabe: muchos originales se perdieron, las versiones están dispersas en bibliotecas de varios países, poco se sabe de los intérpretes, sus métodos y las lenguas que utilizaban. Sólo un equipo interdisciplinario e internacional de arabistas, hebraístas, latinistas, paleólogos y expertos en traducción podría revelar la peregrinación de textos escritos en Atenas, Alejandría o Samarcanda, que, después de atravesar un túnel de lenguas, están depositados en una biblioteca de París o Londres. Quizás debamos reconocer con la mayor modestia que un trabajo de esta magnitud es imposible de hacer, como lo demuestra la pragmática verificación de que no se ha hecho.

Nos queda, sin embargo, otro camino: ordenar las informaciones que se poseen y elaborar hipótesis sobre esos fragmentos. Aunque las traducciones medievales distan mucho, por la complejidad de sus procedimientos, de las que conoce el mundo contemporáneo, no es imposible aplicar en ellas un modelo moderno: para traducir se necesita un texto e intérpretes que conozcan las lenguas y las materias de los textos. Esta descripción bastante elemental elimina del análisis: mecenas o patrocinadores; juicios sobre el valor científico, filosófico o literario de las obras traducidas; discursos sobre la originalidad del original o sobre el efectivo, posible o dudoso conocimiento de lenguas de los intérpretes. Dado que estas versiones efectivamente se realizaron, lo que importa saber es qué se tradujo y quién lo hizo.


II

Las tierras de al-Andalus o de la Marca Hispánica tenían el atractivo desolador de lo que se desea y no se posee: esas traducciones antiguas hechas en Gondashepur, en Damasco o en Bagdad, en las que el sánscrito había pasado al persa, el griego al siríaco, y todas estas lenguas al árabe y en algún caso también al latín, como las precoces versiones que albergaron los monasterios de Gerona, Ripoll o Vic. La vastedad de la cultura musulmana, homogeneizada por una lengua común, abarcaba toda la sabiduría antigua y también, en ese momento, el saber contemporáneo. La expansión del islam había llevado los ejércitos árabes hasta los centros de las grandes culturas de la antigüedad: el Oriente índico y el Occidente helénico. Los musulmanes tradujeron las producciones de los pueblos sometidos, las divulgaron, las ampliaron. Y no sólo ellos: sirios, persas, afganos, indios islamizados, cristianos y judíos comenzaron a utilizar el árabe como lengua preferente, que en poco menos de un siglo pasó a convertirse (como antes el griego) en la lengua ecuménica de la alta cultura del Mediterráneo.

La peregrinación como deber religioso y una pasión por el saber, sobre todo en el periodo clásico de los abasís en Bagdad y los omeyas en Córdoba, produjeron intercambios fluidos y un movimiento constante de discípulos y maestros, como testimonia la literatura de viajes (rihla), género profusamente practicado en el mundo islámico. Los peregrinos, los viajeros, los comerciantes, los embajadores que se desplazaban por la ancha franja del sur de Europa, el norte de África o los confines de la India traían novedades, relatos orales, manuscritos y libros, como los que se acumularon en las bibliotecas de Abderramán III o Ibn Futays (Ribera: 1928, 194). En ellas, iluminadores y copistas (y algunas mujeres como Lubna y Fátima, secretarias de Al-Hakam II) reproducían, escribían o traducían nuevos volúmenes. Tras la destrucción del califato de Córdoba (1030), los reinos de Taifas reprodujeron el esplendor de esa tradición cultural. Refiere Millás Vallicrosa que en Sevilla era muy famosa la biblioteca real y muy visitado el mercado de libros. En Toledo, la familia reinante de los Banu Du-l-Nun saqueaba las bibliotecas particulares para aumentar los fondos bibliográficos reales, y uno de sus miembros, Al-Mamun —el amigo de Alfonso VI— fundó allí un brillante centro de estudios astronómicos donde se redactaron las después famosas Tablas Toledanas de Azarquiel, usadas durante toda la Edad Media. En Zaragoza, al-Muqtadir (1046-1081), uno de los miembros de la familia reinante, fue un consumado astrónomo, geómetra y filósofo; y en Badajoz, Muhammad al-Muzzafar (1067) redactó una enciclopedia de cincuenta volúmenes que comprendía todos las ramas del saber. Lo que se había conservado del mundo antiguo y los conocimientos más avanzados de ese momento de álgebra, trigonometría, astronomía, física, química, farmacopea, medicina, botánica, zoología, agricultura y filosofía estaban en tierras musulmanas. Y no eran de menor calidad las producciones literarias o los estudios lingüísticos. Gramáticos, poetas y narradores habían explorado con rigor y elegancia la lengua árabe en la que habían renacido la elegancia y profundidad que caracteriza a las formas clásicas y en la que, como rasgo más notable, se expresaba una subjetividad que tardaría muchos siglos en tener representación en las literaturas europeas.

Las lenguas vulgares no habían conocido todavía este esplendor ni se recordaba tampoco la grandeza del griego, completamente olvidado hasta el siglo XIV, ni del latín clásico, sólo conocido por una minoría de clérigos que muchas veces no estaba en condiciones de entender a autores paganos. Más aún, en la Europa occidental casi no hubo civilización alguna durante la edad oscura. Aquí y allá había grandes hombres, instituciones elevadas, obras hermosas y sabias, pero la masa del pueblo estaba desarmada lo mismo contra la naturaleza que contra sus opresores: los bárbaros que irrumpían, los criminales errabundos y los nobles dominantes. El mismo aspecto físico de Europa era terrible: un continente de ruinas y selvas, alguna ruda fortificación aquí y allá, aldeas miserables y caseríos diseminados, unidos por unos caminos espantosos, entre los cuales se extendían enormes zonas boscosas donde la tierra y sus habitantes eran tan salvajes como en el corazón del África (Highet: 1986, I, 27). Este panorama, que se mantuvo incólume hasta el siglo XII y permaneció muy tangible en grandes zonas muy avanzado el Renacimiento, contradice rotundamente la creencia de que Europa fuera la heredera natural de la cultura grecolatina. El azar o la clarividencia llevó a san Pablo (como razonó Spengler) a Corinto, Atenas y después a Roma, y esto convirtió en cierto modo a la Iglesia católica en la descendiente espiritual del Imperio romano (Highet, I, 26), cuya lengua —aunque simplificada o deformada— conservó para el culto. Y fue también la voluntad de recuperar y dejarse influir por el pasado clásico lo que determinó que la cultura grecolatina se convirtiera en la tradición europea por excelencia. No por ocupar un mismo espacio físico (los centros culturales del mundo antiguo también estaban en Asia Menor y el norte de África), sino por la decisión de conocer y sobre todo traducir ese pasado olvidado y legendario.

Las primeras y entonces precarias literaturas nacionales europeas empezaron en el año 1000 en el norte del Europa, mientras que en los países del Mediterráneo, todavía en los siglos XII y XIII, eran contemporáneas casi silenciosas de las comunidades que se expresaban en árabe.

(sigue mañana)

1 comentario:

  1. Marietta, gracias por dedicarme esta maravillosa entrega que nos regalaste a los lectores del blog. Me emocionó pensar que tuve antecesores que ejercieron la bella tarea de traducir, que contribuyeron a la difusión de la cultura y que supieron vivir en armonía integrándose al otro a través del conocimiento de los idiomas. No tengo palabras... gracias.

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