viernes, 30 de octubre de 2015

" Controlar el mercado del libro en lengua española mediante la industria editorial y la enseñanza internacional de la lengua "

“Glotopolítica. Definir el idioma argentino preocupó a Borges y a la lingüística local. Mientras, el Instituto Cervantes evalúa la “corrección” de lo hablado.” Así reza la bajada de este artículo, firmado por la novelista y traductora Mariana Dimópulos, publicado por la revista Ñ, el 11 de octubre pasado.

Apropiaciones de la lengua española

¿Qué hablan los argentinos? Su idioma tiene un nombre, el castellano, pero no es igual al que se usa en otros países. Al igual que en otros países, al menos desde el surgimiento de los estados-nación, su lengua ha sido objeto de especulaciones, de debates, de regulaciones. Hasta de sospecha de inexistencia. Así lo denunciaba Borges, por ejemplo, en un texto temprano: algunos creerán que el idioma de los argentinos es un embeleco, un engaño que de ninguna realidad es sostén. El no era uno de los incrédulos, por supuesto, y apelaba, además de a la ironía, al corazón y a la esperanza para remediarlo. Ante todo, a la esperanza de la lengua literaria –y argentina– que él mismo planeaba inventar.

Eso que Borges ejercía en una conferencia de 1927 hoy es estudiado por la lingüística y ha adquirido, hace poco, su denominación técnica: glotopolítica. Al menos desde la Revolución Francesa, ese medio no único pero fundamental de comunicación se había convertido en un objeto de gobierno y de planificaciones. Pero hace algunos años la lingüística puso su atención en que esa no era la única forma ni de operar sobre la lengua ni de hacer política sobre ella. Las instancias de lo político eran múltiples, e iban de lo más normativo hasta lo más inofensivo al parecer: las ideas de los propios hablantes. En el caso del castellano, desde la tarea directiva, por ejemplo, de la Real Academia Española, hasta la convicción, casi cien años después de la proclama de Borges, de que aunque no se dude de la existencia del idioma de los argentinos, sí se lo condene. Porque puestos ante la pregunta ya no del qué hablan, sino de cómo lo hacen, la mayoría de ellos responderá: hablamos mal.

La primera apropiación de la lengua para cada hablante no tiene lugar en la casa, sino en la escuela, si es que por apropiación entendemos ser conscientes de nuestro instrumento, aprender a escribirlo y a conocerlo. Pero la escuela no está exenta de los tironeos de los diversos actores que, estudiados por la glotopolítica, afectan, condicionan y definen el idioma. Antes, su vehículo era la palabra del maestro y su figura de autoridad. Pero tal como lo muestra María López García en Nosotros, vosotros, ellos (Miño y Dávila), hoy esa figura ha quedado desplazada por los manuales escolares y su protagonismo. Y lo que nos enseñan, de ahí el notable descubrimiento del libro, es que nuestra lengua, el idioma de los argentinos, se define en los bordes y en la excepción. El voseo, por ejemplo, es presentado como un rasgo “exclusivo y apartado de las formas normales”.

Nada se dice de nuestro sistema de posesivos ni de nuestros modos de enfatizar (un rioplatense dirá “detrás mío” y dirá “está re-bueno”). El “vosotros” sigue consignado en todas las tablas, aunque lo utilice sólo el diez por ciento de los hablantes mundiales del español. Se crece en una lengua que es propia a medias, formalizada en una mezcla de directivas confusas y convivencia de paradigmas. El resultado no alienta a seguir estos pasos: “un hablante inseguro de su lengua y del uso que hace de ella”.

Oído en los arrabales
Si a principios del siglo XX en Buenos Aires el debate se daba entre la lengua del arrabal y un purismo lingüístico basado en una falsa imitación de la dicción de España, hoy la glotopolítica –que acaba de celebrar su primer Congreso Americano– indica que los actores han cambiado. Con la transformación de España y el enorme desarrollo literario de América latina a lo largo del siglo, las instituciones clásicas de normativa se vieron obligadas a renovarse. La Real Academia Española ha dejado de fijar, limpiar y dar esplendor –como decía su blasón– a una lengua que se le escapa y se expande. El giro de la estrategia responde a un principio de realidad y a una necesidad económica, la de controlar el mercado del libro en lengua española mediante la industria editorial por un lado, y mediante la enseñanza internacional de la lengua por el otro, a través del Instituto Cervantes. El gobierno y las instituciones españolas depusieron las armas de la regla y levantaron las de la concordia: el castellano es ahora entendido como una “lengua de encuentro”, y este encuentro debe ser, ante todo, para ellos rentable.

La norma, entonces, queda velada en la cordialidad de lo vendible y lleva, cuando abandona el sello de la Península, el de la neutralidad. Desde la televisión hasta la literatura traducida en América, el “neutro” se ha vuelto preocupación de todo aquel que ponga en circulación contenidos en castellano. Es una nueva inquietud que ha adquirido el debate; nuestro borde ya no es ni el castizo ni el arrabal. Lo que nos amenaza es la neutralidad, que encarna una nueva discusión entre la lengua nacional, como identitaria, y el castellano como ilusión del intercambio irrestricto entre quienes lo hablen. El neutro resulta una forma –buena y mala– de globalizarnos. “La necesidad de homogeneizar es funcional al desempeño activo del mercado en la regulación de los medios de comunicación”, entiende López García. Pero también hay, detrás de la entelequia de un castellano neutro, la expresión de un miedo de los hablantes a quedar –la pesadilla del mundo de hoy– perorando a solas.

La historia de la lengua enseña que todos los idiomas tienden a la dialectización absoluta; es decir, que las fronteras naturales y políticas harán, tarde o temprano, que los que hablaban la misma lengua acaben a lo largo de los siglos por hacerlo en idiomas distintos. En el mientras tanto del castellano, usado en un vastísimo territorio por casi quinientos millones de personas, conviven el deseo clásico de la identidad como lengua de un estado-nación, en tanto espejo de los ciudadanos, y la voluntad de comunicación transnacional. Pero esta voluntad entraña, como muestra López García en el caso particular de los argentinos, la denegación de nuestra propia variante en su versión más triste: la de su desconocimiento. La glotopolítica ha enseñado que no toda la norma es la que se enuncia como tal; el poder simbólico de un agente de la lengua, aunque no se anuncie como regla, la estará estableciendo. Y en caso de ausencia de regulación del Estado, esa norma será impuesta por la industria editorial, por los medios, por la escuela a través del dominio del manual escolar.

Variedad rioplatense; habla coloquial
Este cambio está afectando también a los saberes lingüísticos. La antigua diferencia entre lengua (como ideal) y habla (como realidad cotidiana) que había instaurado el padre de la disciplina, el suizo Saussure, está en duda. El peso va cayendo hacia el habla, hacia el estudio del uso efectivo de una lengua en un territorio dado. Es decir, la descripción tiende a hacerse normativa. De ahí que Nosotros, vosotros, ellos cierre con una reparación: la tentativa de describir para la escuela –para ese maestro inseguro que confunde variedad rioplatense con habla coloquial– eso que es el idioma de una buena parte de los argentinos.

En su proclama de 1927, Borges mencionaba el léxico, la cadencia y la afectividad de la frase como características particulares de nuestra lengua. No mencionaba el voseo. Su literatura inventó una elegancia que, vista con atención, se propuso minimizarlo. Una lengua propia pero a medias. Que fuese una proclama da razón a las de hoy: la lengua es una disputa de muchos actores, que van de la maestra al poeta, pero no se resuelve con una fórmula. Lo propio está tan amenazado como atravesado y enriquecido por lo ajeno, y nada se dirime de una vez y para siempre. Pero esto no puede ocurrir a oscuras, esto hay que hacerlo visible.


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