viernes, 31 de julio de 2015

Una antología de metidas de pata

“A lo largo de la historia, los errores de traducción han creado conflictos diplomáticos y malentendidos que han durado siglos. Estos son los más relevantes.” Así dice la bajada, algo exagerada por cierto, del artículo anónimo publicado en El Confidencial, de España, el 11 de marzo de este año.


Los siete errores de traducción que cambiaron la historia

Cuando lees la traducción al inglés de los menús de raciones de los bares españoles no puedes más que soltar una carcajada. La tortilla de bonito se convierte en beautiful omelet, el pincho moruno en I puncture morish y el choco a la plancha se convierte en I collide to the iron.

Internet está repleto de chanzas sobre traducciones infames realizadas por gente que cree que Google Translator es igual de eficaz que C3PO, pero la cosa no tiene tanta gracia cuando están en juego asuntos serios.

Parece mentira que en un mundo globalizado, y en un territorio como la Unión Europea, se sigan cometiendo errores de traducción en cuestiones diplomáticas. Pero ocurre. En noviembre de 2013 toda la prensa española (dejándose llevar por las agencias) aseguró que un portavoz de la Comisión Europea había tildado de “basura” un anuncio del ministro Wert. En realidad, el portavoz de Educación, Dennis Abbot, había utilizado la palabra rubbish, que sí, puede significar “basura”, pero en ese contexto la traducción correcta habría sido “sandeces” o “disparates”. Y no es lo mismo, como se empeñó en corregir Abbot (sin mucho éxito).

Este error de traducción –por otro lado, muy conveniente para la prensa– no supera la categoría de anécdota, pero ¿qué habría ocurrido con una malinterpretación de este tipo en un contexto de guerra? ¿Qué sucede cuando se da por buena una mala traducción y todo el mundo cree que es cierta? Estos son siete de los errores de traducción más graves de la historia.

1. Los cuernos de Moisés
Durante el gótico tardío, y hasta bien entrado el renacimiento, los artistas cristianos dibujaron y esculpieron a Moisés con dos cuernos en la cabeza. Y todo debido a un error del que, paradójicamente, está considerado el patrón de los traductores: San Jerónimo.

Su traducción al latín de las versiones en griego y hebreo de la Bibliala Vulgata– ha sido el texto oficial de la iglesia católica durante milenio y medio (entre 382 y 1979), pero contenía un curioso error. La expresión hebrea keren or, que se refiere al estado resplandeciente del rostro de Moisés, fue traducida equivocadamente como “cuernos”. No tenía sentido pero ¿quién va a dudar de un texto sagrado?

2. La amenaza de Khruschev
En 1956, con la Guerra Fría en pleno apogeo, el líder soviético Nikita Khrushchev pronunció un discurso en la embajada polaca de Moscú, durante un banquete en el que estaban presentes numerosos embajadores occidentales. Los asistentes se quedaron de piedra cuando el líder comunista dijo: “Os guste o no, la historia está de nuestro lado. ¡Os enterraremos!”

En plena carrera armamentística la prensa occidental interpretó sus palabras como una amenaza directa, pero los soviéticos se apresuraron a explicar que todo había sido un malentendido. La frase de Khrushchev se había sacado de contexto.

En realidad, se trataba de una referencia al Manifiesto Comunista en el que Max asegura que la burguesía produce sus propios enterradores. La traducción correcta de su discurso –que no siempre debe ser literal– debería haber sido algo así como “os guste o no, la historia está de nuestro lado. Viviremos para ver como os entierran”. No es que sea la frase más amigable del mundo, pero se trataba de una proclama ideológica, no de una amenaza.

3. El sueño húmedo de Jimmy Carter
Cuando el presidente estadounidense Jimmy Carter viajó a Polonia, en 1977, el Departamento de Estado contrató a un intérprete ruso que sabía polaco, pero que nunca había traducido profesionalmente ese lenguaje.

En aquella época, Polonia seguía estando bajo la órbita comunista, y Carter trató de ganarse al pueblo con un discurso amigable. Pero al traductor le pudo el entusiasmo. Carter comenzó diciendo, “salí de los Estados Unidos esta mañana”, y el traductor dijo “he dejado Estados Unidos para no volver nunca”. Cuando el presidente dijo “he venido para conocer vuestras opiniones y entender vuestros deseos de futuro”, el traductor dio a entender que Carter deseaba sexualmente a los polacos. Incluso una inocente frase sobre lo feliz que le hacía estar en Polonia se convirtió en “estar feliz de ver las partes privadas de Polonia”. Fue un desastre.

La delegación contrató apresuradamente a otro traductor. Este sabía bien polaco, pero no inglés, así que volvió a hacerlo mal, pero no fue gracioso, simplemente era incapaz de traducir. 

4. Los canales de Marte
En 1877 el astrónomo italiano Giovanni Schiaparelli realizó una de las primeras descripciones de la superficie de Marte. El director del observatorio de Brera, en Milán, creyó ver antiguos “mares” y “continentes” en la superficie marciana, pero también “canales”.

En 1908, el astrónomo norteamericano Percival Lowell revisó el trabajo de Schiaparelli y llegó a la conclusión de que los canales habían sido construidos por seres inteligentes para llevar el agua, que escaseaba en la superficie marciana, desde los casquetes polares hasta las regiones desérticas. Esta afirmación desató la locura por los marcianos, pese a que provenía, claramente, de un error de traducción.

Schiaparelli nunca pensó que los canales de Marte fueran construcciones. En realidad el había empleado la palabra italiana canali que se refiere a una estructura totalmente natural como las gargantas o los cañones.

5. La palabra que hizo estallar la bomba atómica
El 26 de julio de 1945 las potencias aliadas durante la II Guerra Mundial publicaron la declaración de Potsdam, que trataba los términos de la rendición del imperio japonés y aseguraba que, si no se entregaba, se enfrentaría a una “pronta y total destrucción”.

La declaración era un ultimátum en toda regla. El primer ministro japonés, Kantaro Suzuki, convocó una rueda de prensa y dijo el equivalente a “Sin comentarios. Seguimos pensándolo”. El problema es que eso no es lo que entendieron los aliados. Suzuki cometió el error de usar la palabra mokusatsuque puede significar “sin comentarios” pero también “lo ignoramos y lo despreciamos”. Sólo 10 días después de la conferencia de prensa el presidente Truman reveló al mundo lo que significaba “pronta y total destrucción”. Nunca sabremos si una traducción correcta habría cambiado en algo las cosas.  

6. El tratado de Waitangi
En ocasiones los errores de traducción son inintencionados, en otras responden a los intereses de quienes pretenden cambiar el significado real de algo. En este último grupo se encuadra el Tratado de Waitangi, que firmaron los maoríes de Nueva Zelanda en 1840 y supuso, de facto, la transformación de la isla en una colonia británica.

Británicos y maoríes firmaron dos versiones del tratado, una en inglés y otra en maorí. Ambas copias son parecidas, excepto en lo que realmente importaba. La versión maorí dice que los nativos aceptan la permanencia de los británicos a costa de la protección permanente por parte de la corona. La versión británica dice que los maoríes se someten a la corona a cambio de la protección británica. ¿Truco o trato?

7. La palabra que costó 71 millones de dólares (y una vida)
En 1978, Willie Ramirez fue ingresado en un hospital de Florida. El paciente se encontraba muy grave, pero su familia tenía dificultades para explicar lo que le ocurría porque no sabía hablar inglés. Le dijeron a los médicos que creían que Ramirez sufría una intoxicación alimentaria, pero el personal –supuestamente bilingüe– del hospital tradujo “intoxicado” por intoxicated, que en inglés se usa tan sólo para personas que se han drogado o han tomado demasiado alcohol.

Aunque los familiares de Ramirez pensaban que éste sufría una gastroenteritis en realidad tenía una hemorragia intracerebral. Pero los doctores, al creer que el paciente estaba sufriendo una sobredosis, erraron por completo en el tratamiento. Debido a esta negligencia Ramirez se quedó tetrapléjico y el hospital tuvo que pagar una indemnización de 71 millones de dólares. 


jueves, 30 de julio de 2015

"El DRAE, un diccionario malo e incompleto"

Andrés Hoyos es el director de El malpensante, una de las principales revistas culturales colombianas. La bajada de su columna del 28 de julio pasado, publicada en el diario El Espectador, de Colombia, dice: “No existe un diccionario internacional del español, pese a que el idioma lo pide a gritos”.

Pandebono

Una notable particularidad de nuestra lengua, entre las habladas por muchos millones de personas, es que no tiene un país predominante, como lo hay en inglés (Estados Unidos) y mandarín (China). México alberga la mayor comunidad hispanohablante, con algo más del 20%, seguido en su orden por Colombia, Argentina y España (este cuarto puesto depende de que una proporción importante de catalanes, gallegos y vascos no consideran al español su lengua materna). El francés tiene una dispersión considerable, aunque nunca tan marcada como la del español.

En vez de un diccionario internacional, tenemos el DRAE, o sea el Diccionario de la Real Academia Española, para cuyos redactores existen palabras de primera, segunda y tercera categoría. Aparte del sedimento colonial implícito en la supuesta primacía del idioma peninsular sobre las vertientes americanas, el DRAE es sobre todo un diccionario malo e incompleto. Su mejor edición fue la primera, que terminó de imprimirse en 1739. Se llamaba entonces el Diccionario de autoridades, pues se basaba en citas (autoridades), recurso que fue abandonado en la segunda edición de 1780. A partir de ese momento el DRAE se volvió un diccionario normativo antes que descriptivo.

Pongamos un ejemplo perteneciente a la tercera categoría: el colombianísimo pandebono. La palabra aparece ya en María (1867) de Jorge Isaacs, (“durante la comida tuve ocasión de admirar entre otras cosas, la habilidad de Salomé y mi comadre para asar pintones y quesillos, freír buñuelos, hacer pandebono y dar temple a la jalea”), pero el DRAE no se ha dignado incluirla y mucho menos establecer su origen. Aunque carezco de credenciales como etimólogo y no he realizado las comprobaciones necesarias, encuentro la siguiente cita en una carta del general Santander, escrita en 1825: “...estoy seguro de no morir ahorcado por ellos, y que no estén pensando que la lima es pan de horno como dicen en la tierra”. ¿Es pandebono una deformación de pan de horno? Les dejo el trompo a los lexicógrafos para que lo bailen, con la aclaración de que son miles las palabras en español, sobre todo americanas, de origen desconocido. ¿De dónde vienen los colombianismos atarván (es más antiguo con v), cachaco, cumbia, mogolla y pilatuna? Lo ignoro. ¿Y el muy mexicano mariachi? Tampoco se sabe bien.

Los lexicógrafos, pensaría uno, están en el mundo para explicar con rigor estos orígenes y para analizar las connotaciones de muchos sinónimos, entre otras tareas. Su función no es jerarquizar usos, hacer de árbitros de las elegancias o atajar extranjerismos. El uso, y no un sanedrín de supuestos sabios, es la piedra de toque que sirve para calibrar cualquier norma lingüística.

Quienes me conocen saben que llevo años dando lora con este tema. Lo que ignoraba es que existe un proyecto en curso para dotarnos del diccionario internacional que tanta falta hace. Lo lidera Raúl Ávila, veterano lingüista investigador del Colegio de México, país que tiene una estupenda tradición de filólogos independientes, como Antonio Alatorre, reacios a acatar los ukases de la RAE. En el VALIDE (así bautizaron al diccionario en proceso) participan 26 universidades de 20 países. Las colombianas son la Nacional y la Tecnológica de Pereira. Al parecer el libro sale en noviembre de este año. Desde ya pido que me reserven un par de copias.


miércoles, 29 de julio de 2015

¡Claro! Si usted aparecer es más fácil.

La siguiente columna de María José Furió salió en El Trujamán, del 26 de julio pasado.

Pero, ¿se puede saber qué está diciendo?

Cuando vemos una película o serie de televisión en versión original con subtítulos, o asistimos a una conferencia con intérprete, o cuando leemos un libro en edición bilingüe, por poco que la versión original sea de un idioma con el que estemos familiarizados, los traductores tendemos a comparar la traducción con la que vamos componiendo mentalmente. Nos «hiere» más el error cuando se parte de idiomas occidentales con millones de hablantes y aparece en películas o documentos destinados a un público amplio. En definitiva, cuando esperamos un tratamiento profesional y sabemos que abundan los traductores expertos.

El traductor que yerra calamitosamente puede cubrirse la espalda de mil maneras —y a estas alturas todos conocemos mil excusas improbables—. En una película de espías pasmosamente aburrida de tópica trama internacional, en cierto momento el Servicio de Inteligencia británico recurre a un intérprete para traducir las palabras de los villanos rusos, que tienen retenida a la «chica» en un salón de un palazzo veneciano delante de una caja fuerte por abrir. Son las tantas de la noche cuando el intérprete italiano llega, despeinado y con la lengua fuera, al vaporetto donde los británicos tienen instalada su central de control. Aunque todas las pantallas repiten la misma escena: los elegantones mastodontes rusos apuntan con sus armas a la bella espía mientras ladran sus amenazas señalando con sus mandíbulas a la puerta cerrada de la caja fuerte, y el intérprete pregunta: «¿Me podrían dar algo de contexto?». No sé si su guionista tiene amigos o enemigos traductores, pero yo salvaría la película solo por ese chiste.

Ningún traductor mínimamente informado echa en falta el «contexto» en el cine francés de los sesenta. ¿Cómo se explica entonces el surrealista subtitulado de una película emblemática de la nouvelle vague, Cléo de 5 à 7 (1962), de Agnès Varda, que circula por videotecas y bibliotecas? En 2015, el Festival de Cannes le concede la Palma de Oro honorífica, situando su filmografía de nuevo en primera línea de interés. Varda narra dos horas en la vida de una famosa cantante que espera los resultados de unos análisis clínicos con un temido pronóstico de cáncer luego de consultar a una tarotista. La directora presenta los ambientes de un París espléndido en el primer día de verano y a la nueva generación que ella misma representa, en el despertar a un futuro que deja atrás las sombras de la posguerra pero encara el sinsentido de la guerra de Argelia. La protagonista, Corinne Marchand, y sus compañeros de reparto hablan —como buenos franceses— por los codos, pero los subtítulos no reproducen fielmente ni sus palabras ni su intención. La culpa no es aquí de ningún traductor automático sino de una versión que inventa un español imposible a partir ¡del portugués y del italiano!

Les cartes parlent si la consultante sort queda en «las cartas hablan mejor si usted aparecer».

Alors, ça ne va pas, ma petite dame? se traduce como «¿Qué acontece con ella?».

Faites-moi un petit sourire [vamos, una sonrisita] queda en «nos de un sorriso».

Las omisiones son significativas —aunque sepamos que el subtitulado debe adecuarse a la velocidad de lectura del espectador medio—, ya que pasan por alto el tono y los comentarios con que los diferentes personajes intentan rebajar las reacciones melodramáticas de la protagonista. A veces se omite información significativa o los guiños que un espectador español puede entender perfectamente, como cuando la madura asistente de la cantante conversa con el dueño del bar sobre la llantina de la joven. La mujer explica Je suis corse [soy corsa] antes de contar una historieta ejemplar sobre los azares de la salud, para sugerir que su origen la predispone a ser más firme y menos emotiva que Cléo.

La única explicación plausible es que en este subtitulado, obra de un extranjero, no se atiene a las reglas de concisión y adaptación para la lectura en pantalla sino que trataron de solventar el trámite de traducción porque se contrató para su distribución en un área lingüística determinada.

martes, 28 de julio de 2015

Reflexiones sobre el mundo editorial (II)

Segunda parte del artículo de José Antonio Millán, originalmente publicado en la revista Letras Libres, donde se propone una pormenorizada reflexión sobre el mundo editorial hispanoamericano y sus muchos vaivenes.



Separados por un mismo idioma: el mercado del libro en español (II)

La situación actual
La situación actual comparte algunos de los rasgos que hemos analizado anteriormente. Por un lado, cada país americano tiene un mercado editorial local, poco comunicado con los otros mercados de su continente. El especialista español Manuel Gil declara, con palabras que son un eco de las que resonaban hace un siglo: “A pesar de una cierta proximidad geográfica entre países, no existen redes de comercialización intra América, lo que significa que es más difícil conseguir un libro de Colombia en Argentina que de España.”37

Por otra parte, los libros americanos siguen llegando mal a la Península.38 Hay incluso premios latinoamericanos con el nombre de la editorial española que los convoca –el Planeta– que jamás ven la luz en España. El que fue presidente de ese grupo, José Manuel Lara, asumió “la culpa de que en España no tengan éxito más autores hispanoamericanos y viceversa” debido a que “no hemos potenciado lo suficiente la figura de los editores locales de allí [de América]”.39

Por último (y esta es la variación más notable con respecto al periodo con cuyo análisis comenzamos), los libros españoles han inundado América y, como no ocurre lo contrario, surge lo que la investigadora mexicana Elena Enríquez Fuentes llama disonancia en la reciprocidad: “América Latina le compra a España cincuenta veces más de lo que ella adquiere en el conjunto de los países latinoamericanos.”40
La afirmación anterior está basada en datos de 2006 y 2007, pero la situación no ha cambiado mucho. Las siguientes son cifras recientes del Centro Regional para el Fomento del Libro en América Latina y el Caribe (cerlalc): mientras que el 23% de los libros que importan los países latinoamericanos (incluyendo Brasil) provienen de la misma América y el 77% de otros continentes, apenas un 2% de los libros importados en España procede de países americanos.41

La edición americana está muy marcada por lo que sucede en España: en 2006 una cuarta parte de los libros editados en América eran de autores españoles,42 mientras que los escritores americanos editados en la Península quizás no lleguen al 3%. En países con limitada potencia editorial la mayoría de los libros más vendidos son editados por sucursales locales de editoriales españolas. Por ejemplo: en la primera mitad de 2014 el 90% de los libros más vendidos de Chile se encontraba en esa situación.

La razón es que las más importantes editoriales españolas están presentes en muchos países americanos, pero su papel fundamental ha sido vender en ellos libros españoles, y rara vez a la inversa. En 2010, 37 empresas editoriales españolas contaban con filiales en el exterior, hasta totalizar 196. De ellas, 156, casi un 80%, estaban en Iberoamérica.43

El apogeo de la industria editorial española en América se ve como un elemento clave de la llamada “Marca España”, y las retóricas que en la actualidad sostienen esta situación no varían mucho con respecto a las que se usaban en el pasado. Se festeja que se haya llegado a los quinientos millones de hispanohablantes (olvidando las cautas palabras de Nicolás Urgoiti), y el argumento de Blanco Fombona lo puede repetir el ministro español de Educación, Cultura y Deporte, cuando aboga por crear un “mercado común cultural del idioma español”: “El consumo de productos británicos y americanos por ingleses y norteamericanos es prácticamente indistinto, nosotros todavía no estamos así de cerca.”44 (Incluso la alerta de Julián Urgoiti en 1929 acerca de la inundación del mercado americano con libros españoles no deseados sigue teniendo especial validez.)

La irrupción de internet
Con la llegada de internet y el libro electrónico, la metáfora de Capdevila en los años veinte ha cobrado realidad: podían existir “centrales telefónicas” por las que circularan los libros, de pronto incorpóreos. Y, todavía peor, podría ocurrir que “un extranjero invasor” gobernara “todas las corrientes editoriales del mundo hispánico”.
Con los libros digitales vuelven a plantearse las mismas cuestiones que afloraron con los de papel. ¿Se puede crear un auténtico mercado común digital de libros en español procedentes de todos los países hispanohablantes y al alcance de cualquier lector?
En estos momentos Latinoamérica no puede acceder a las principales librerías digitales españolas, aunque sí puede hacerlo a Amazon.com (no a la sucursal española)45 y México tiene Amazon.com.mx. Las bases de datos de libros latinoamericanos a la venta –elemento clave para el comercio– acaban alimentando paradójicamente a Amazon, que ya tiene setenta mil referencias de libros latinoamericanos.46

Desde los dispositivos de Apple se puede comprar ebooksen todos los países hispanoamericanos. Y eso también es posible a través de Google Play Books. Y América es un buen mercado: para algunas editoriales, los consumos digitales en el continente están siendo tan importantes como los españoles.47

Amazon, Google, Apple... ¿La circulación de los libros españoles acabará pasando por el meridiano de Seattle? Queda un último e importante punto: la visibilidad de las obras. Los libros en papel se servían, para llegar a los lectores, de las librerías, los suplementos culturales de los diarios y las revistas, pero los libros digitales se pierden en la misma nube en la que metafóricamente están alojados. Y cuanto más concentrado está el mercado de libros por línea (que lo está, y lo va a estar más) menor es la posibilidad de hacer visibles las obras.

En teoría nada impide que libreros o suplementos o revistas o blogs especializados asuman este papel de guía, pero no está ocurriendo así. ¿Surgirán nuevos procedimientos de recomendación, basados en los preexistentes, o radicalmente nuevos, que puedan orientar a los lectores hispanohablantes del futuro en la selva nutrida de los libros en su lengua? Todos, de una y otra orilla, deberíamos luchar porque eso ocurra.

Coda: un Quijote bruselense
La situación en que una brillante producción intelectual en lengua española es explotada por editores extranjeros ya la hemos vivido, en los siglos XVI y XVII, cuando editores de diversas ciudades europeas imprimían en español libros que luego exportaban a España, y en latín obras de autores españoles para el comercio europeo. En 1607, solo dos años después de la publicación de la primera parte del Quijote, ya aparecía impresa en Bruselas, y por cierto, por primera vez ilustrada, una edición en español de la obra.

En el fondo (podríamos pensar) poco importa quiénes dominen el comercio editorial –físico o digital– de los países hispanohablantes, siempre y cuando presten un buen servicio a sus ciudadanos. Pero en la actualidad ya tenemos suficientes indicios del tipo de sesgos y censuras que pueden ejercer los grandes operadores. Todo monopolio es perjudicial: para los lectores que buscan libros y para los editores que deben depender de él.

Seguirá habiendo libros en papel, pero estos permanecerán confinados a los límites locales, a menos que sean suministrados por el operador más poderoso. Pero mientras tanto ¿es posible que aparezca un auténtico mercado común digital del libro en español, y que pueda estar en nuestras manos? Tal vez sea demasiado tarde para ello, y solo nos quede la oportunidad de ocupar nuevos nichos: por ejemplo, una alianza digital de los editores independientes de un lado y otro del Atlántico.

En este mundo globalizado se han desdibujado notablemente los límites entre las naciones; las empresas son multinacionales o transnacionales, y surgen nuevos actores. Puede que los más estratégicos sean compañías de telefonía y operadores de internet en vez de distribuidores o transportistas. Pero la gestión de los intereses culturales que articulan los libros debería seguir estando en manos de los países hispanohablantes... o eso queremos creer. ~


Agradezco su ayuda a Edgardo Dobry, Nora Catelli, Manuel Gil, Julieta Lionetti, Luis Íñigo Madrigal, Paz Vásquez y Pura Fernández.
En la edición en línea pueden consultarse
las referencias digitales de los textos
que cita el autor.


Notas:
37 “Como motos”, en el blog antinomiaslibro.wordpress.com, 13 de octubre del 2014.
38 La única librería americana presente en España es la mexicana Fondo de Cultura Económica.
39 Fernando Díaz de Quijano, “Lara: ‘No me sale rentable que el Planeta lo gane un autor consagrado’”, El Cultural, 14 de octubre del 2013: 
40 Elena Enríquez Fuentes, El comercio de libros entre España y América Latina: disonancia en la reciprocidad, Alianza Internacional de Editores Independientes, diciembre del 2008, p. 16.
43 Observatorio de la Lectura y el Libro, El sector del libro en España 2012-2014, Secretaria de Estado de Cultura, 2014, p. 48.
45 Julieta Lionetti, “Resaca ebook. Un cuento de Navidad”, en Libros en la nube, 28 de diciembre del 2013.
46 Fernando Zapata, entrevistado por Camila Moraes, “Internet pode revolucionar distribuição de livros na América Latina, diz diretor do Cerlalc”, en Opera Mundi, 11 de febrero del 2014 (traducción mía).
47 “Este año México ha vendido tantas descargas como España”: Pilar Reyes, de Alfaguara, en “El libro, entre la Red y la cuerda floja”, Javier Rodríguez Marcos, El País, 12 de octubre del 2013.




lunes, 27 de julio de 2015

Reflexiones sobre el mundo editorial (I)

El siguiente artículo del español José Antonio Millán fue publicado en el número de junio pasado de la revista Letras Libres. Su bajada señala: “La industria editorial hispanoamericana ha sido incapaz de crear un modelo de circulación donde los libros lleguen por igual a todos los países. Esta es la historia de cómo América y España han fracasado en su intento por tener un mercado común y cómo Internet podría abrir una nueva oportunidad.” Por sus dimensiones, se ofrece aquí en dos partes.

Separados por un mismo idioma:
el mercado del libro en español (I)

Un Quijote parisino
Borges rememora su primera lectura del Quijote en español: “Todavía recuerdo aquellos volúmenes rojos con letras estampadas en oro de la edición Garnier.”1 Pero ¿por qué la edición que usaba era parisina? ¿Por qué el Quijote que circulaba entonces por América –al fin y al cabo una obra libre de derechos– no estaba editada en España, ni en Argentina, ni en México?

A finales del siglo XIX y principios del XX, el mercado latinoamericano del libro en español estaba dominado por editores estadounidenses, franceses y alemanes que habían ocupado el lugar de las editoriales españolas desaparecidas con la Independencia. La casa editorial Garnier tenía ya en 1861 un catálogo de quinientos cuarenta títulos en castellano (obras originales más traducciones), que llegarían a 1,172 en 1914.2 No era el único caso: también llegaban a América libros en español desde Alemania y Estados Unidos. En España la competencia económica se revistió pronto de retórica nacionalista, y abundaron las llamadas a combatir la “codicia extranjera del libro español en los mercados de nuestra raza y lengua”.3

Cuando la Primera Guerra Mundial cortó la actividad de las casas europeas, y en gran medida de las norteamericanas, se abrió una oportunidad para que editores de otros lugares ocuparan el vacío creado por la contienda.

Tres problemas se abrían ante este mercado, al menos teóricamente: cómo difundir en España los libros americanos, cómo difundir en América los libros españoles y cómo hacer circular entre las nuevas repúblicas las obras editadas en ellas.

De España a América
La problemática había surgido incluso antes de que la Gran Guerra creara la ventana de oportunidad.4 En el ivCentenario del Descubrimiento de América (1892) se celebró el Congreso Literario Hispanoamericano.5 Se proponía estudiar los “medios prácticos conducentes al desarrollo y progreso del comercio de libros españoles en América y libros americanos en España”,6 pero, organizado por Madrid, su preocupación principal fue sobre todo la primera parte. La industria editorial española necesitaba “los mercados extranjeros por no bastarles el estrecho círculo de los nacionales”, como señaló el diplomático y escritor español José Alcalá Galiano.7 Pero no bastaba con enviar los libros españoles a América: “Cuántas veces ven apolillarse una edición enviada allende mares y tierras por falta de manos que la muevan, y le den la fuerza de rotación, la circulación, que es la vida del libro, la avaloren con la llamativa trompa del anuncio, sirviendo al fin los preciosos volúmenes de sabroso banquete a los ratones.”8

En el mismo Congreso, el escritor español Rafael Gutiérrez Jiménez, hablando por el Gremio de Editores, propuso la creación de una “Empresa Nacional de Propaganda de las Letras Hispano-Americanas” que reuniera una “colección de datos” e imprimiera una “gigantesca colección de fajas o direcciones” para publicitar directamente las novedades bibliográficas.9 Pero esta labor de difusión “no ha de tener jamás un carácter egoístamente peninsular, sino marcadamente favorable a los intereses literarios de América”.10 Es decir: una acción primordialmente de España hacia América se presentaba como favorable a todos los países hispanohablantes.

En 1921 el pedagogo y escritor español Rafael Altamira alerta: “La difusión y venta de nuestro libro en los países de habla castellana [...] reposa sobre dos condiciones fundamentales: que llegue a todos los sitios donde puede haber un comprador, la noticia, y si es posible, un ejemplar, de todo libro nuevo, y que se acreciente el prestigio de nuestra producción intelectual.”11 A los recursos comerciales habituales de información y propaganda se añade ahora un intangible: el “prestigio”.

Dada la distancia existente entre la antigua metrópoli y las nuevas repúblicas, el primer objetivo era facilitar la circulación de obras. Como señaló el historiador David Vincent, la mayor revolución del siglo pasado en la transmisión de mercancías culturales provino de la creación del servicio postal.12 Así, se propició la firma del Convenio Postal Hispano-Americano el 13 de noviembre de 1920, que establecía tarifas muy convenientes desde la Península a América para el envío de paquetes (mejores que los grandes fletes para suministrar obras a las librerías). Por otra parte, los países americanos crearon en 1921 la Unión Postal Panamericana, a la que también se adhirió España.13 El objetivo era claro, en palabras del escritor y activista político venezolano Rufino Blanco Fombona:14 “Llegará un día, lejano aún, en que la situación de España con respecto a nosotros y en punto a libros sea igual a la de Inglaterra con respecto a Estados Unidos. En Estados Unidos se publican más libros y más revistas que en Inglaterra; sin embargo, el libro inglés sigue vendiéndose, cuando es bueno, en la América sajona.”

De América a España
En 1898 Rubén Darío recibe el encargo del diario bonaerense La Nación de enviar crónicas desde España. En julio del año siguiente publica un artículo describiendo la situación en una de las mejores librerías de Madrid: en ella “es un mirlo blanco un libro portugués. De libros americanos, no hablemos”.15

Ya en 1892, en el citado Congreso Literario, Rafael Gutiérrez Jiménez había afirmado: “Mientras que en nuestras principales librerías difícilmente se encuentran ejemplares de las producciones de los más ilustres literatos de América, en Alemania, por ejemplo, abundan por centenares los títulos de aquellas obras en los catálogos de su librería universal. Tener que pedir a Leipzig los libros que salen de las prensas de México, Lima, Santiago, o Buenos Aires, es cosa denigrante para nuestro comercio de libros.”16
Tres décadas después Blanco Fombona, que en la posguerra había fundado en la Península la editorial América, analizó la ausencia de libros americanos en España en estos términos:

“Para vender libros es necesario que entre el autor y el público existan simpatías de orden psicológico. Estas simpatías me parece que pueden existir entre un pueblo de tal o cual idioma y autores de lengua diferente; y que pueden no existir entre autores y pueblos de la misma lengua [...]

“En este sentido creo, y lo expongo con lealtad, que toda aquella producción intelectual española que tiende a continuar la tradición de la España negra –de la peor España: católica, monárquica, académica– está llamada a ir mermando cada vez más su influencia y su negocio en los países hispánicos del Nuevo Mundo. Porque la escisión entre ese espíritu y el espíritu de América es evidente; y la comunidad de lengua no sirve sino para demostrarlo mejor”.17

Las palabras de Blanco Fombona se hacen aún más duras cuando compara el trato que reciben los libros editados en ambos lados del Atlántico:
“Se creía y se cree, se decía y se dice, que allí [en América] no existe nada que valga. Y yo respondo que el editor español, por lo general, carece de sentido de adivinación; y, a veces, de sentido común. Y el librero español en América –inmigrante ignaro o patriotero vulgar– es peor aún. Para él un libro de Montalvo, o de Martí, o de Sarmiento, o de Baralt, o de Caro, maestros del idioma español, es y debe ser inferior a una novela
asquerosa y mal escrita de cualquier oscuro pornógrafo peninsular. Con un criterio absurdo desdeña el libro americano –que honra la lengua materna– y exalta el del pornógrafo o mediocre productor europeo que deprime esa lengua y deshonra el espíritu nacional.”

El argentino Arturo Capdevila podía afirmar sin rebozo en su libro Babel y el español (1928): “De Italia, de Francia, de Inglaterra, de Alemania, de Rusia, de cualquier país de Europa puede recibir un escritor argentino muestras de estima por su obra; de España [...] no siempre, no.”18

Pero las observaciones acerca de la mala recepción del libro de América en España no provenían solo de autores latinoamericanos. Leopoldo Calvo Sotelo, secretario de la Cámara del Libro española, por esas mismas fechas declaraba: “Hay que demostrar a los pueblos que nacieron de España que España sigue sus andanzas con un vivo interés, que la separación no ha logrado amortiguar; hay que conceder a los problemas, a las necesidades, a las preocupaciones, a la vida entera de las repúblicas de habla española la atención que merecen, y que hasta ahora, desgraciadamente, no se les ha otorgado.”19

Al tiempo, la comunicación entre las editoriales de un país hispanoamericano y los públicos de otros era una cuestión problemática. En 1892, en el Congreso Literario, José Alcalá Galiano afirmaba: “Y no solo a nosotros nos es difícil adquirir las obras de estos y otros no menos notables escritores americanos, sino que aquellas mismas repúblicas hallan a veces tal dificultad en conseguirlas, que tienen que encargarlas y recibirlas exportadas y reexportadas por conducto de esta apartada Europa.”20 Y Capdevila podía insistir tres décadas después: “El librero de la calle Florida [de Buenos Aires] pone a mi disposición libros de Holanda y de Rusia, si los pido. Pero no halla manera de conseguir el libro de Colombia o de Nicaragua que me interesa. Tampoco se da en Nicaragua o en Colombia con un libro argentino, como no sea por singular rareza.”21

Madrid, de meridiano a centralita
A finales de los años veinte, la idea que circulaba en la Península, pero también entre americanos, era que la clave para el triple problema del libro en español solo podía ser España. Y la supremacía de esta no podía ser únicamente editorial –es decir, industrial y empresarial– sin ser al mismo tiempo cultural e intelectual. Precisamente esta había sido la propuesta de un editorial de la revista madrileña La Gaceta Literaria, con el provocativo título de “Madrid, meridiano intelectual de Hispanoamérica” (1927).22 El artículo terminaba así:

“Además, ¿de qué ha servido tamaño estruendo verbalista [la retórica hispanoamericanista], cuál ha sido, en el orden práctico, su utilidad inmediata, si nuestra exportación de libros y revistas a América es muy escasa, en proporción con las cifras que debiera alcanzar; si el libro español, en la mayor parte de Suramérica, no puede competir en precios con el libro francés e italiano; y si, por otra parte, la reciprocidad no existe? Esto es, que sigue dándose el caso de no ser posible encontrar en las librerías españolas, más que por azar, libros y revistas de América.

He ahí algunos de los puntos concretos cuya resolución es urgente. Si nuestra idea prevalece, si al terminar con el dañino latinismo [es decir, la influencia francesa], hacemos a Madrid meridiano de Hispanoamérica y atraemos hacia España intereses legítimos que nos corresponden, hoy desviados, habremos dado un paso definitivo para hacer real y positivo el leal acercamiento de Hispanoamérica, de sus hombres y de sus libros.”

El medio era influyente: la vanguardista Gaceta Literaria23prestaba constante atención al mundo editorial español y americano. La revista exhibía ya desde su subtítulo (Ibérica, Americana, Internacional) sus preocupaciones, y en ella colaboraron numerosos autores hispanoamericanos.

En 1928 Arturo Capdevila reconocía que había solo un posible punto clave para la circulación del libro en español: “Madrid puede ser comparado con una estación general de teléfonos, por cuya mediación las naciones de habla española llegarían a comunicarse entre sí.”24 Si España no conseguía la hegemonía del comercio del libro en América, alguien más la obtendría: “Pero Madrid es algo más que una oficina central de teléfonos. Es también como una altura estratégica sobre la cual debe ser colocado el cañón que ha de hacer blanco en América. Esta batalla de América se tiene que dar, y será de consecuencias incalculables. Para darla, ese cañón será colocado en la justa altura estratégica por unas o por otras manos. Nadie se queje si mañana los yanquis se apoderan de esa formidable llave de las rutas del pensamiento hispanoamericano. Nadie se queje si mañana España pierde otro inexpugnable Gibraltar, desde el cual gobierne un extranjero invasor todas las corrientes editoriales del mundo hispánico.”25

Tanto en la visión del editorial de La Gaceta Literaria como en el libro de Capdevila, la “central de teléfonos” de Madrid era la solución a la triple circulación de libros en el ámbito hispanohablante. Solo a través de la centralidad madrileña podría llegar a conseguirse el ideal de una “industria del libro español y americano en España y del libro americano y español en América” que soñaba Blanco Fombona.26 Peronadie tendría por qué alarmarse: el meridiano se planteaba con un espíritu “absolutamente puro y generoso que no implica hegemonía política o intelectual de ninguna clase”.27

La construcción de la hegemonía
El proyecto en su parte española era, por supuesto, desembarcar en un mercado teóricamente amplísimo, que en aquel momento se calculaba en cien millones de personas. Ante este panorama, Nicolás María Urgoiti (fundador de la editorial Calpe, más tarde asociada con Espasa)28 puntualizó en 1927: “No hay que andarse por las ramas: el problema del libro es un problema de autores y lectores, y ambos dependen del grado de cultura general, tan deficiente, por desgracia, en España como en Hispanoamérica. Hablar de cien millones de seres que hablan español es engañarse al tratar este problema. Apenas pasarán de cien mil, si es que llegan, los lectores de novelas, y a menos de la mitad los que sientan más elevadas necesidades intelectuales.”29 De modo muy razonable, el escritor español Melchor Fernández Almagro señalaba algo evidente: “El porvenir de América está fiado a la libre concurrencia. Nosotros no podemos alzarnos con el monopolio [...] Contamos, sí, con un cierto privilegio: la lengua. Pero una lengua no es otra cosa que un vehículo y, a su modo peculiar, un instrumento que cada país ha de tocar como quiera [...] Demos contenido a nuestra cultura, y lo demás nos será concedido por añadidura. Las hegemonías no se pregonan: se merecen.”30

Pero la hegemonía también podía construirse. Fernández Almagro mencionaba como un activo la lengua común, pero hay que recordar que por aquellos años en países como Argentina surgía la reivindicación de una lengua propia, heredera y continuadora de lo mejor del español.31 Si se fragmentaba el español, no habría ya “Hispanoamérica”, ni posible mercado común del libro. La larga historia de la emancipación de las repúblicas americanas corre, paradójicamente, paralela a la institucionalización de la norma lingüística peninsular. He aquí algunos hitos: laOrtografía de la Academia se hace obligatoria en 1844 en las escuelas de todo el Imperio (ya tambaleante); ese mismo año, Chile acepta la ortografía discrepante de Bello, que fracasaría en su intento de convertirse en un estándar. Contrarrestando ese movimiento de intención secesionista, en 1871 nace la primera academia americana, la de Colombia, y para la fecha de la “polémica del meridiano” habrá catorce más.32

La expansión editorial va unida desde el principio a la exaltación de la lengua común, y a la acción diplomática. Como expuso en 1892 el diplomático y escritor José Alcalá Galiano, “el Diccionario castellano es nuestro mejor tratado; la Academia Española nuestro mejor Ministerio de Relaciones Exteriores... Americanas”.33

Recién llegada la República a España, Anselmo Sánchez Villalba34 proponía la creación de “un cuerpo de agregados culturales en todas nuestras embajadas, en especial en América. Su misión consistiría en estar al tanto de todo lo relacionado con la venta del libro en la nación en la que actúa; llevar estadísticas perfectas; contratar con los autores la edición de obras en casas españolas, si de americanas se trata, y en naciones de otros idiomas [...] Para evitar las ediciones clandestinas y salvaguardar toda propiedad legítima”.

Los canales se han abierto, y a finales de los años veinte los libros españoles fluyen hacia América. No obstante, Julián Urgoiti, delegado de Espasa-Calpe en Buenos Aires, alerta en 1929 acerca del mal uso que algunos editores españoles están haciendo de su potencial comercial y de distribución en América, para inundarlos de libros no deseados:35

“Mirando las cosas desde aquí, da la impresión de que algunos editores lanzan libros “para la exportación”, cuantos más, mejor, sin estudiar de antemano las razonables posibilidades de salida [...] El editor español, que mira seriamente a estos países, como factor ponderable en su cálculo de posibilidades de colocación del libro en ciernes, tiene el deber de pulsar si es oportuna la publicación, por lo que a esos mercados se refiere, y no tener la pretensión de que el público arrebate los libros cuando no se le ofrece lo que le interesa.”

Acabada la Guerra Civil española, la retórica del meridiano –con sus pretensiones de circulación universal de libros dentro de la lengua española, eso sí, a través de Madrid–deja paso a la correspondiente soflama imperial, en la que solo se considera la irradiación hacia América desde la antigua metrópoli. En 1944 el editor Gustavo Gili escribe: “No puede haber política imperial si se prescinde del vehículo más eficaz para su expansión, y no se considera al libro el instrumento más precioso para hacer llegar el sentir de España y de nuestra inveterada civilización a todos los países que han heredado el tesoro de nuestra lengua, que es tanto como decir de nuestra alma.”36

Notas:
1 Jorge Luis Borges y Norman Thomas di Giovanni,Autobiografía 1899-1970, Buenos Aires, El Ateneo, 1999, p. 26. Traducción de Marcial Souto y Norman Thomas di Giovanni, a partir de la publicada en inglés por The New Yorker, en septiembre de 1970. (versión en línea enhttps://arbolestelar.wordpress.com/2014/10/14/autobiografia-borges)
2 Garnier suministraba libros españoles no solo a América, sino también a España. Véase Pura Fernández, “La editorial Garnier de París y la difusión del patrimonio bibliográfico en castellano en el siglo XIX”, en Tes philies tade dora: miscelánea léxica en memoria de Conchita Serrano, Madrid,csic, 1999.
3 En palabras de un folleto de 1916: Antonio Graíño y Martínez, La industria del libro en España y la codicia extranjera del libro español en los mercados de nuestra raza y lengua, Madrid, Asociación de la Librería de España.
4 Para la historia profesional, asociativa de este periodo, véase Gabriela Dalla Corte y Fabio Espósito, “Mercado del libro y empresas editoriales entre el centenario de las independencias y la Guerra Civil española: la editorial Sudamericana”, en Revista Complutense de Historia de América, 2010, vol. 36.
5 Sus actas están reunidas en Congreso literario hispano-americano, Madrid, Establecimiento tipográfico de Ricardo Fé, 1893, pp. 446-556. Edición digital en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes. 
6 “Programa de Temas. Sección 3. librería”, en Congreso literario, op. cit., p. 14.
7 “Memoria del Excmo. Sr. D. José Alcalá Galiano, acerca de los servicios que, en el desempeño de su cargo, pueden prestar los cónsules para mayor seguridad del comercio de libros y obras artísticas”, en Congreso literario, pp. 446-556.
8 Ibíd., p. 547.
9 Rafael Gutiérrez Jiménez, La producción literaria en España y el comercio de exportación de libros a América.Documentos leídos en el Congreso literario celebrado en Madrid en Noviembre de 1892, Madrid, Imprenta y fundición de Manuel Tello, 1893, p. 19. Hay edición digital enArchive.org.
10 Ibíd., p. 21.
11 La política de España en América, Valencia, Editorial Edeta, pp. 90 y 92. Hay versión digital en el Internet Archive.
12 The rise of mass literacy: Reading and writing in modern Europe, Cambridge, Polity Press, 2000, p. 1. Vincent sitúa, con razón, “el inicio de la era de la comunicación de masas” el 9 de octubre de 1874, cuando se firmó el Tratado de Berna, que conduciría a la Unión Postal Universal.
13 María Fernández Moya, “Una editorial familiar catalana en América Latina”, en Editorial Gustavo Gili. Una historia 1902-2012, Barcelona, Gustavo Gili, 2012, pp. 201-228. Hay versiónen línea.
14 “El libro español en América”, en El libro español. Ciclo de conferencias organizado por la Cámara Oficial del Libro de Barcelona, 15-23 de marzo de 1922. Hay edición por línea de la conferencia de Blanco Fombona en Cruzada Sur.
15 Las crónicas se reunieron en el volumen España contemporánea. Cito la edición de Garnier Hermanos, París, 1907, p. 207. Edición digital en Archive.org.
16 La producción literaria..., op. cit., p. 4.
17 “El libro español en América”, op. cit.
18 Madrid, Compañía Ibero-Americana de Publicaciones, pp. 223-224. Hay versión en línea en The Internet Archive.
19 El libro español en América, Madrid, Gráfica Universal, 1927. Edición digital en Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.
20 “Memoria...”, op. cit.
21 Babel y el español, op. cit., pp. 64-65.
22 15 de abril de 1927, número 8.
23 Se puede consultar una edición facsimilar íntegra y con texto navegable en Revistas de la Edad de Plata, en: bit.ly/1kxvh3G, a través de la edición digital creada por el autor de estas líneas, Carlos Wert y Rafael Millán.
24 Babel y el español, op. cit., p. 65.
25 Ibíd., p. 68.
26 “El libro español...”, op. cit.
27 “Madrid, meridiano intelectual...”, op. cit.
28 Sobre el papel clave de Nicolás María Urgoiti, véanse Juan Miguel Sánchez Vigil, Calpe. Paradigma editorial (1918-1925), Gijón, trea, 2005, y Philippe Castellano, Enciclopedia Espasa. Historia de una aventura editorial, Madrid, Espasa, 2000.
29 “Una opinión de Urgoiti”, en La Gaceta Literaria, 1 de abril de 1927, n. 7.
30 “Campeonato para un meridiano intelectual”, en La Gaceta Literaria, 1 septiembre de 1927, n. 17.
31 Véase Edgardo Dobry, Una profecía del pasado. Lugones y la invención del linaje de Hércules, México, Fondo de Cultura Económica, 2010.
32 Luis Carlos Díaz Salgado, “Historia crítica y rosa de la Real Academia Española”, en Silvia Senz y Montserrat Alberte (eds.), El dardo en la Academia. Esencia y vigencia de las Academias de la lengua española, Barcelona, Melusina, 2011, vol. I, especialmente los apartados 7 y 41.
33 “Memoria...”, op. cit.
34 La Gaceta Literaria, 15 de julio de 1931, n. 110.
35 En entrevista con Guillermo de Torre, La Gaceta Literaria, 1 de abril de 1929, número 55.
36 Gustavo Gili Roig, Bosquejo de una política del libro, Barcelona, 1944, pp. 20-21.