martes, 25 de noviembre de 2014

"Ya está, me digo, me he vuelto loco"

La presente columna, que continúa la publicada en el día de ayer, fue escrita por el escritor y traductor español J. A. González Sainz (Soria 1956) para El Trujamán del 22 de noviembre pasado.

Una compañía sofocante

He tratado de exponer en la entrega precedente mi persuasión acerca de la esencial relación de extrañeidad que la tarea de la traducción guarda con la soledad. El traductor —vamos a seguir tirando del hilo— está a mi modo de ver y de sentir siempre acompañado en su trabajo, a veces bien acompañado y otras, que también puede ocurrir, menos bien o directamente mal; a veces poco acompañado y a veces mucho o incluso demasiado. La traducción puede ser también en ocasiones una compañía excesiva, sofocante.

Recuerdo que hace muchos años traduje Il silenzio del corpo de Guido Ceronetti durante un caluroso verano a poca distancia del mar. Ceronetti es escritor raro donde los haya, creador de una prosa abigarrada que, por mucho que uno se esfuerce, siempre se antoja mal traducida y en la que suele resonar una amplia gama de registros e incluirse toda suerte de elementos escatológicos, de detalles morbosos, plagas y purulencias y flagelos bíblicos y toda índole de los más variados y sabios rasgos del pesimismo europeo sobre el hombre, su planeta y su decaída y malparada humanidad. Pues bien, el sostenido ritmo de trabajo que me había impuesto, el intolerable grado de calenturienta humedad del mes de agosto junto al mar —decidí no volver a pasar ya un verano a menos de ochocientos metros de altitud— y la sofocante compañía de mi traducido llegaron a coaligarse hasta extremos que me costó sospechar, pero que ya nunca olvidaría en mi azacaneada vida traductora.

Una tarde, atosigado ya hasta más no poder por las úlceras de los cuerpos físicos y sociales que me encontraba traduciendo, por las calamidades y epidemias físicas y sociales pasadas y venideras y las nuevas plagas de Egipto que trae aparejada la nueva tecnología y los modernos hábitos de vida urbana, sin un adarme más de resistencia, sudoroso y asfixiado por el calor sofocante, dejo la traducción después de varias horas seguidas de labor, me sirvo un vaso de buen tinto, brindo por Gonzalo de Berceo y salgo con él —con el tinto— a la terraza. De repente, en la tarde bochornosa, no puedo dar crédito a lo que veo: caía ceniza sobre la superficie roja del vino. Incrédulo, levanto la cabeza y miro alarmado en derredor: estaba lloviendo ceniza. Minúsculas partículas de ceniza descendían lentamente por todas partes y yo extiendo el brazo, abro la palma de la mano y recojo algunos fragmentos. Es, efectivamente, ceniza. Ya está, me digo, me ha vuelto loco, Ceronetti me ha vuelto loco, con sus plagas y sus flagelos y purulencias Ceronetti me ha vuelto loco, su compañía sofocante en la sofocante tarde de verano ha podido conmigo y yo ya he dejado de ser el traductor para convertirme literalmente en lo traducido.

Recuerdo que entré, tiré el vaso de vino en el que flotaba a sus anchas la ceniza, lo enjuagué con un esmero desmesurado y me serví otro vaso que bebí al coleto. Después, sin dejar de mirar la lluvia que caía, corrí a llamar por teléfono a un amigo exterior a la traducción que vivía por allí cerca para tratar de hacer pie en el mundo anterior a ella. La traducción me ha trastornado, le dije, estoy viendo llover ceniza.

Se echó a reír. Se echó a reír y yo continuaba hundiéndome todavía más a cada segundo que pasaba. Pero la compañía sofocante de mi traducido —tuvo la caridad de informarme— no me había llevado a ese extremo: se había declarado un incendio en unos montes cercanos y el aire traía hacia allí las cenizas de los bosques calcinados. Por esa tarde dejé de traducir, necesitaba estar solo.

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