viernes, 27 de junio de 2014

El gato culto que desafió a la traductora

Ricardo Bada escribió la siguiente columna, que publicó El Trujamán el 23 de junio pasado. En ella se habla de Julio Cortázar y lo que pensaba su gato.

Cortázar y Theodor Wiesengrund Adorno

A Barber van de Pol se deben entre otras las traducciones modélicas, al neerlandés, de Rayuela y El coronel no tiene quien le escriba, y nada menos que una nueva —sin una sola nota a pie de página— de Don Quijote de la Mancha, hazaña cumplida en 1997 y que hubiese merecido de un personaje de Valle Inclán el más acertado de los piropos: «¡Cráneo privilegiado!». Pues bien, con Barber me pasó una anécdota relacionada con Cortázar, una de lo más cronopial que pueda imaginarse, pero que al mismo tiempo habla mucho, y bien, del correcto enfrentamiento de un traductor con el texto que tiene entre manos.

Ella y yo nos carteábamos ya desde hacía algún tiempo, pero aún no nos habíamos encontrado, hasta un día que llegamos a Ámsterdam, la llamamos por teléfono y nos invitó a tomar café en su casa del Roosefelt–Laan (así es la pronunciación original neerlandesa, y no Rusvelt, como en el inglés). Llegamos, pues, y no habíamos hecho más que sentarnos cuando apareció un gato que, sin mayores preámbulos, tras un leve olisqueo de reconocimiento, saltó a mi regazo y en él se quedó todo el tiempo, ronroneando de lo más satisfecho mientras yo lo acariciaba. Como es lógico, le pregunté a Barber cuál era el nombre de su gato y me contestó diciéndome uno que ya no recuerdo pero era de esos que si compras una docena te regalan uno de propina.

Le conté que también yo tenía un gato precioso, al que todo el mundo llamaba Nikki, pero al que su orgulloso dueño había bautizado como Nicolás Fernández de Moratín, lo mínimo que se merecía un gato de su prosapia. Y añadí que me parecía rarísimo que la traductora de Cortázar tuviera un gato con un nombre tan fama, le bastaría con recordar el nombre tan cronopio del gato de Julio. Que cómo se llamaba, me preguntó. «¡Pero Barber —me escandalicé—, no me vas a hacer creer que no sabes que el gato de Cortázar se llama Theodor Wiesengrund Adorno!»

Barber palideció: «¿Cómo has dicho que se llama ese gato?». «Theodor Wiesengrund Adorno», le volví a decir. «Pero Ricardo, entonces, todas esas citas que Julio le atribuye a Adorno...». «Pues no son otra cosa sino las reflexiones de su gato, Barber».

Me confesó que acababa de quitarle un gran peso de encima. Resulta que siendo como es, tan concienzuda traductora, cada vez que se enfrentaba a una cita de Adorno, en un texto de Cortázar, buscaba el original en la obra del filósofo alemán, para traducirlo directamente al neerlandés; o sea, que no se fiaba de la traducción usada por Cortázar, quien no sabía alemán y a lo peor incluso la había pergeñado en español a partir de la traducción inglesa o francesa, con lo cual, si ella la vertiese directamente de Cortázar, sería una traducción no ya de segunda, sino de tercera mano. Pero —concluyó, desolada— nunca, nunca, nunca, logró encontrar en la obra de Adorno una sola de las citas que le atribuía Cortázar y que ahora se venía a enterar de que en realidad eran de su gato.

[Esta anécdota, dicho sea de paso, suele contarla como propia, como si le hubiese sucedido a él, un escritor chileno que la conocía porque yo se la conté. Una vez incluso tuvo la desfachatez de empezarla a contar en mi presencia, en Gijón, y cuando se dio cuenta de que yo estaba ahí, de repente se interrumpió y me dijo: «Pero sigue contándola tú, que sabes hacerlo mejor que yo», a lo cual le repliqué en público que no sólo eso, sino que además era justamente yo, no él, uno de los protagonistas. Como no creo que haya aprendido la lección, lo dejo consignado por si las «que ni labráis como abejas ni brilláis cual mariposas, pequeñitas, revoltosas»].


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