miércoles, 4 de septiembre de 2013

Discurso de Miguel Sáenz en su entrada en la RAE (III)

Tercera entrega del discurso de entrada de Miguel Sáenz a la Real Academia Española

Servidumbre y grandeza de la traducción (III)

En un discurso en el que pretendo hablar no solo de la servidumbre de la traducción sino también de su grandeza resulta imposible no aludir a la Escuela de Traductores de Toledo, para Don Gregorio Marañón una de las tres aportaciones esenciales de España a la historia de la Humanidad (las otras dos son el descubrimiento de América y el enriquecimiento de la mística universal (García Yebra, 1994: pág. 91)). Sin embargo, la verdad es que sabemos poco de los traductores (si es que ya se llamaban así) de esa famosísima escuela, de la que se ha dicho que no fue una verdadera escuela, ni estrictamente de traductores ni tampoco de Toledo (sino también de Ripoll, Tarazona, Tudela y otros lugares).

No es posible, sin embargo, despachar con un par de frases lo que fue la traducción en la España de los siglos XII y XIII, y resulta imprescindible remitirse al respecto a D. Valentín García Yebra, que en su libro En torno a la traducción ( García Yebra, 1983: págs. 307 y sigs.) describió cumplidamente el esplendor y eficacia de la traducción en esos tiempos.

A Toledo fueron a parar restos muy valiosos de la famosa biblioteca de Alhaken II, de 400.000 volúmenes, cuando, como dice D. Ramón Menéndez Pidal, las bibliotecas eclesiásticas de la Europa occidental “contaban sus libros por docenas o no pasaban de la centena” (Menéndez Pidal, 1954: pág. 726). Musulmanes, cristianos y judíos convirtieron a Toledo, como es sabido, en “el gran centro de transmisión de la cultura árabe a la Europa Occidental cristiana” (García Yebra, 1983: pág. 310).

Por mi parte, quisiera mencionar al menos el nombre del arzobispo Raimundo, fundador de la escuela de estudios arábigos-latinos convertida luego en “Escuela de Traductores” y, aunque solo sea como homenaje al inolvidable personaje creado por D. Antonio Mingote Barrachina, más conocido por “Mingote”, al canónigo catedralicio Domingo Gonzalbo, también llamado “Gundisalvo”, que fue un gran impulsor de la Escuela. No puedo hacer ahora el elogio que merecería la labor posterior de Alfonso X (nacido en 1221), un monarca que no en balde ha pasado a la Historia con el sobrenombre de “el Sabio”.

En general, cuando se habla de la traducción como profesión, como oficio, se suele decir que el concepto de originalidad era muy distinto en otros siglos y que la defensa de la “originalidad” a todo precio es una herencia del romanticismo que todavía padecemos. Pero creo que no es cierto. Como señala también García Yebra en Traducción, historia y teoría, “la traducción en general y en particular de los grandes autores de Italia (Dante, Petrarca, Ariosto, Sannazaro, Tasso) floreció en España durante el Siglo de Oro con fuerza y esplendor semejantes a la pujanza y brillo de la literatura original” (García Yebra, 1994: pág. 151).

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A lo largo del siglo XVII se va diferenciando al traductor del intérprete, y el término “traductor” (tradutor) aparece documentado en el Tesoro de la lengua castellana de Covarrubias (de 1611), en donde, bajo el lema “tradución”, se dice: “Si esto no se haze con primor y prudencia, sabiendo igualmente las dos lenguas, y trasladando en algunas partes, no conforme a la letra pero según el sentido, sería lo que dixo un hombre sabio y crítico, que aquello era verter, tomándolo en significación de derramar y echar a perder” (Covarrubias, 1993). Sin embargo, como ha observado D. Pedro Álvarez de Miranda, “traducir y traducción se documentan hacia 1442 en Juan de Mena” y ya en 1508 (un siglo antes de que Covarrubias compilara su Tesoro) Francisco de Ávila se había referido a fray Ambrosio Montesino como “traductor del Cartuxano”. Y en la célebre carta-prólogo de Garcilaso antepuesta a la traducción de El cortesano hecha por su amigo Juan Boscán, Garcilaso aseguraba (en 1534) haber sido este “muy fiel «tradutor» de Castiglione”. Es decir, “traductor no «se incorporó» al español en 1611, sino acaso –seamos prudentes– a principios del XVI, en convivencia con traduzidor, que está en Nebrija (y también antes, a mediados del XV), trasladador, etc.” (Álvarez de Miranda, 2010).

Ahora bien, ¿qué pensaba Cervantes, por ejemplo, de la traducción, de los traductores? ¿Como es posible que no conozcamos siquiera el nombre del supuesto autor de gran parte de la obra más famosa de la literatura española?

Los pasajes en que Cervantes habla de la traducción en el Quijote han sido mil veces analizados y comentados. Sin embargo, es un hecho que el “morisco aljamiado” de que habla el capítulo IX del Quijote no tiene nombre conocido... aunque es verdad que Cervantes no pretende que el lector crea que su libro es realmente una traducción y se limite a utilizar el manido recurso del “manuscrito encontrado”, habitual en los libros de caballerías.

La metáfora de los tapices del revés de que se habla luego en el capítulo LXII durante la visita a una imprenta en Barcelona no es de Cervantes. Aparece ya trece años antes de la publicación de la primera parte del Quijote, en la Prefación al Lector del Arte poética de Horacio traduzida de Latín en Español por Don Luis Zapata (Lisboa 1592) y hay quien dice que procede de Temístocles, a finales del siglo VI y primera mitad del V antes de Cristo. Pero da igual. Las palabras de Cervantes son muy claras: “Osaré yo jurar –dijo don Quijote– que no es vuesa merced conocido en el mundo, enemigo siempre de premiar los floridos ingenios ni los loables trabajos. ¡Qué de habilidades hay perdidas por ahí! ¡Qué de ingenios arrinconados! ¡Qué de virtudes menospreciadas! Pero, con todo esto, me parece que el traducir de una lengua a otra, como no sea de las reinas de las lenguas, griega y latina, es como quien mira los tapices flamencos por el revés; que aunque se veen las figuras, son llenas de hilos que las escurecen y no se veen con la lisura y tez de la haz; y el traducir de lenguas fáciles ni arguye ingenio, ni elocución, como no le arguye el que traslada ni el que copia un papel de otro papel”. En definitiva, Cervantes distingue entre la traducción, sobre todo del griego y el latín, que considera una noble ocupación del escritor, y la profesión del intérprete, trujamán, dragomán o faraute que hace su humilde oficio por dinero o, como en el caso del Quijote, por unas arrobas de pasas y unas fanegas de trigo. En realidad, Cervantes comparte plenamente las ideas de su época sobre la traducción.

De una época en la que, por cierto, casi todos los escritores, bien o mal, traducían. Ahora bien, como dice Ruiz Casanova en su Aproximación a la historia de la traducción en España, la opinión común era que los traductores eran “para unos, corruptores de la lengua castellana y deturpadores de las obras que traducen, y para otros, ingenuos, dedicados a una tarea imposible” (Ruiz Casanova 2000: pág. 251). Es cierto que Cervantes salva a dos famosos traductores: el doctor Cristóbal Figueroa, traductor del Pastor fido de Battista Guarini y, sobre todo, Juan de Jáurigui (o Jáuregui), traductor del Aminta, de Torquato Tasso y, al parecer, buen amigo del propio Cervantes. En el capítulo II de El viaje al Parnaso, Cervantes le dedica un poema:

Y tú, DON JUAN DE JAUREGUI, que á tanto
El sabio curso de tu pluma aspira,
Que sobre las esferas le levanto:
Aunque Lucano por tu voz respira,
Déjale un rato y con piadosos ojos
A la necesidad de Apolo mira:
Que te están esperando mil despojos
De otros mil atrevidos, que procuran
Fértiles campos ser, siendo rastrojos.

                                       (Cervantes, 1841: pág. 283).

La traducción aparecerá otras veces en la obra literaria de Cervantes. No obstante, Michel Moner, de la Universidad de Grenoble, subraya que “la labor del traductor se venía desprestigiando en España. Como trabajo literario, se la consideraba ya como trabajo servil y de pocos méritos” (Moner, 1990: pág. 515). Y, por si fuera poco, afirma: “La problemática de la traducción queda estrechamente vinculada, en los textos cervantinos, con rasgos y conceptos más bien negativos, como el equívoco y la mentira, la falsificación y el plagio”. (Moner, 1990: pág. 524).

También José Ramón Trujillo, en su artículo “La traducción en Cervantes: lengua literaria y conciencia de autoría” (Trujillo, 2004: pág. 174), se refiere al “desprecio generalizado que sufría la traducción en el siglo de oro”, aunque admite que “resulta problemático hablar de traducción en la época como si se tratara de un término unívoco. Bajo esa voz encontramos tanto traslaciones, adaptaciones y versiones de obras o fragmentos, como imitaciones de temas, fórmulas y estructuras” (pág. 177).

El propio Boscán, modelo de traductores, se muestra escéptico. En la dedicatoria a doña Gerónima Palova de Almogávar de su traducción de Il Cortigiano de Baltasar de Castiglione dice que siempre consideró “vanidad baxa y de hombres de pocas letras andar romanzando libros, que aun para hacerse bien, vale poco, cuanto más haciéndose tan mal que ya no hay cosa más lexos de lo que se traduce que lo que es traducido” (Alvar, 2009: pág. 157. Y casi un siglo más tarde (1521) Lope de Vega escribe en La Filomena: “... plegue a Dios que yo llegue a tanta desdicha por necesidad, que traduzca libros de italiano a castellano; que para mi consideración es más delito que pasar caballos a Francia”. (García Yebra, 1994: pág. 202).

Parece, pues, evidente que los tiempos no valoraban demasiado la labor del traductor ni la traducción profesional. Menos mal que al final del episodio de la visita a la imprenta, Don Quijote dice: “Y no por esto quiero inferir que no sea loable este ejercicio del traductor, porque en otras cosas peores se podría ocupar el hombre, y que menos provecho le trujesen”.

Habrán de pasar siglos antes de que Goethe escriba, también en tono condescendiente pero con mayor justicia: “ Porque se diga lo que se diga de la insuficiencia de la traducción, esta es y sigue siendo una de las ocupaciones más importantes y más dignas del intercambio mundial”.(2)

(2) Denn was man auch von der Unzulänglichkeit des Übersetzens sagen mag, so ist und bleibt es doch eines der wichtigsten und würdigsten Geschäfte in dem allgemeinen. Weltverkehr. (Goethe, 1985: pág. 434).

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continúa en la entrada de mañana

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