miércoles, 6 de marzo de 2013

Vértigo

El 8 de febrero de este año, el suplemento ADN, del diario La Nación, de la Argentina, publicó el siguiente artículo de Takaatsu Yanagihara. En la bajada se lee: “Dos novelas diferentes, Manual del caníbal, de Carlos Balmaceda, y Cómo me hice monja, de César Aira, comparten una misma característica: el problema que implica expresar en otro idioma nociones difícilmente homologables”.

 

El traductor en la encrucijada


Tan pronto como terminé con la traducción al japonés de Manual del caníbal, de Carlos Balmaceda, y se la entregué al editor, antes de que saliera la primera prueba de corrección, procedí a la traducción de Cómo me hice monja, de César Aira. El contraste no podía ser más acusado. Tuve como un vértigo al pasar de la historia de un mesón que a lo largo de más de setenta años ha encantado a los clientes, relatada con una prosa deliciosa y barroca, a otra historia que abarca tan sólo un año de sucesos que vinieron por encima de una supuesta niña, a la que toman de niño, contada por la misma niña, o niño.

He dicho "vértigo", y las dos novelas, a su vez, son algo que da, en sí, vértigo. La de Balmaceda es una historia de un mesón de Mar del Plata, sus fundadores, sus sucesores, comidas encantadoras servidas en la casa, manual de la artes culinarias que dejaron escrito los hermanos fundadores, etcétera. La historia del mesón es la de los inmigrantes italianos, de los que estuvieron a merced de la tormenta de la política del país. El Almacén Buenos Aires, que así se llama el escenario en que se desarrolla la historia de la novela, asume toda la historia moderna de la Argentina. Una historia condensada pero contada a paso ligero y no cronológico, yendo de una parte a otra, pegando un brinco por encima de, por ejemplo, treinta años hacia adelante y retrocediendo diez, así, de una manera inquieta, es muy vertiginosa. Además del escenario, uno de los objetos principales de la descripción novelística son los platos maravillosos del mesón. Es otra causa de vértigo y del placer que nos conduce a la catástrofe final. Entonces mi mayor esfuerzo como traductor tuve que canalizarlo para no perder, en lo posible, cada detalle, tanto histórico como alimenticio, con que el autor ornamenta la escena. Tuve que recurrir, cada dos por tres, a los diccionarios y las enciclopedias.

El vértigo que uno siente al leer la novela de Aira es de carácter diametralmente distinto. La protagonista-narradora-niña-que debe de ser niño, ella o él mismo siente vértigo al probar, a los seis años de edad, el primer helado en su vida. Siente náuseas porque el helado de frutilla está podrido. Cae enferma, está a punto de morir y sufre un delirio. Entra en la escuela con unos meses de retraso y padece una suerte de dislexia. Va descubriendo de una manera muy peculiar cómo se articula la palabra. Entonces se le abre un mundo, pero ese mundo, descubierto a través de la prolongación del delirio, descripto con palabras fingidas de inocencia, resulta ser imaginario, alucinante, extraño, a fin de cuentas vertiginoso. Lo que tuve que hacer fue intentar reproducir el vértigo de la protagonista-narradora en el ambiente del idioma japonés. Cuando usé diccionarios, éstos fueron de otra categoría: diccionarios de japonés, glosario de palabras oníricas, etcétera.

A pesar del contraste que marcan las dos novelas, Manual del caníbal y Cómo me hice monja comparten algunos rasgos (aunque son secundarios, no esenciales con respecto a sus historias). Para los autores de ambas novelas, ésta es la primera traducción al japonés. No es la primera de César Aira, porque uno de sus cuentos fue publicado en una revista. Pero de las novelas, o mucho más, de sus obras maestras, es la primera que se traduce.

La novela de Balmaceda forma parte de una biblioteca de autores del mundo que no habían sido traducidos, preparada por la editorial Hakusuisha, la cual ha publicado a un Borges, un Puig, un Salinger, un Bolaño, entre otros. La novela de Aira es el segundo título de una serie de novelas latinoamericanas planeada por Shouraisha, editorial que es, sobre todo, conocida por la publicación de un libro de Italo Calvino y las obras completas de Robert Musil. A mí me parece que ambas traducciones han encontrado una oportunidad ideal para estrenar.

El segundo rasgo en común que tienen las dos novelas es que tanto el editor como el traductor, después de una discusión, tuvimos que modificar su título original. Para presentar la novela de Balmaceda le pusimos el nombre del mesón en que tiene lugar la historia de la novela: Almacén Buenos Aires. Pero como no tenemos noción equivalente a "almacén" o "mesón", en lugar de ella, le aplicamos un nombre "shokudou", lo que define una suerte de fonda tradicional. Suena un poco anticuado, caduco, al mismo tiempo que provoca nostalgia. La idea fue del editor. Cuando vino a pedirme que la tradujera ya se había propuesto el título y lo di por bueno.

El caso de Cómo me hice monja fue, de verdad, un problema. La palabra "monja" que figura en el título no hay que entenderla al pie de la letra. La narradora dice que va a contar su historia, que es la historia de "cómo me hice monja", y si no se la hace, entonces, la palabra puede significar otra cosa. Supuse que la "monja" funciona en el sistema del llamado lunfardo. Con esa suposición, se me ocurrió una palabra japonesa que puede tener el mismo segundo significado, y que es una palabra que tiene que ver con el budismo. O más bien, el mismísimo Buda en persona.

Ahí el editor y yo nos paralizamos. Una palabra religiosa que a la vez puede funcionar en un sistema de jerga. Eso sí que marca paralelismo con "monja"; puede decirse que es una palabra "homóloga", es ideal, pero, cristianismo y budismo, ¿como se puede establecer una correspondencia directa? Además, ¡es Buda! Estrictamente dicho, no es "homólogo" de una monja. ¿Un Buda encabezando una novela en que dice que se narra la historia de cómo alguien se ha hecho monja, dejado a solas, en suspenso, sin explicación, no provocaría un escándalo, una duda innecesaria? Y discutimos.

Pero a veces pienso que precisamente ahí reside el problema esencial de la traducción. ¿Hasta dónde podemos los traductores transformar la cosmogonía del original? Dicho en concreto, ¿hasta dónde se puede establecer paralelismo entre dos religiones? ¿Es posible cambiar a una "monja" cristiana por un Buda? Puede ser un reto. Tal vez tengamos siempre que enfrentar retos, más o menos, como éste.

¡Ah! ¿Y qué título le pusimos a la traducción de Cómo me hice monja de César Aira? Pues vengan a Japón a comprar el libro.

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