jueves, 28 de febrero de 2013

Una encuesta para traductores (22)

Una traductora especializada en poesía (mucha de la cual puede leerse en su blog De Sibilas y Pitias) y un especialista en literatura austríaca y húngara responden a la encuesta del Club de Traductores Literarios de Buenos Aires.

Silvia Camerotto
Nacida en Lomas de Zamora, Provincia de Buenos Aires, en 1959, es poeta, docente y traductora de poesía.  Publicó 420 minutos de abstinencia (Buenos Aires, Ed. del Dock, 2008) y La Grosse Fuge (Buenos Aires, Ed. del Dock, 2012). Tradujo numerosos autores británicos, irlandeses y estadounidenses (entre otros Emily Dickinson, Wallace Stevens, Jude Nutter y Eiléan Ni Chuiléanain). Administra el blog De Sibilas y Pitias (http://desibilasypitias.blogspot.com/). Prepara desde hace algunos años una serie de versiones de Robert Browning que serán próximamente publicadas.

1) ¿En que se parecen la traducción y la escritura? ¿En qué se diferencian?
2) ¿Debe notarse u ocultarse el hecho de que un texto sea traducción de un original?
3) ¿Debe ser más visible el traductor que la traducción?

Cuando Pound tradujo The Seafarer su método de trabajo no dio como resultado una “traducción” del poema, sino más bien un nuevo poema que seguía el espíritu del original. En realidad, el escritor reprodujo los sonidos anglosajones –correspondieran estos o no a su significado literal– porque quería transmitir lo que le causaba el poema.

Pero era Pound, y en su teoría de la traducción se gestaba su propia teoría de la escritura y por eso el uso de pausas gramaticales y no métricas, versos como unidad, en lugar de unidad estrófica y etcétera.
Ahora sí, en lo que hizo Pound hay algo que es indispensable para todos los que traducimos, especialmente para los que traducimos poesía: el espíritu del original es un bien necesario. La literalidad no alcanza. Pensémoslo de este modo, el significado de una palabra puede cambiar según cómo se diga y esto no es un accidente porque el escritor elige las palabras.

Supongamos que el texto es simbolista, y por lo tanto “abstracto” ya que, según el caso, para los simbolistas los “símbolos” tienen un valor fijo, como en los números: 1 + 1  es igual a 2.  Ahora supongamos que el texto es imagista, donde las imágenes tienen variables como ocurre con los signos algebraicos, ¿a + b, será igual a?

Y como no somos Pound, al traducir escribiremos en una lengua otra, con un lenguaje otro, una obra otra, original; aunque sin ideas originales. Es que la ficción poética o narrativa pertenece al autor original que fue el primero en pensar esa ficción y que, además, la pensó a su manera. Para alcanzar esa ecuación o ese número debemos saber qué pensó el poeta y cómo lo pensó.

Al traducir, lo que hacemos es producir otro texto y el traductor se convierte en un “segundo escritor” o autor.

Resulta evidente que una traducción es otra obra. Eliot escribió The Wasteland en inglés, con palabras de Eliot, en sus propios términos de la palabra. Si leemos La tierra baldía o La tierra yerma (según prefieran) no estamos leyendo a Eliot, pero sí. Porque si no existieran las traducciones como sea que hayan sido hechas, jamás hubiésemos leído la Biblia, por ejemplo, ni a Homero. Imaginemos que cada uno de nosotros quedara constreñido al conocimiento de una o dos lenguas: la heredada y,  con fortuna, una segunda. ¿De cuánto nos estaríamos perdiendo? Exagerando la constricción, no sabríamos cómo piensa el mundo fuera de nuestro propio mundo.

Una traducción no es secreta, mucho menos ocultable. Lo original de un traductor no gira en torno a las ideas de la ficción poética o narrativa, ni siquiera en torno del excedente que es la escritura —más aun si se trata de ‘gran’ escritura—. Lo original de la traducción se relaciona con la rescritura en una lengua otra, solo y únicamente con la lengua. Porque si el traductor actúa una intervención, en el sentido de actuāre, no estará traduciendo, estará re creando. Esto hace que el traductor no sea invisible. Leeremos una obra escrita en japonés, en castellano. No es un proceso osmótico ni ocurre porque nos teletransportamos a otro país y dominamos a la perfección el idioma de ese país. Alguien hace el acontecimiento: el traductor.

La pregunta del millón es ¿en esta intervención, hasta dónde puede o debe intervenir el traductor? ¿Es el traductor un deseoso que quiere sobresalir? 

Si en la traducción la relación es con la lengua, y con el lenguaje, cuando el autor dice ‘bello’, traduzco ‘bello’ y no ‘lindo’, aunque ‘lindo’ sea nuestra palabra favorita.

Una cantidad de traductores se dedica a ‘mejorar’ al autor. ¿En qué términos?

Algunos unifican los estilos. Entonces, Poe suena a Hemmingway y Eliot a Cynewolf y así sucesivamente. Ni qué decir cuando leemos a Agatha Christie y creemos que es Jonathan Swift. En tal caso la habilidad del traductor radica en que pudiera respetar el estilo sea este anárquico, perifrástico, o lo que sea…  Si no ¿cómo se vería un poema vorticista rescrito a la manera de los románticos…?

Otros creen que una lectura en voz alta es suficiente para interpretar las pausas, las yuxtaposiciones y demás… La cuestión es que si leemos The Wasteland, no importará cuánta experiencia del inglés tengamos, no leeremos como Eliot. Leeremos como nosotros y la interpretación no irá mucho más allá de los propios límites.

Y todo esto al margen de las dificultades de estructuras y ambigüedades que planteen las lenguas.
Ninguna teoría es más realista que la experiencia de trabajar con un texto. Y allí estaremos, traduciendo lo que otros escribieron. Las ideas serán de otros.



Adan Kovacsics
Nacido en Santiago de Chile (1953), estudió en Viena y vive desde 1980 en Barcelona, donde se dedica sobre todo a la traducción literaria. Su labor se centra fundamentalmente en obras de autores austríacos y húngaros (Karl Kraus o Imre Kertész, por ejemplo). Ha traducido también a clásicos de los siglos XIX y XX  y ha escrito artículos y ensayos literarios, entre ellos Guerra y lenguaje (2007). Ha recibido diversos premios y distinciones, como el Premio Ángel Crespo de Traducción (2004), la distinción «Pro Cultura Hungarica» del gobierno de Hungría (2009), el Premio Nacional de Traducción del Ministerio de Cultura de España (2010) y el Premio Estatal de Traducción Literaria de Austria (2010).

1) ¿En que se parecen la traducción y la escritura?  ¿En qué se diferencian?
 Son “operaciones” diferentes. No es lo mismo despegar que aterrizar, por ejemplo; también son “operaciones” diferentes. Ahora bien, hay vasos comunicantes entre la traducción y la escritura, que se perciben a cada paso. En un sentido amplio, porque ambas pertenecen a la literatura, hasta llegar luego a cuestiones técnicas, de detalle, muy concretas.

2) ¿Debe notarse u ocultarse el hecho de que un texto sea traducción de un original?
En todo caso debe notarse. Ahora bien, dentro de este “notarse” hay grados, y de ninguna manera debemos caer en el dogmatismo. En este punto menciono a menudo las observaciones de Goethe sobre las “Traducciones” en su “Diván de Occidente y Oriente”, donde habla de tres tipos o épocas de la traducción, que a veces se suceden y a veces coinciden en el tiempo y que son todas necesarias; eso sí, él destaca sobre todo una forma de traducir, en la que “se querría hacer la traducción idéntica al original” y el traductor “renuncia en mayor o menor medida a la originalidad de su nación, de manera que surge algo tercero”.

3) ¿Debe ser más visible el traductor que la traducción?
¿Debe ser más visible el autor que el texto? Sería (y es) una tendencia deplorable.

 

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