sábado, 23 de febrero de 2013

Una encuesta para traductores (18)

José Aníbal Campos
Foto: Roberto A. Cabrera
Nacido en La Habana, en 1965, pero residente en España, es  germanista, traductor y ensayista. Ha traducido, entre muchos otros, a Uwe Timm, Peter Stamm, Hermann Hesse, Stefan Zweig, Martin Mosebach o Karl Schlögel. Su traducción de la novela Edipo en Stalingrado (Sexto Piso, 2011) fue calificada por un crítico argentino como "la mejor novela traducida publicada en 2011". Actualmente prepara su canto de cisne como traductor con la primera versión al español de Jahrestage (Aniversarios), de Uwe Johnson. Co-dirige el blog de traducción literaria ARTE-SANÍAS.

1) ¿En que se parecen la traducción y la escritura? ¿En qué se diferencian?
Me gusta comparar el acto de traducir con la cópula (una palabra que me parece preciosa, aunque no tanto como el acto en sí). Y creo que en ello radican fundamentalmente tanto la similitud como las diferencias entre traducción y escritura. Un adolescente siempre practica la cópula, en solitario, a través de la masturbación. En ese acto secreto, en el que el adolescente pone todo su empeño y su imaginación, un chico se inventa poses, posturas, cuerpos, su mente se llena de imágenes de formas voluptuosas, seductoras. Y algo así pasa con la erótica de la escritura. El autor saca de sí su mundo interior, las imágenes que lo acompañan y lo han marcado desde niño, e intenta darles a esas marcas vitales cierto erotismo, cierta voluptuosidad (no importa la temática, aun la más cruda, siempre hay un erotismo de la palabra, de la sintaxis). El traductor, en cambio, que también fue adolescente, sabe que cuando tiene que hacer el trasvase entre dos textos se produce una fricción erótica, y ha de recordar a un tiempo sus experiencias masturbadoras (o más turbadoras), y actualizar de nuevo la suma de sus cópulas (digamos, de sus lecturas, del conocimiento que tiene del autor específico al que traduce, de su lengua, su cultura). Porque lo que tiene delante, como tarea, es la fricción de dos cuerpos, un intercambio de flujos, de salivas, hasta de impurezas; son lenguas que se funden y entrelazan; son rozaduras en las entrepiernas por las fricciones demasiado impetuosas o imperitas, son las carnes de gallina por culpa del roce tierno, de la caricia; es, también, el atrayente malestar de estómago de lo amado que se aleja o que no resiste el tiempo para el éxtasis. Escribir es, según este modesto criterio, masturbarse (la eyección del yo, el vertido, digamos, "egoísta" de lo propio); traducir, en cambio, es entrega abnegada, es renuncia para adaptar nuestro cuerpo, nuestro ritmo, nuestras deficiencias y virtudes, al cuerpo ajeno; porque en definitiva, al final, el resultado es una nueva criatura que debería hacer gemir, en un éxtasis que no es místico ni sexual, a los lectores de la traducción. Escribir algo propio (como imaginar), no tiene tantos límites como el traducir, donde es preciso entregarse, sí, pero donde hay, a la vez, que tomar cierta distancia, a fin de respetar la particularidad del otro "cuerpo". 

2) ¿Debe notarse u ocultarse el hecho de que un texto sea traducción de un original?
 La verdad es que cuando alguien ha elogiado una traducción mía diciendo que "parece escrita en español original", no sé muy bien cómo tomarme el elogio. Si algo ha de notarse, es que se trata de un texto traducido, porque el mérito más alto al que debe aspirar un traductor es el de introducir momentos nuevos en los moldes de pensamiento de su cultura, en las estructuras de su lengua. Ése sería el más honroso resultado, a mi juicio, de esa cópula a la que me refería al principio: una nueva criatura, un pequeño ser que respira y habla parecido a nosotros, pero que ya no es el mismo. Son contados con los dedos de una mano los traductores a los que les es dado introducir esos momentos nuevos en una lengua, en un ámbito cultural. Un buen ejemplo lo habéis tenido aquí en esta magnífica sección: don Miguel Sáenz. 

3) ¿Debe ser más visible el traductor que la traducción?
 En alguna ocasión escribí una especie de aforismo que dice: "Soy traductor, soy una sombra. Una sombra que fracasa". El traductor jamás debería aflorar en la traducción, pero traducir es un acto tan precario, que es inevitable que algunas preferencias del traductor afloren. Enlazándola con la pregunta anterior, creo que si bien el autor, al escribir, despliega ante un lector imaginario (lo quiera o no) su esencia, sus virtudes o taras, el traductor, en cambio, está en una lucha perenne por ocultar los suyos.

Ariel Magnus
Narrador, periodista y traductor, nacido en Buenos Aires, 1975). Entre 1999 y 2005 vivió en Alemania, primero en la ciudad de Heidelberg y luego en Berlín. Allí estudió literatura española y filosofía becado por la Friedrich Ebert Stiftung, al tiempo que trabajaba para la cátedra de Literatura Hispánica de la Universidad Humboldt de Berlín.  Escribió para diversos medios de la Argentina y Latinoamérica, entre ellos la revista Soho y Gatopardo y el suplemento Radar de Página/12 y la revista Ñ, del diario Clarín. Colabora regularmente con el suplemento El Ángel de La Reforma (México) y de forma esporádica con la revista cultural La mujer de mi vida y el diario Taz de Alemania. Actualmente traduce del alemán el diario de filmación de Fitzcarraldo, de Werner Herzog. Publicó Sandra (novela, 2005), La abuela (crónica, 2006), Un chino en bicicleta (novela, Premio "La Otra Orilla", 2007),  Cartas a mi vecina de arriba (novela, 2009) y Ganar es de perdedores y otros cuentos de fútbol (2010). Ha traducido a un gran número de autores de lengua alemana; entre otros, Franz Kafka, Peter Handke, Werner Herzog, Tilman Rammsted, etc.

1) ¿En qué se parecen la traducción y la escritura? ¿En qué se diferencian?
Depende de qué sea la escritura para quien la practica. Si es el terreno de la libertad, como creo yo, los parecidos son prácticamente nulos. Se escribe en el abismo, mientras que se traduce siempre en suelo firme. Incluso cuando se aplican procedimientos de la traducción en la escritura, como la traducción misma, el asunto es muy diferente, ahí el escritor se apropia del texto, traduce en su propio beneficio, por así decirlo. La aplicación inversa, que deriva en las "versiones libres" o como quiera llamárselas, no creo que pueda arrojar una buena traducción (aunque sí, tal vez, un buen texto).

2) ¿Debe notarse u ocultarse el hecho de que un texto sea traducción de un original?
Una traducción está indicada como tal desde la tapa, de modo que no hay nada que ocultar ni que hacer notar. Luego hay decisiones editoriales que pueden hacer más patente que se trata de una traducción, como las aclaraciones al pie (que yo prefiero evitar, y que me eviten). También el texto puede tener más o menos marcas del idioma original (yo prefiero que tenga más que menos, porque creo que eso enriquece la lengua receptora). De modo que para mí hay que buscar un equilibrio entre la evidencia molesta de estar ante una traducción y la "normalización" del texto al punto de que parezca de un autor local. Con todo, este último riesgo me parece más alarmante que el primero. Prefiero un poco de extrañeza inquietante que una familiaridad sospechosa.

3) ¿Debe ser más visible el traductor que la traducción?
Obviamente no. Lo único que importa es el texto. La traducción es una suerte de mal necesario en un mundo con muchos idiomas y el arte del traductor está en que su presencia se note lo mínimo posible.

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