lunes, 7 de noviembre de 2011

¿Concepciones particulares universales?

David Paradela López publicó en El Trujamán del 6 de noviembre pasado (bah, ayer) la siguiente reflexión que merece reproducirse en este blog.

Apotegmas y matices

A poco que se les deje, los teóricos gustan de proclamar que la literatura no está para dar respuestas, sino para plantear preguntas, plasmar diversidades, iluminar matices. Sorprende, pues, que muchas veces teóricos, y hasta escritores, sean tan dados al apotegma: la tarea del escritor es «purificar las palabras de la tribu» (Mallarmé), «destronar a las palabras de sus sitiales para entronizarlas con mayor aplomo» (Canetti), «escribir es constituirse en el centro del proceso de la palabra» (Barthes). Pese al diluvio, sigue habiendo quien entiende que algunas parcelas de la literatura todavía pueden contar historias. Y no me refiero a Dan Brown, sino a nombres tan dispares como Mendoza, Auster o el colectivo Wu Ming. A veces se hace tan difícil saber quién es el écrivain y quién el écrivant

Sentencias como ésas no me parecen muy distintas de las de los críticos de la traducción, e incluso algunos traductores: que el traductor es un ser apocado y mezquino, amén de un escritor frustrado (ahí vamos de la mano con los críticos); que la lengua del original no envejece, pero sí la de la traducción (y los filólogos dale que te pego con tanta nota inútil al pie de nuestros clásicos); que a cada generación su traducción; que la traducción es un don que se tiene y difícilmente se enseña; que para traducir teatro se requiere un no sé qué que qué sé yo del que carecemos los traductores de libros; que la poesía es coto exclusivo de poetas; o que poesía es lo que se pierde en traducción (será que Ungaretti no hacía poesía cuando dijo: M’illumino / d’immenso. O seré yo, que no capto los matices que se pierden en román paladino); es más: que la literatura no es traducible; más aún: ¡que la traducción es imposible! La oferta es amplia, pero mi favorita —como la de tantos reseñistas de prensa—, será siempre el socorrido traduttore traditore. Apuesto un garbanzo a que cada vez que alguien lo pronuncia muere un gatito.

Eppur si traduce. Hastiados de tanta perorata indemostrada y tanto lugar común, cientos de traductores nos sentamos día sí y día también frente al ordenador y al libro (o al PDF, o a la fotocopia…) para ganarnos, con nuestro oficio imposible, el poco pan que renta traducir literatura. Me vienen a la cabeza las palabras de ese otro cultivador de megalitos, Blanchot: «El escritor se halla en la situación cada vez más cómica de no tener nada que escribir, ni medio alguno para escribirlo, y de estar obligado por una necesidad a escribirlo en todo momento». Donde pone escritor, pongan traductor.

En verdad, lo que parece es que mucha teoría, bajo el afeite de la reflexión y la crítica, pretende universalizar a la fuerza concepciones particulares. Lo importante es que la realidad no eche a perder una bonita frase. Por lo que a mí respecta, cada día me parece más difícil establecer certezas válidas para algo más que el caso concreto, pero quizá por eso no soy teórico ni crítico, porque no acierto a convencerme de que el espacio literario, como el espacio traductor, sean uno y que lo que queda fuera no sea nada. Pues serán nivolas, que decía el bilbaíno, pero algo serán. Tanto apotegma por uno y otro lado me parece cosa bien alejada de eso de la exploración de lo diverso y de la iluminación del matiz, que a fin de cuentas, contra viento y marea, es lo que seguimos haciendo tanto autores como traductores. Y ya me perdonarán.

3 comentarios:

  1. sé que en el fondo (y en el recibidor o vestíbulo) estamos de acuerdo, david, pero ello no obsta para que afile mi cimitarra y entre a degüello en tu artículo con el más sincero ánimo de incordiar un poco y, de paso, barrer para mi patio, que es particular y se moja si llueve como los demás. vaya por delante que nada me arranca más el hígado que la más huera y banal de las frases de rapiña, esa que ha diezmado, como bien dices, la población de mininos, aunque las demás también se las traen, hepáticamente hablando.

    dicho lo cual: no me basta con que nos sentemos a traducir como si tal cosa, descreídos de toda teoría, sobre todo si es grandilocuente, y munidos tan solo de nuestra modestia que, como todas, ya se sabe, es más falsa que el rólex famoso. no me basta con la traducción para demostrar que se traduce. no me basta con los traductores para justificar la profesión. mucho menos con la industria editorial, que es in fondo in fondo la laguna estigia donde nos dejan bañarnos solo hasta los tobillos. lo que quiero decir, torpeza mediante, es que traducir traduce cualquiera. ahora, traducir bien...
    aunque solo sea mínimamente bien...

    hasta ahí las estocadas rastreras. sé que muchos traductores garantizan una calidad regular sin necesidad de aparato teórico alguno, e incluso sin una conciencia vaga de cuál es su papel concreto, como si el hecho-ahí de traducir fuese un fin en sí mismo, de pureza e inocencia platónicas. sin embargo, como decíamos en mis épocas de sicodelia guevarista, todo es política, incluso la falta de política. y si eso va a ser así, yo prefiero pensar.

    pensar en qué? en cómo, para qué, por qué, para quién se traduce. sin frases rimbombantes, sin citas culteranas. en cómo esa industria que nos jalea también nos condiciona; en cuál es la relación entre traducción y literaturas nacionales, y viceversa; en cómo han variado y por qué los criterios de excelencia; en dónde están los límites reales del traductor honesto y consuetudinario...

    hay que pensar, hablar, discutir, leer, estudiar, volver a hablar. no podemos soltar discursos como islotes de archipiélago que se sienten a resguardo en su mismedad: tenemos que aprender a discutir, a exponernos, a alimentar y desarrollar un aparato crítico. hay que hablar de la lengua de la traducción: no podemos hacer como si tal cosa, como si el español fuese un ladrillo de platino iridiado, como si no estuviese constantemente sometido a toda clase de tensiones políticas y sociales de las que nosotros, los traductores, si es que somos un algo identitario, formamos parte indisoluble.

    en fin, david, ya sé que me dirás que claro, que estamos básicamente de acuerdo y que podría haberme ahorrado las cuchilladas, pero preferiría que no fuera así, que me dijeras que soy un pesado, que lo que digo es igual que nada, que al fin y al cabo es solo otro lugar común.

    dime que no tengo razón y dormiré tranquilo. un abrazo de traductor.

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  2. Lamento decir, Andrés, que, o yo me engaño, o no estamos «básicamente de acuerdo», sino totalmente de acuerdo.

    En efecto «no bastan los traductores para justificar la profesión»; debe haber quien traduzca «mínimamente bien», gente que enaltezca el oficio, que dé ejemplo. En definitiva (y en el sentido antiguo): una autoridad. Estos traductores han existido (y existen), sólo que a menudo parece que teóricos y opinantes prefieren no acordarse de ellos, como del lugar de la Mancha. Reconocerlo, tal vez, los obligaría a tomarse el trabajo más en serio. Traductores malos también haylos, claro, pero su existencia no quita que las posibilidades sean muchas y los listones altísimos. (También los libritos de Aquino, Sufeno y Cesio –horribilem et sacrum libellum!– compartieron estante con los rollos de Catulo.) El «traduttore traditore» es molesto porque ensalza la peor de las pobrezas de espíritu: la que impone al mundo unos límites que son tan sólo los de uno mismo. Yo jamás seré capaz de traducir la Comedia en tercetos encadenados, pero no por eso niego que existiera Ángel Crespo.

    Por edad me perdí la sicodelia guevarista, pero creo, como Žižek, que la ideología afecta hasta a los que no creen en ella («lo hacen, pero no saben que lo hacen»). Como tú, pues, prefiero pensar. Y cuando pienso, no puedo dejar de creer que las reflexiones más provechosas surgen de la observación de los textos concretos inscritos en un hilo histórico. Tus interrogantes del cuarto párrafo me parecen una paráfrasis de este mismo punto de vista, al que me atrevería sin mucho miedo a llamar filología. Al otro lado tenemos la abstracción suprema, la gaseosa teórica, el colorante sin limonada. Y no me refiero a los autores citados en mi trujamán (¡Malaparte me guarde de erigirme en juez de Canetti o Blanchot!), sino a quien los descontextualiza para armar un discurso ensimismado, onanista y, lo que es peor, de un regusto decadente que ni siquiera resulta novedoso ni provocador: «islotes de archipiélago que se sienten a resguardo en su mismedad», como tú dices. A este paso creo que ni tú ni yo llegaremos nunca posmodernos.

    Como ves, no acierto a descubrir dónde reside nuestro desacuerdo. Se me ocurre que pueda deberse a una cuestión de estilos, de preferencia por unas metáforas u otras, o quizá a la falta de razonamiento de mi trujamán (no se me culpe: ya advertí en mi blog que no era artículo sino difamación). Siempre y cuando, claro, mi entendimiento no se haya extraviado y, creyendo compartir parcela contigo, me haya colado en la del vecino.

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  3. pero claro, david, lo mío era pura parafernalia seudomayéutica, pura puesta en escena brechtiana, una estratagema para hablar, aunque digamos exactamente lo mismo. fíjate que el truja de hoy de paco úriz trata, desde otro sesgo, el asunto tabú de la medida de la traducción. una medida que, queda claro en su artículo por si no lo sabíamos ya, no puede contemplar al autor como autoridad: qué saben los autores de cómo se traducen bien sus obras? nada o menos que nada.

    espero que no te haya molestado mi torpe treta. pero ya que estamos, hagamos juntos (y no revueltos) parte del camino que lleva al despertar de la conciencia crítica en nuestro soñoliento sector. es un decir, claro: hoy en día todo se hace desde las respectivas cavidades virtuales que habitamos tan tranquilos hasta el que llegue Día del Gran Apagón. ese día, cuando todos los colgados del mundo se queden atónitos ante la pantalla muda, nosotros encenderemos una vela y seguiremos traduciendo a mano en un cuaderno. y la pregunta seguirá vigente.

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