martes, 12 de julio de 2011

Un homenaje argentino a Laure Bataillon (II)

Continuamos hoy con el homenaje del Club de Traductores Literarios de Buenos Aires a la gran traductora francesa Laure Bataillon, reproduciendo algunos de los textos incluidos en la revista Arcane 17, traducidos por Florencia Baranger-Bedel.





Vocación y aprendizaje
Respuestas a cuestiones sobre la traducción
"¿Profesión… traductora?", Mujeres en Movimiento, abril de 1978 (fragmentos)
 
Lo que me llevó a ser traductora es tal vez, a nivel más profundo, la posibilidad de acercarme a las palabras sin exponerme a la escritura directa. Siempre tuve grandes dificultades con el lenguaje que siento como el elemento sólido que hay que desplazar, ordenar a costa de un gran esfuerzo. La traducción se perfilaba en el horizonte como la profesión que me ofrecía cotidianamente este ejercicio riguroso. Desde que lo entendí, decidí que sería traductora. Sucedió bastante tempranamente, al comienzo de mi vida universitaria, durante un curso de versión inglesa en dónde una profesora, una mujer de una gran sutileza, pudo transmitirnos la gran aventura que es la traducción. Me sedujo inmediatamente, en particular porque curiosamente y con gran alivio pensé de inmediato: "Entonces, no tendré que escribir".

¿Por qué creía que estaría obligada a escribir? […]

[…] Pienso que es porque experimento la imposibilidad de la escritura directa que me vi relegada a la traducción. Existe para mí una posibilidad de relacionarme al lenguaje de manera totalmente física y eso me liberó en parte, sólo en parte. […]

[…] Aprendí el oficio con el director de la colección Feux croisés, Pierre de Lescure. Aceptó tomarme y lo que primero aprendí fue la distancia que hay que establecer entre el texto y uno, entre el texto de partida y el texto de llegada. Finalmente, debía desaprender todo lo que había aprendido en la universidad y uno de los buenos consejos que me dio Pierre de Lescure en aquella época, fue hacer lo que los periodistas llaman "chiens écrasés" . Me puse a traducir un buen número de novelas rosas, que no despiertan mayor respeto frente a su escritura y permiten, entonces, tomar la distancia necesaria. […]

[…] Entre los veinte y los treinta años, llegó un momento en que podía vivir tan mal de la traducción que me dije: tengo que ingresar a la universidad y presenté mi candidatura, pero en cuanto me garanticé cierto nivel de subsistencia, me interné a fondo en la traducción. […]

[…] En aquel momento abandoné la enseñanza y volví a la traducción. Con todo, la traducción genera una suerte de euforia de la comunicación que me resulta muy atractiva, la posibilidad de conocer y dar a conocer. […]

[…] Creo también que lo que me gustaba infinitamente en esta profesión era la posibilidad de organizar libremente el tiempo y el espacio, es algo bastante determinante en el tipo de vida, aun cuando luego se compruebe que no deja de ser un engaño porque, por momentos, esta libertad se puede transformar en otra esclavitud más.

Además, se trata de mujeres que son traductoras a tiempo completo, mujeres que, por ende, permanecen en su casa, protegidas por su estatus de mujeres casadas. Tienen un techo, comida a mediodía y a la noche, y la traducción es una especie de complemento.

Más adelante, lo que casi me hace abandonar la profesión, fue el hecho de ser única dueña de mi tiempo… es la regresión, uno queda confinado, marginado de lo social; esto sucede prácticamente con todos los artesanados.

No trabajaba para mi familia. Mis hermanas estaban trabajando en el extranjero, me decían: "tienes todo el tiempo del mundo, lo recuperarás después".

Como dice un poeta: "si supieran lo que cuesta escribir", me dan también ganas de decir: "si supieran lo que cuesta encontrarse todos los días frente a la misma mesa y a uno mismo, y deber imponerse la disciplina, encontrar siempre una compañía tal vez forzada y con la cual se establecen a menudo relaciones de odio hasta que aparece un nuevo entusiasmo… Y este encierro al servicio de otro puede llegar al punto de envenenar la libertad de la que goza el traductor – una libertad infinitamente reducida por el escaso dinero del que dispone: en el fondo, se podría decir que es libre de ir y venir siempre y cuando sea en su propia ciudad, eso es todo. […]

[…] En la traducción también se está al resguardo de un autor. No se está en primera línea. Es el lado pasivo de la traducción (en comparación al texto, que sería activo!) […] Ni nos damos cuenta cuando vertimos sudor y lágrimas con un texto difícil.

Este aspecto pasivo hubiera terminado por exasperarme si no hubiera descubierto otra versión de la aventura: lo apasionante era dar a conocer no sólo el texto sino el autor, abría un sinfín de encuentros posibles…

Pero como traductora, no se es ni crítica ni escritora, ni se posee fuerza de persuasión alguna, resulta extremadamente arduo, entonces, que una obra desconocida logre aceptación.

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