miércoles, 17 de noviembre de 2010

¿Qué le habría dicho al editor impertinente la inspectora Jane Tennyson?


La filóloga y traductora española Carmen Montes publicó la siguiente columna en El Trujamán del 20 de octubre pasado, y en ella pone el dedo en la llaga porque reflexiona sobre el poco respeto que muchos editores manifiestan por el trabajo de los traductores.  

El desprecio 

Uno se dedica a esto, a traducir, porque le tiene respeto a la lengua y a la palabra escrita, entre otras razones. Uno se siente, y motivos no le faltan, orgulloso de ser traductor. Uno respeta al autor, sea o no santo de su devoción, y traduce lo que el autor, en su calidad de creador, ha elegido decir tal y como ha tenido a bien expresarlo. Allá él, piensa uno a veces…

Como traductor profesional, uno recibe un encargo y –obviamente– lo acepta. Y se pone manos a la obra. La obra, por cierto, tiene un estilo muy particular: lacónico, elíptico, de vacíos, casi poético. Plagado de metáforas insólitas más o menos afortunadas, pero que responden al deseo expreso (o sea, «expreso») del autor. Y uno fuerza la musculatura de su lengua hasta el límite permitido para, satisfaciendo todas las fidelidades que se le exigen como traductor, entregar al lector una versión digna y ajustada a la realidad del texto de ese autor.

Uno termina el trabajo, lo revisa, lo entrega.

Y la vida sigue, es decir, sigue la traducción y uno aborda la novela siguiente.

Pasan los meses y llegan las galeradas. Las galeradas del libro anterior, aquella novela de estilo parco y denso lleno de tropos peculiares que uno ha respetado casi como un esclavo. Uno empieza a leer, pero no reconoce el texto del autor. No reconoce su propio texto. O lo reconoce sólo parcialmente.

Entonces uno se pone nervioso, se revuelve en la silla, frunce el ceño, resopla presa del más amargo pálpito, recorre las páginas con la vista. Sí, no cabe duda, donde antes decía «Como si todo esto fuese un asado, una masa de hacer pan, un hombre viejo y cansado», ahora dice «Como cuando los niños juegan al escondite». Los policías no pueden sudar cuando suben las escaleras a pie –le dicen a uno–. Es raro. Y uno lee anotada en rojo la propuesta de suprimir esa frase. Y el refresco sueco Cuba-Cola pasa a ser un cubalibre tomado a deshoras y, además, en lugar y compañía imposibles en la sociedad en que se desarrolla la novela.

Uno se pregunta, y pregunta a qué se debe el cambio porque, claro, ¿no es el autor dueño y señor de sus personajes y de su sudor, y puede, si así lo considera oportuno, hacer que suden cuando suben las escaleras? Máxime cuando fuera están a cuarenta bajo cero y dentro, donde las escaleras, hay calefacción. Pero no es un cambio, no, es la versión del traductor alemán. El traductor alemán, le explican a uno, ha suprimido esa frase. Él es el canon.

Uno discute y rebate las alteraciones. Explica que no pueden ascender al protagonista –que es inspector– a comisario. Uno expone los problemas que ese cambio ocasiona en la novela y los que puede ocasionar en las siguientes. Uno no habla de la falta de rigor. Consigue, o eso cree, hacer valer cada una de sus elecciones.

Entrega las galeradas e intenta olvidar.

Hasta que recibe el catálogo de la editorial y lee con estupor en la portada de la novela lacónica y peculiar: «el comisario más sagaz, sensible e intuitivo de toda Escandinavia».

Puede que existan otras formas de humillar a los profesionales de la traducción, pero uno diría que están en ésa.

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