domingo, 7 de noviembre de 2010

"Las palabras que se dicen sobre la tierra tienen más certeza que las que se dicen sobre el agua."

La escritora argentina Ángela Pradelli (foto) publicó un texto en la revista Ñ del sábado 6 de noviembre lque, por su posible pertinencia, le fue pedido. Ella ofreció lo que aquí se publica: una versión más larga, que apareció por primera vez en el diario de Friburgo.

Las lenguas en Suiza

Sábado 25 de septiembre. Salgo temprano para la estación de Ginebra para tomar el tren de las 6.14hs. Quiero ir al Ticino, a la tierra de Alfonsina Storni, una poeta que nació aquí, pero que los argentinos consideramos tan nuestra que su nombre aparece en los libros de historia de la literatura argentina de las escuelas secundarias. Cuando el tren arranca todo el pasaje habla en francés. Los guardas me piden el ticket en francés, y los mozos del coche comedor me cobran también en francés. En una de las estaciones siguientes, cuyo nombre no retuve, suben varios soldados, son muchos, tantos que ocupan todos los asientos.  Todos los soldados hablan en alemán y se los ve contentos, seguro que porque irán a pasar el fin de semana a sus hogares y verán a sus amigos. El guardia, que vuelve a pasar, me pide el ticket en alemán esta vez. De repente me doy cuenta que el “tren francés” en el que yo había subido en Ginebra se convirtió en un “tren alemán” y me conmueve cómo, en el pasaje de una lengua a otra, cambian también los paisajes y la atmósfera.

Apenas unas estaciones más adelante sube un señor con su pequeño hijo. El señor tendrá casi cuarenta, me imagino. Se sienta a mi lado y escucho que habla español con su hijo.

–De qué país es? –le pregunto.

El señor me contesta que es ecuatoriano y empezamos a conversar. Me cuenta su historia de cómo llegó a Suiza desde Ecuador siguiendo a la mujer suiza de quien se había enamorado. Él trabajaba entonces en un barco en las islas Galápagos, un crucero que llevaba turistas de todas partes del mundo. Un día la muchacha suiza subió al barco y se enamoró de él. Él trabajaba como instructor de buceo y ella tomó una clase y fue en ese momento, mientras le enseñaba a bucear, que él también se enamoró de ella. Ella quería casarse en el barco, que los uniera para siempre el capitán del crucero. Él no.

–Por qué –le pregunto.
–Porque las palabras que se dicen sobre la tierra tienen más certeza que las que se dicen sobre el agua –me contesta.

Me quedo pensando en esta idea. Nunca se me había ocurrido que la certeza de las palabras dependiera, al menos en parte, del lugar en el que se produce la enunciación. Es una idea interesante. La forma en que los escenarios inciden sobre lo que decimos. En cierta manera, es casi lo contrario a lo que pensé unas estaciones atrás con el pasaje del francés al alemán. El ecuatoriano no es lingüista y su trabajo no tiene que ver con las palabras, sin embargo tiene pensamientos interesantes respecto al lenguaje, como si la reflexión sobre la lengua fuera para él algo cercano. Me dice que de todas las cosas importantes de la vida, las palabras son las más misteriosas.  

–Es así, mi señora –me dice finalmente mientras mira a su hijo.

El niño, que es muy sonriente, ha permanecido callado durante el viaje, sólo ha pronunciado algunos pocos monosílabos. Le pregunto si el niño habla en español. El ecuatoriano se pone serio. Me dice que el chico está retrasándose en el habla. Que tiene casi cuatro años y todavía le cuesta largarse a hablar.

–Y qué dice el médico? –le pregunto
–Que está cargando –me contesta.
–Cargando?
–Sí, el niño crece escuchando el francés, el italiano, el español y el alemán. Su doctor me lo ha dicho así, que en su cabeza están entrando varias lenguas, eso no es difícil me ha dicho el doctor. Se pueden oír varias lenguas sin que eso sea ningún problema.

–Y entonces? –le pregunto.
–Es que hablar es otra cosa, una cuestión muy diferente.
–Por qué? –le pregunto
–Porque hablar es una decisión –me dice.

Y enseguida agrega que el doctor le ha dicho que en la cabeza de su pequeño hijo se están creando distintos universos por las diferentes lenguas que el niño oye. Entonces recuerdo que en uno de sus poemas el escritor George Berger afirma que el lenguaje es la primera hoja de nuestra columna, y pienso entonces que son las palabras  las que nos ponen de pie y nos echan a andar y que la lengua resulta decisiva en nuestras vidas porque todos nuestros pasos, para aquí o para allá, son unos u otros según sean unas u otras las palabras que pronunciamos o según sean unas u otras las palabras que  preservamos en los silencios. Por el lenguaje elaboramos complejísimas situaciones aún cuando estemos hundidos en el peor de los desasosiegos. La lengua nos permite salir de las experiencias más perturbadoras. Las palabras nos ayudan a abordar el inmenso enigma que es el yo, y también nos ayudan a acercarnos, aunque sea acercarnos, al misterio que siempre es el otro. El habla es un acto que debería conmovernos cada vez que se concreta.
 
De pronto el tren se detiene.

–Acá bajamos nosotros –me dice él y nos despedimos.
 –Dónde estamos? –pregunto.
 –En Sólo tú –me contesta.

Busco el cartel en el andén. Solothurn, leo y pienso en el peso de los acentos, que los acentos pueden transformar un nombre un poco seca hasta hacerlo sonar como un bolero mejicano.

–Que tenga una buena vida, mi señora –me dice el ecuatoriano.

Yo saludo al niño. El pequeño me mira. Adiós, le digo. Bye bye. On voi, arrivederci. Que estés muy bien.

El niño me mira, intenta decirme algo. Respira hondo como si fuese a largar unas palabras de su interior.  Me pregunto en qué idioma me saludará. Me pregunto también, siguiendo la idea de su padre acerca de las palabras pronunciadas sobre la tierra o el mar, cómo son las palabras que se pronuncian en movimiento, sobre el tren en el que estamos, por ejemplo. El tren se detiene, finalmente el niño me sonríe pero decide no decir nada. Levanta su pequeña mano en un gesto de saludo, y se lleva consigo para siempre todas las palabras de nuestra despedida.

Apenas me quedo sola, sin la compañía de mis amigos de viaje, me doy cuenta de que ya no estamos en un “tren alemán”, los soldados se fueron bajando en las distintas estaciones y quedan solo dos. Ahora se oyen risas, fuerte también, carcajadas y gritos. Dos matrimonios sentados en los asientos frente a mí destapan una botella de vino y llenan las copas. Auguri, dicen, y se ríen y festejan y vuelven a servirse vino. Uno de ellos empieza a cantar y los otros lo siguen. Es que ahora el tren ha pasado a ser  un  “tren italiano”. Per favore signora, me dice el mismo guarda que me lo había pedido primero en francés y luego en alemán.

El poeta Ernesto Cardenal, afirma que “Cuando una lengua desaparece, no son sólo palabras  las que se pierden. Cuando se muere una lengua, es una visión del mundo lo que desaparece”. Me gusta pensar entonces en la visión del mundo de alguien que nació en Suiza, un país que como, un aleph, congrega diferentes lenguas y todas simultáneas.

Cuando llego al Bellinzona recorro el mercado callejero, y atravieso un escenario lleno de colores, me deleito con  el perfume del romero y reaparece en mí, una vez más una música de infancia que mi abuela italiana dejó anidando en mis oídos para siempre. Y vuelve esta historia que les cuento ahora y que tiene que ver también con el pasaje de las lenguas. Muchas veces los lectores me preguntan por qué escribo, suelen preguntar de dónde me viene la escritura, cuándo empecé.

Es que nosotros pasábamos los veranos en Río Negro, en la casa de mis abuelos y los domingos íbamos al río con mi abuela.  Mi abuelo nunca quería ir y sólo algunas días, pero recién cuando la tarde estaba por terminar y  el sol ya casi se había puesto detrás de las sierras, él bajaba a buscarnos. Ni bien llegaba, se sentaba sobre el tronco de algún árbol pero no aguantaba mucho ahí quieto y enseguida quería que volviéramos todos juntos a la casa. En cambio mi abuela siempre quería quedarse en el río un poco más. Le gustaba estar ahí y escuchar el rumor que el viento formaba en el agua o entre las ramas más altas de los álamos. Apenas  llegábamos, mi abuela se descalzaba, anudaba el ruedo del vestido por encima de las rodillas y se metía en el río. Tenía la piel muy blanca y a mí me gustaba acariciarle la humedad de los brazos desnudos. Cada tanto, formando un cuenco con las manos, juntaba agua y se mojaba la cabeza.  Las gotas de agua dulce se deslizaban por la piel blanca y lisa de la cara y se perdían en el cuello.  Se quedaba casi toda la tarde metida en el río, con el agua por encima de la rodilla y no le importaba volverse a casa con el vestido tan mojado que se le pegaba a las piernas. Casi siempre por las noches, cuando ya todos dormían, yo cruzaba el pasillo ancho que llevaba a los cuartos y entraba a la habitación de mi abuela. El pasillo estaba oscuro pero yo caminaba segura, guiada por la luz que se filtraba por debajo de la puerta de su cuarto. Mi abuela dormía tan poco que a veces  cuando amanecía, ella estaba todavía despierta, pero nunca la oí quejarse por eso. En verano dejaba la ventana abierta toda la noche y a veces, cuando entraba a su cuarto, la encontraba con los brazos apoyados sobre el marco oscuro de madera barnizada. Usaba una enagua de breteles finitos que, en las noches calurosas, a causa de la transpiración, se le adhería a los pechos y al vientre.

–¿Qué pasa? –me preguntaba cuando yo abría la puerta.

Otras veces la encontraba sentada sobre la cama. Era una cama tan alta que las piernas le quedaban colgando y ella hacía un balanceo casi imperceptible con los pies.  Mi abuelo dormía de espaldas, abrazado a la almohada, mientras ella revolvía una caja de zapatos llena de papeles, escritos casi todos en italiano. Cartas que ella desdoblaba y me leía en ese susurro espeso en el que hablábamos para no despertar a mi abuelo. Tarjetas. Fotos que tenían una dedicatoria al dorso. Estampitas de comunión de sus parientes en Italia. Ella me leía y hacía crecer un murmullo en ese calor pesado del cuarto. Después volvía a guardar todo en la caja y la escondía abajo del ropero.

–El abuelo no sabe, eh –me decía.
           
Y aunque nunca terminé de conocer del todo esos secretos, yo los guardé para siempre. Y a veces cuando escribo me parece que es eso lo que vuelve. El susurro de un idioma que entiendo a medias dentro de un cuarto caluroso; apenas un puñado de palabras para contar lo que está oculto. Voces de gente que no conozco, y que hablan ahí, encerrados en una caja de zapatos escondida debajo del ropero. Y una luz que algunas noches se filtra por debajo de la puerta y alcanza para alumbrar la oscuridad mientras camino.

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