sábado, 25 de septiembre de 2010

Chupate esta mandarina, "meloncete"



En la entrada correspondiente al 20 de septiembre pasado, El Trujamán publicó la siguiente reflexión de Marietta Gargatagli, que, como siempre, es modelo de inteligencia y sensatez, en flagrante contraste con la normativa de la Real Academia y la lógica de sus miembros.

Meloncete

Que la incorporación de nuevas palabras al Diccionario de la lengua española sea comentada por periódicos, programas de televisión, radios y blogs es una noticia feliz para la Real Academia Española. Revela una progresiva cercanía entre la institución y los hablantes que antaño no existía porque se percibía —imagino que erróneamente— que su funcionamiento era anacrónico cuando no demasiado enérgico. Este juicio positivo merece, sin embargo, algunos comentarios.

La palabra ‘meloncete’ me parece deliciosa, pero nunca la había oído nombrar. No es difícil suponer que debe ser corriente en alguna parte y me parece que esa noticia quizá debería figurar en la clasificación lexicográfica que refiere escuetamente el carácter irónico del vocablo y su definición: «muchacho poco avispado».

La actualización y ampliación del DRAE no es algo que se pueda simplificar ni tampoco acelerar. Las razones las aduce la propia Academia, aunque la descripción del proceso no menoscaba las perplejidades.
El Diccionario contiene una amplia selección de las voces y acepciones de uso regional o provincial español, así como de aquellas que corresponden a las distintas áreas y países de habla hispánica, cada una de ellas con su correspondiente marca, generalmente abreviada: And. (‘Andalucía’), Ar. (‘Aragón’), Cantb. (‘Cantabria’), Jaén, León, Vall. (‘Valladolid’); Am. (‘América’), Á. Andes (‘Área de los Andes’), NO Arg. (‘noroeste de la Argentina’), Bol. (‘Bolivia’), Ven. (‘Venezuela’), etc. (…) Todas aquellas entradas de uso general en España cuyo empleo en otros países ha sido expresamente negado por las Academias correspondientes, llevan la marca Esp.
No es difícil de comprender el complicadísimo mecanismo de concertar el trabajo científico de más de una veintena de instituciones vinculadas a una lengua que ni siquiera en España es léxicamente homogénea. Sin embargo, el último párrafo plantea dos preguntas: ¿son las academias americanas las que proponen qué palabras llevan la marca Esp.? ¿Ese argumentum ad ignoratiam es lo que explica que la mayor parte de los vocablos, entre ellos las nuevas incorporaciones, no lleven ninguna marca dialectal?

Quizá sea imposible todavía que el panhispanismo se entienda de un modo menos protocolario y que la Real Academia Española, de forma sistemática, añada las marcas dialectales del español peninsular. Por el momento, sin embargo, no parece útil un sistema lexicográfico en el que aparecen palabras marcadas y no marcadas frente a las que el lector no puede discernir ni su origen ni su extensión. Ni tampoco resulta apropiado que se utilicen definiciones circulares —definir una palabra con otra palabra (como siempre criticaron los lógicos)— que establecen jerarquías entre los vocablos poco compatibles con la universalidad democrática de la lengua. Por ejemplo: si se busca ‘pibe’, que en la Argentina, Bolivia y Uruguay, quiere decir nene o niño, la definición de la versión on line del DRAE es la palabra ‘chaval’, que es una equivalencia y no una definición. Ese procedimiento postula un lector exclusivamente español y convierte el término ‘chaval’ en una voz de la lengua general porque en su entrada respectiva no se menciona la marca Esp. La consecuencia práctica de las marcas oscilantes y de las definiciones circulares (que repiten en muchísimos casos) es que las formas peninsulares sólo pueden ser entendidas como formas universales con todo lo que eso significa para las traducciones que circulan por dos continentes.

Me parece que el énfasis eurocentrista (las palabras americanas se traducen en españolas) de las definiciones del diccionario —que se consulta en multitud de países— debería desaparecer con la energía que favorecen las nuevas tecnologías. Tal cambio histórico no es competencia sólo de la Real Academia Española; las Academias de los países americanos deberían ser fervorosas defensoras de que la unidad secular del idioma incluya también la igualdad de las diferencias.
Así ‘meloncete’ dejaría de ser un vocablo meramente simpático y se convertiría en una voz de los verdaderos, aunque incomprensiblemente jerarquizados, cuatrocientos millones de hablantes. Siempre y cuando se resuelva la forma femenina porque las muchachas poco avispadas también existen.

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