miércoles, 31 de marzo de 2010

Una encuesta para escritores (IX) Valle/Aguirre/Garland

El venezolano Gustavo Valle (Caracas, 1967) es poeta, narrador y ensayista. Publicó los libros de poemas Materia de otro mundo (Estruendomudo, 2003) y Ciudad imaginaria (Monte Avila, 2006), el libro de crónicas La paradoja de Itaca (Conac, 2005) y la novela Bajo tierra (Norma, 2009), que recibió el Premio Bienal de Novela Adriano González León. Coedita la revista de narrativa hispanoamericana http://www.cuatrocuentos.wordpress.com/, y mantiene también su blog http://www.thecuatreros.blogspot.com/.

1) ¿En qué reconoce una buena traducción? En otros términos, ¿cómo definiría una buena traducción?
Si la novela, cuento, ensayo o poesía me gusta, quiere decir que la traducción funcionó. Si no me gusta, comienzo hacerme preguntas: ¿será la traducción, será el original, seré yo? De cualquier forma pienso que la mejor traducción es la que pasa inadvertida, la que borra sus rastros, la que no deja huellas. Una buena traducción no debería permitirme apartar mi mirada y mis pensamientos del libro para preguntarme si es buena o no. Un traductor es como un jardinero que transplanta un ficus de un cantero a otro. Nadie se preguntará por el jardinero mientras vea al ficus saludable. Alabado sea el traductor.

2) ¿Le molesta leer un libro traducido a otras especies del castellano?
–Honestamente me molestan por igual las traducciones con estúpida jerga innecesaria y voces del ombligo barrial del traductor, como también las jeremiadas y lloriqueos de algunos lectores que parecen ver el diablo con sólo leer palabras como “gilipollas”. Como soy de un país no tradicionalmente productor de traducciones, me he entrenado durante años en el difícil arte de tragar argot español, porteño o mexicano (por nombrar tres importantes) Lo bueno de haberme formado en una periferia cultural es que no tengo el más mínimo deseo de ocupar un centro lingüístico, que de paso no existe. De alguna manera he conseguido sobrevivir de forma medianamente aceptable dentro del vasto y muchas veces caótico panorama de las traducciones en nuestro idioma.

3) ¿Quiénes, en su opinión, han sido buenos traductores en su país?
–Sin duda alguna José Antonio Pérez Bonalde y su traducción de "El Cuervo" de Edgar Allan Poe. No voy a repetir aquí las múltiples bondades de esa traducción, que ocupa un lugar en la historia literaria del idioma. Sólo sé que la primera vez que leí "El cuervo" fue en esa traducción. Luego leí la traducción de Cortázar y por último leí el original. En lo personal me quedo con la traducción de Pérez Bonalde. Han pasado ciento veinte años de esa traducción y sigue siendo ejemplar, algo tendrá ¿no? Luego habría que mencionar a Guillermo Sucre y sus traducciones de Sant John Perse, Wallace Stevens y William Carlos Williams, la de Alfredo Silva Estrada del Cementerio marino de Paul Valéry, y las traducciones de Kavafis de Francisco Rivera. Ah, y el caso muy especial de una joven y talentosa poeta, Belen Ojeda, quien ha hecho magníficas traducciones directas del ruso de Ana Ajmatova y Marina Stvetaieva.


Osvaldo Aguirre (Colón, Pcia. de Buenos Aires, 1964) fue profesor de la Escuela de Letras de la Universidad Nacional de Rosario y colaborador de los más diversos medios culturales de la Argentina. En la actualidad, se desempeña como editor del suplemento de cultura del diario La Capital, de Rosario, donde también fue periodista de la sección policiales. A la fecha, sus libros de poesía son Las vueltas del camino (Buenos Aires, Libros de Tierra Firme, 1992), Al fuego (Buenos Aires, Libros de Tierra Firme, 1994), El General (Mar del Plata, Melusina, 2000) y Lengua natal (Buenos Aires, Ediciones En Danza, 2007). Como narrador publicó Velocidad y Resistencia (Rosario, Editorial Municipal de Rosario, 1995), La deriva (Rosario, Beatriz Viterbo,1996), Los pasos de la memoria (crónicas, 1996), Estrella del Norte (Buenos Aires, Ed. Sudamericana, 1998), La noche del gato de angora (Rosario, Fundación Ross, 2006) y Roncanrol (Rosario, Beatriz Viterbo, 2006). Además de haber editado las obras poéticas de Arturo Fruttero y Felipe Aldana, Aguirre publicó su inclasificable libro Notas en un diario (Rosario, Editorial Municipal de Rosario, 2006) y, ya en el terreno del ensayo y de la crónica, Historias de la mafia en la Argentina (1900-1940) (Buenos Aires, Aguilar, 2000), Enemigos públicos (Buenos Aires, Aguilar, 2003) y La pandilla salvaje. Butch Cassidy en la Patagonia (Buenos Aires, Norma, 2004), entre otros títulos.

1) ¿En qué reconoce una buena traducción? En otros términos, ¿cómo definiría una buena traducción?
–Podría contestar con un ejemplo referido a mi experiencia de lector. Creo que tuve por primera vez una idea de lo que es una buena traducción al leer la traducción que hizo Rubén Reches de la poesía de François Villon (Testamentos, Centro Editor de America Latina, Buenos Aires, 1984). Yo venía de leer otras versiones –la de Gonzalo Suárez, en Visor, y la de Carlos Alvar, en Alianza– y la diferencia fue abismal. Si una compara las tres versiones, parece que Reches estuviera traduciendo otros textos que Alvar y Suárez; en realidad es como si retomara el movimiento mismo de Villon en la creación poética, en lugar de buscar el equivalente semántico en español de sus versos. La traducción de Reches acerca a Villon al lector y al mismo tiempo nos recuerda en todo momento su tiempo y su lugar. No lo sentía más cerca por el hecho de que Reches fuera argentino y Suárez y Alvar españoles, sino porque estaba leyendo poesía y no textos desprovistos de todo arte. Incluso su aparato de notas es más sólido e interesante, en la medida en que no se trata de un conjunto de referencias para saber en qué epoca vivió tal o cual personaje, o cómo se llamaba tal taberna de París, sino que aporta un análisis literario y lingüístico que consigue eso insólito: comprender íntimamente a un poeta que escribió en argot hace seis siglos.

2) ¿Le molesta leer un libro traducido a otras especies del castellano? Si sí, ¿por qué?
–Sí, me molestan las traducciones en el castellano cerrado de ciertos traductores españoles. Porque así no puedo leer. Por ejemplo, me es bastante difícil leer los cuentos de Carver, tal como están traducidos en Anagrama. Con los poemas no me pasa. Las novelas de Cormac McCarthy son ya imposibles para mí, en las versiones que circulan. También me resulta penoso leer cierta edición de Norte, de Seamus Heaney. En algunos casos la traducción me resulta igualmente indigerible, pero el tipo de relato hace que finalmente la pase por alto: por ejemplo, en las novelas policiales de Petros Márkaris.

3) ¿Quiénes, en su opinión, han sido buenos traductores en su país? ¿De qué obras?
–El primer libro que se me aparece es La vida en los pliegues, de Henri Michaux, traducido por Víctor Goldstein, en Ediciones Librerías Fausto (1976). Fue lo primero que leí de Michaux y me maravilló. La antología de poesía francesa que hizo Raúl Gustavo Aguirre, también para Fausto: las versiones de Char, las de Robert Desnos. Tengo un recuerdo muy grato, como lector y como estudiante de Letras, de la traducción que hizo Angel Battistessa de la Divina Comedia. Otro traductor para destacar es Lysandro Z. D. Galtier, también por ser precursor en los estudios sobre traducción, con su antología sobre la traducción literaria, en Ediciones Culturales Argentinas. Un traductor medio escondido es Arturo Fruttero (provincia de Santa Fe, 1909-1963), que dejó versiones de poetas ingleses que están dispersas en publicaciones olvidadas de la Asociación Rosarina de Cultura Inglesa. Entre lo último que leí destacaría los cuentos de John McGahern traducidos por Gerardo Gambolini, un libro extraordinario.


Inés Garland (Buenos Aires, 1960) es periodista y escritora. Colaboró con diversos medios, fue productora de televisión y realizadora de documentales y cortometrajes y, en la actualidad, coordina talleres literarios. Es autora de la novela El rey de los centauros (Buenos Aires, Alfaguara, 2006), de los cuentos incluidos en Una reina perfecta (Buenos Aires, Alfaguara, 2008) y de la nouvelle Piedra, papel y tijera (Buenos Aires, Alfaguara, 2009).

1) ¿En qué reconoce una buena traducción? En otros términos, ¿cómo definiría una buena traducción?
–Me parece que una buena traducción se define principalmente porque el resultado es buena literatura (estoy descontando que el original lo es). Una buena traducción se lee con la fluidez del original y hace que nos olvidemos de que se trata de una traducción o nos pongamos a pensar en cómo lo habrá dicho el escritor en el original). Trato de no leer traducciones del inglés porque, cuando lo hago, inevitablemente me encuentro frente a frases o palabras o diálogos que estoy segura de que el escritor del original no pudo haber usado (por supuesto me pasa más con autores que conozco, pero es casi una constante esta experiencia y la necesidad de chequear con el original y mantener entonces diálogos mentales y discusiones imaginarias con el traductor). Creo que la traducción tiene obstáculos muy difíciles que necesitan de mucho tiempo, sutileza (¡discusión minuciosa y obsesiva con otros escritores o traductores!) y un conocimiento muy profundo de los matices de la propia lengua además de los de la original para dar en el clavo. También reconozco que es mucho, muchísimo más fácil criticar una traducción que hacerla. Encontrarle el pelo a la sopa cuando ya está cocinada por otro (que seguramente perdió el pelo por el esfuerzo).

2) ¿Le molesta leer un libro traducido a otras especies del castellano? Si sí, ¿por qué?
–Me molestan algunos giros del español, algunas palabras, el uso del "le" para el objeto directo, ciertas cosas que muchas veces percibo como una falta de sutileza. ¡Pero no sé si podría explicar por qué me molestan estos giros en las traducciones y no en los originales en español!

3) ¿Quiénes, en su opinión, han sido buenos traductores en su país? ¿De qué obras?
–Los máximos problemas los tengo siempre con traductores del inglés al español de España. A pesar de qué encontré algun error, me gustó la traducción de La geometría del amor de Cheever con prólogos de Fresán (como alguien tomó prestado el libro y no me lo devolvió, no sé quién la hizo). Esto que voy a decir no queda muy bien, pero no recuerdo los nombres en general, los de los traductores tampoco. Me gustó también el traductor de Bernard Sclinck. Leí tantas veces Nueve Cuentos de Salinger que me dejó de molestar la traducción. Creo que cuando el libro es muy bueno me termino olvidando de los problemas de traducción, aunque ahora que estoy zambullida en los cuentos de Alice Munro, no soporté más leerla en español (me habían regalado El amor de una mujer generosa) y corrí a conseguirla en inglés.

martes, 30 de marzo de 2010

Una encuesta para escritores VIII Bellessi/Serrano

La poeta, ensayista y traductora Diana Bellessi (Zavalla, Pcia. de Santa Fe, 1946) estudió Filosofía en la Universidad Nacional del Litoral. Ha publicado: Destino y propagaciones (Guayaquil, Casa de la Cultura,1970), Crucero ecuatorial (Buenos Aires, Sirirí, l981), Tributo del mudo (Buenos Aires, Sirirí, 1982) –ambos libros han sido reeditados en un solo volumen por Libros de Tierra Firme en 1994–, Danzante de doble máscara (Buenos Aires, Ultimo Reino, 1985); Eroica (Buenos Aires, Libros de Tierra Firme/Ultimo Reino, 1988); Buena travesía, buena ventura pequeña Uli (Buenos Aires, Nusud, l991), El jardín (Rosario-Buenos Aires, Bajo la Luna Nueva, l993, reeditado en l994); Colibrí, ¡lanza relámpagos! (Buenos Aires, Libros de Tierra Firme, l996); The twins, the dream –libro a dos voces con Ursula K. Le Guin– (Houston, Arte Público Press, University of Houston, 1996); Sur (Buenos Aires, Libros de Tierra Firme, 1998); Gemelas del sueño –con U. K. Le Guin– (Bogotá, Grupo Editorial Norma, 1998); Leyenda (Barcelona, Nuevas Ediciones de Bolsillo, 2002); Antología poética (Buenos Aires, Fondo Nacional de las Artes, 2002); Mate cocido (Buenos Aires, Grupo Editor Latinoamericano, 2002); La edad dorada (Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2003), La rebelión del instante (Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2005), Persecución del sueño (Santiago de Chile, Lom, 2006), Variaciones de la luz (Buenos Aires, Bajo la luna, 2006) y el monumental volumen Tener lo que se tiene (Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2009), que reúne la totalidad de la poesía publicada por la autora hasta la actualidad. Durante dos años coordinó talleres de escritura en las cárceles de Buenos Aires, experiencia encarnada en el libro Paloma de contrabando (Buenos Aires, Torres Agüero, 1988). Asimismo, publicó un libro de reflexiones, Lo propio y lo ajeno (Buenos Aires, Feminaria, 1996; reeditado en versión ampliada, Santiago de Chile, Lom, 2006). A la fecha tradujo los poemas incluidos en Contéstame, baila mi danza (selección y traducción de poetas norteamericanas contemporáneas, Último Reino, Buenos Aires, 1984), luego reeditado en versión ampliada como Diez poetas norteamericanas (Caracas, Editorial Angria, 1995); y Desnuda y aguda la dulzura de la vida, de Sophía de Mello Breyner (Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2002).

1) ¿En qué reconoce una buena traducción? En otros términos, ¿cómo definiría una buena traducción?
–Cuando me olvido que es una traducción y la sombra atrás, del texto original, desaparece; cuando no pienso en el idioma sino en lo que el autor me dice; cuando no pienso en el autor sino en eso que se dice. Cuando no imagino lo que se pierde, irremediablemente, en toda traducción, y el objeto nada, rápido y sutil, en las aguas del anochecer como los gansos de Clarita sobre el río San Antonio. Cuando lo que leo me hace feliz, aún escrito por dos escritores, el autor y su traductor.

2) ¿Le molesta leer un libro traducido a otras especies del castellano? Si sí, ¿por qué?
–¿Otras especies del castellano? ¿Cuál sería el castellano originario? ¿El que se habla en Castilla? ¿El que alguna vez se habló en Castilla? Un idioma se hace durante siglos, de voz en voz y en lugares distantes; adoro la aparición de arcaísmos y el lunfa regional más reciente usados en contigüidad, cuando encuentran su estilo, su música. La traducción debe apoyar su oído en esa música, en ese estilo que se intenta revivir, como a Lázaro o a Talita Kumi, en otra lengua. Aunque he traducido bastante, no me considero una traductora, sino una lectora apasionada, sobre todo de poesía, a veces escrita en otras lenguas, y allí aprendí a ser menos sorda, a reconocer un tono y una manera, la puerta abierta a la prosodia en otros idiomas y en el propio.

3) ¿Quiénes, en su opinión, han sido buenos traductores en tu país? ¿De qué obras?
–Enrique Pezzoni, por Moby Dick de Melville, y por El bosque de la noche y los cuentos de Djuna Barnes. Alberto Girri, por su traducción de poetas norteamericanos, que fue una donación, un regalo en mi vida. Murena traduciendo a Walter Benjamin en los ensayos escogidos. Entre los contemporáneos a Mirta Rosenberg, y su constante traducción de poesía, Jorge Aulicino por Pasolini y otros, Zaidenwerg y Crotto por la traducción de “Mass for the Day of St. Thomas Didymus” de Denise Levertov. Y acabo de leer unos cuentos preciosos de la irlandesa Claire Keegan, traducidos por Jorge Fondebrider.


El poeta y ensayista mexicano Pedro Serrano (Montreal, 1957) estudió Letras Hispánicas en la UNAM y Letras Inglesas en la Universidad de Londres. Actualmente es profesor en la UNAM, en cuyo seno dirige la versión digital del Periódico de Poesía.  Fue fundador de la revista de literatura Cartapacios, jefe de redacción de la revista México en el Arte, y es miembro fundador de la revista Fractal. Ha hecho crítica cultural, literaria y dancística. Publicó los libros de poemas El miedo (1986), Ignorancia (1994) , Turba (2005), Desplazamientos (2006, que reune poemas de los tres libros, anteriores), Nueces (2009). En 2000 publicó con Carlos López Beltrán La generación del cordero. Antología de la poesía actual en las Islas Británicas y No tire piedras a este letrero de Matthew Sweeney,  Rey Juan, de William Shakespeare (2003). También en 2000 se estrenó en Francia y México la ópera Les marimbas del éxil, con libreto suyo y música de Luc Le Masne.

1) ¿En qué reconoce una buena traducción? En otros términos, ¿cómo definiría una buena traducción?
–En su movimiento en la otra lengua, en su capacidad de ser paladeada, en su destreza para entrar a terrenos extraños y salir de ellos con bien, en su capacidad para activar la lectura, para responder por sí misma, y dentro del texto, a las posibles incomodidades, extrañezas, desvíos o excesos de fidelidad que puede tener. Una buena traducción es un texto en sí en la otra lengua de llegada.

2) ¿Le molesta leer un libro traducido a otras especies del castellano? Si sí, ¿por qué?
–No, si se justifica. Lo que incomoda al lector al leer una palabra que no está en su registro es que lo saca de la ficción de estar leyendo a un autor y le recuerda que lee una traducción. Esto es insoluble, a menos que se hagan adaptaciones regionales. El problema no es ese, aunque ese es un aspecto sumamente intrigante de la traducción. Lo que me enoja es que el traductor (o el revisor) no se haya tomado el trabajo de pensar que está traduciendo a una lengua, y no a su propio dialecto, y que esa lengua presenta variantes y equivalencias paralelas a la otra. Por ejemplo, cuando Tomás Segovia traduce en Hamlet "patán" por "clown", está tomando una decisión que nos puede gustar o no, pero cuyos registros de equivalencia y cronología en español están perfectamente justificados. Por el contrario, cuando Ramón de España traduce, en la biografía de V. S. Naipaul hecha por Patrick French"siluro" por "catfish", está pasando por alto que el pez al que se refiere Naipaul habita en el Caribe, y que a ese pez, en esa región, se le llama "bagre". La decisión de Segovia me puede extrañar, pero la de España me enfada. El traductor es el primero que tiene que saber que hay muchas maneras de traducir. Es injustificable que no lo sepa. Es injustificable que alguien piense que su regionalismo es universal. Otra cosa es si regresa a él después de sopesar otras posibilidades.

3) ¿Quiénes, en su opinión, han sido buenos traductores en su país? ¿De qué obras?
–Tomás Segovia: su Hamlet es un paradigma de decisiones muy pensadas y el resultado de una vida dedicada a la traducción y a la escritura de poesía. Rubén Bonifaz Nuño: su Eneida está traducida a un español intratable, pero por eso mismo, si el lector logra atravesar los sargazos de la extrañeza se va a encontrar en un mundo que es a la vez latino y español, arcaico y suyo, inimaginable y cierto. Antonio Alatorre: su traducción de Literaturas Europeas y Edad Media Latina de Ernst Robert Curtius (hecha en colaboración con Margit Frenk) es un ejemplo de erudición, exactitud y tersura. Esther Seligson: sus traducciones de Cioran son un placer de intensa lectura y fina ironía. Las traducciones de Sergio Pitol del polaco y el ruso, entre otros (Gombrowikz y Chejov, por ejemplo) son ejemplo de curiosidad, pulso y apuesta intelectual. Entre las más recientres, están las traducciones de Francisco Segovia del poeta griego Yorgos Seferis (en colaboración con Selma Ancira), las de Fabio Morábito de Eugenio Montale, las de José Luis Rivas de Saint John Perse y las de Pura López Colomé de Seamus Heaney. Hernán Bravo Varela es un poeta y traductor joven a quien, antes de conocerlo, supe de él por una excelente traducción que hizo de Philip Larkin. Carmen Leñero, Julio Trujillo, Tedi López Mills, Jaime Moreno Villarreal y Carlos López Beltrán (con quien he tendo el enorme placer de traducir a poetas británicos) son poetas que han hecho muy buenas traducciones.

lunes, 29 de marzo de 2010

Una encuesta para escritores (VII) Zondek/Kartun

Verónica Zondek (Santiago de Chile, 1953) es Licenciada en Historia del Arte de la Universidad Hebrea de Jerusalén. Poeta, traductora y gestora cultural, forma parte del comité editorial de LOM, la principal editorial independiente chilena. Es asesora externa del Departamento de Extensión de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Austral de Chile, en Valdivia. Durante los últimos 25 años se ha dedicado a la traducción tanto de textos literarios como de otras materias. Escribe poesía y sus libros han sido publicados en Chile, Argentina y Colombia. Ha organizado innumerables encuentros literarios nacionales e internacionales tanto en Chile como en el extranjero. Ha publicado Entrecielo y Entrelinea (Santiago: Ediciones Minga, 1984), La Sombra tras el Muro (Santiago, Ediciones Manieristas, 1985), El Hueso de la Memoria (Buenos Aires: Editorial Ultimo Reino, 1988), Vagido (Buenos Aires: Editorial Ultimo Reino, 1991), Peregrina de mí (Santiago: Editorial Cuarto Propio, 1993), Membranza (Santiago, Ed. Cuarto Propio y Cordillera, 1995), Entre Lagartas (Santiago: Ed. Lom, 1999), El Libro de los Valles (Santiago: Ed. Lom, 2003) y Por gracia de hombre (Santiago: Ed. Lom, 2008); en co-autoría, Cartas al Azar (Zondek, Verónica; Adriasola, María Teresa. Muestra de Poesía Chilena; Santiago, Ediciones Ergo Sum, 1989). Tradujo poemas de Derek Walcott,  Ann Sexton y Paul Celan.

1) ¿En qué reconoce una buena traducción? En otros términos, ¿cómo definiría una buena traducción?
–Una buena traducción es aquella en la cual lees y el lenguaje no te entorpece ni la facultad de comprensión ni el placer de la lectura. Sin embargo, esto puede ser así y la traducción puede haber inventado el texto por completo. En ese caso, esta sería una mala traducción ya no tendríamos acceso alguno a lo que el autor quizo o quería decirnos., Esto, claro, sólo en el caso de que yo lectora, maneje la otra lengua y tenga acceso a ella. Sin eso, podría pasar por buena igualmente. Pero fraudes existen en todos los oficios.

2) ¿Le molesta leer un libro traducido a otras especies del castellano? Si sí, ¿por qué?
–Muchas veces sí y por la mitad de la razón que te planteo en la primera pregunta: porque me entorpece el placer de la lectura, me hace detenerme y no me deja fluir. Me hace conciente y no deja que el texto me transporte a ese otro espacio en el que funciona y en el que a mí me place entrar.

3) ¿Quiénes, en su opinión, han sido buenos traductores en su país? ¿De qué obras?
–Pues varios. Así al vuelo te puedo hablar de Miguel Castillo Didier con sus traducciones de Kavafis y Elytis, Humberto Díaz Casanueva con su traducción de Coleridge, Uribe con su traducción de Pound y Rimbaud, Pablo Oyarzún con su traducción de Celan, Waldo Rojas con su traducción de Michaux y Ponge y otros, que dada la premura del pedimento quedarán en el tintero.


Mauricio Kartun (San Martín, Pcia. de Buenos Aires, 1946) es dramaturgo, director y maestro de dramaturgia. Creador de la Carrera de Dramaturgia de la E.A.D., Escuela de Arte Dramático de la Ciudad de Buenos Aires, es responsable allí actualmente de su Cátedra de Taller y de su Coordinación Pedagógica. Es docente de la Universidad Nacional del Centro en cuya Facultad de Arte es titular de las cátedras Creación Colectiva, y Dramaturgia; en la Carrera de Promoción Teatral de la Universidad de las Madres de Plaza de Mayo fue titular también de la materia Escritura Teatral; y dictó en la Escuela de Titiriteros del Teatro Gral. San Martín la materia Dramaturgia para títeres y objetos. De continuada actividad pedagógica en su país y en el exterior, ha dictado innumerables talleres y seminarios en España, Brasil, México, Cuba, Colombia, Chile, Venezuela, Uruguay, Bolivia y Puerto Rico. Recibió, entre muchos otros, el Premio Argentores (1983), el Premio al Mejor Autor Nacional otorgado por la Asociación de Cronistas del Espectáculo (1991), el Prensario (1993), y el Premio Konex (1994 y 2004). Su obra édita incluye Chau Misterix (Buenos Aires, Editorial Autores, 1983), La casita de los viejos (Buenos Aires, Editorial Autores,  1985 y Editorial Puntosur, 1989), Cumbia morena cumbia (Buenos Aires, Editorial Autores, 1985), Pericones (Buenos Aires,  Ediciones Teatro. T.M.G.S.M., 1987), El partener (Santa Fe, Universidad Nacional del Litoral. Serie Teatro Argentino, 1989 y Girol Books, Canadá, 1993), Salto al cielo (Girol Books, Canadá, 1993), Obras completas. Tomo I (Buenos Aires, Ediciones Corregidor, 1993), Lejos de aquí (Cuba, Revista Conjunto Nº 100, 1995), Como un puñal en las carnes (Revista Teatro XXI. Año II. Nº 12, 1996 y Madrid, Ediciones Casa de América, 1999), Rápido nocturno, aire de foxtrot (Revista Teatro/CELCIT 9/10. 1998 y Madrid, Ediciones Casa de América, 1999),  Diálogos Dramatúrgicos México-Argentina (México, Ed. Tablado IberoAmericano, 2000), Obras completas. Tomo II (Buenos Aires, Ediciones, Corregidor, Buenos Aires, 1999), Escritos 1975-2001 (Buenos Aires, Libros del Rojas, Universidad de Buenos Aires, 2001),  Sacco y Vanzetti(Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2001), El Niño Argentino (Buenos Aires, Editorial Atuel, Colección Biblioteca del Espectador, 2006), Sacco y Vanzetti. Dramaturgia sumaria de documentos sobre el caso (Cuba, Nuevo Teatro Argentino: dramaturgia (s), Colección La Honda, Casa de las Américas, 2007) y Una conceptiva ordinaria para el dramaturgo criador (México, Cuadernos de Ensayo Teatral, Editorial PASODEGATO, México, 2007)

1) ¿En qué reconoce una buena traducción? En otros términos, ¿cómo definiría una buena traducción?
–Pienso exclusivamente en términos de teatro que es el género que conozco y practico. En el curioso mecanismo de poetizar lo coloquial, de estilizar esa zona berreta de la palabra que es siempre la catarata oral, el teatro se ha valido tradicionalmente de algunos procedimientos básicos. Más allá del sentido, de la letra, ha hecho formas con la palabra en tanto sonido: ha hecho música, digamos. Aun en la más cruda prosa. Y en un acto más complejo al dotar a distintos personajes de su propio lenguaje y su propio ritmo, ha hecho composición. Una buena obra es siempre una construcción polifónica. Una buena traducción teatral es aquella entonces que al sentido puede sumarle esta compleja condición musical. Creo que a diferencia de buena parte de la narrativa el teatro se escribe con la oreja. Requiere entonces de traductor afinado. O chirría.

2) ¿Le molesta leer un libro traducido a otras especies del castellano? Si sí, ¿por qué?
–Recuerdo siempre un “piélago de calamidades” que en una traducción de Astrana Marín me hizo revolear por la ventana de un segundo piso un Shakespeare hace años. El que se quema con leche cuando ve la vaca llora: me llevó largo tiempo volver a entrarle en otras versiones. Intenté con el Romeo y Julieta que tradujo Neruda y quedé convencido de que se trataba de teatro infantil. Medio grandecito ya fui descubriendo traducciones más cercanas y recién allí pude disfrutarlo. Trabajar para el oído del espectador tiene en el teatro sus bemoles: la carga afectada del tú en una punta o la vulgaridad del voseo en la otra son capaces de contaminar a cualquier clásico. Hemos llegado en nuestros escenarios al extremo de generar construcciones neutras que evitando ambas dificultades le den al público la sensación de cercanía sin que suene a colectivo 60: una pirueta de circo.

3) ¿Quiénes, en su opinión, han sido buenos traductores en tu país? ¿De qué obras?
–Buenas versiones de las de Pinter hizo Spregelburd, por ejemplo, pero sería muy injusto dar nombres porque cito de memoria (a diferencia de las traducciones literarias las de teatro solo quedan registradas en el programa de mano). Seguro que hay muchos otros. Que no los recuerde habla seguramente de cierto injusto anonimato que condena en general a los traductores. Cuando la traducción está bien no se los ve y cuando está mal se los apalea. En toda Latinoamérica todavía nos cascotean por haber edulcorado a O´Neill y a Tennessee Williams en las únicas traducciones que circularon durante décadas.

domingo, 28 de marzo de 2010

Una encuesta para escritores (VI) Jeanmaire/Bonnett/Echavarren

Federico Jeanmaire (Baradero, Pcia. de Buenos Aires, Argentina, 1957) es narrador y ensayista. Licenciado en Letras, ha sido profesor en la Universidad de Buenos Aires, en la cátedra de Beatriz Sarlo. Investigador del Siglo de Oro, fue becado en 1990 por el Ministerio de Relaciones Exteriores de España para trabajar en la Sala de Manuscritos de la Biblioteca Nacional de Madrid. Ese mismo año su libro Miguel, una biografía ficticia de Cervantes, fue finalista del Premio Herralde de Novela y publicada por la editorial Anagrama. Con su novela Mitre, obtuvo el Premio Especial Ricardo Rojas, a la mejor novela argentina escrita entre 1997 y 1999, galardón otorgado por el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Asimismo, después de 20 años de estudio, publicó Una lectura del Quijote (Seix-Barral, 2004), un ensayo que lo confirmó como uno de los mejores especialistas y lectores de Cervantes. Publicó Un profundo vacío en el pie izquierdo (autoedición, 1984), Desatando casi los nudos (Norma, 1986, y Seix Barral, 2007), Miguel (finalista del Premio Herralde de Novela, Anagrama, 1990), Prólogo anotado (Sudamericana, 1993), Montevideo (Norma, 1997), Mitre (Norma, 1998; Seix Barral, 2006), Los zumitas (Norma, 1999), Una virgen peronista (Norma, 2001), Papá (Sudamericana, 2003, y Seix Barral, 2007), Países Bajos (Seix-Barral, 2004), Una lectura del Quijote (Seix Barral, 2004), El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha (edición para niños, adaptación junto con Ángeles Durini, Emecé, 2004), Cómo se empieza a escribir una narración, VV.AA. (Libros del Rojas, 2006), La patria (Seix Barral, 2006), Vida interior (Emecé, 2008, Premio Emecé 2008 de Novela) y Mas liviano que el aire (Alfaguara/Clarin 2009 - Premio Clarin 2009 de Novela).

1) ¿En qué reconoce una buena traducción? En otros términos, ¿cómo definiría una buena traducción?
–Creo que una buena traducción se reconoce en la percepción de que no estamos leyendo una traducción. Tan fácil o tan difícil como eso.

2) ¿Le molesta leer un libro traducido a otras especies del castellano? Si sí, ¿por qué?
–Sí, claro, me molesta. Me fastidia, incluso.

3) ¿Quiénes, en su opinión, han sido buenos traductores en tu país? ¿De qué obras?
–Creo que en la Argentina, un gran traductor ha sido Enrique Pezzoni. Recuerdo con entusiasmo su extraordinaria traducción de Moby Dick. También recuerdo con cariño, aunque no sea argentino, la traducción de León Felipe de los poemas de Whitman.


Piedad Bonnett (Amalfi, Colombia, 1951) es poeta, novelista, dramaturga y crítica literaria. Licenciada en Filosofía y Letras de la Universidad de los Andes, ha ejercido allí como profesora en la Facultad de Artes y Humanidades desde 1981. Además de su obra estrictamente creadora, ha desarrollado, además, una gran labor crítica y de difusión de la poesía colombiana. En 1994 reció el Premio Nacional de Poesía Instituto Colombiano de Cultura. Su obra poética incluye De Círculo y Ceniza (1989), Nadie en casa (1994), El hilo de los días (1995), Ese animal triste (1996), Que muerde el aire afuera (1997), No es más que la vida (antología, 1998), Todos los amantes son guerreros (1998), Los privilegios del olvido (antología, 2008), Las herencias (2008) y Las tretas del débil (2008). Sus novelas son Después de todo (2001), Para otros es el cielo (2004) y Siempre fue invierno (2007). Como dramaturga escribió  Gato por liebre , Se arrienda pieza, Sanseacabó y adaptó Noche de epifanía de  William Shakespeare. Publicó además Imaginación y oficio (entrevistas críticas a poetas colombianos, 2003) y El mundo según Gabriel García Márquez, antología de definiciones (2005).

1) ¿En qué reconoce una buena traducción? En otros términos, ¿cómo definirías una buena traducción?
–Una buena traducción se reconoce al rompe, por el ritmo de la prosa, porque transitamos por ella sin dificultad, porque no nos brinca tanto un localismo completamente desconocido que nos obliga a detenernos en busca de su significado o a saltar por encima de él con impaciencia.
En poesía más aún: aunque creo que debe privilegiarse el sentido, unos versos vertidos de manera literal y prosaica me resultan lamentables, hasta el punto de dejar el libro con desconfianza. (Me pasa a menudo con los que traducen del ruso). Pero lo contrario también es fatal: rimas forzadas, sintáxis trastocadas buscando unas equivalencias rítmicas que nunca se van a encontrar. En este caso prefiero las versiones declaradas como tales, hechas por poetas. Cuando me encuentro con esto, me digo: !este poeta jamás pudo haber escrito esto! Con las traducciones de poesía sufro mucho.
Me gusta un traductor relativamente transparente, (al que yo nunca vea) pero que de vez en cuando me provoque una exclamación interna: !qué buena traducción! Me gusta, por ejemplo, Saénz, el traductor de Bernhard. A pesar de los localismos, me gusta Damián Alou, el traductor de John Banville. A ese le paso ciertos rasgos locales, los minimizo, porque logra toda la maestría atmosférica y la agudeza descriptiva del autor.

2) ¿Le molesta leer un libro traducido a otras especies del castellano? Si sí, ¿por qué?
–Sí, definitivamente. Sobre todo los españolismos, que me resultan irresistibles. Pero si un argentino tradujera todo un libro de un inglés desde el vos, también me mortificaría. Sin embargo, no me interesa tampoco un español completamente neutro. Un ligerísimo aire local puede de pronto poner ciertos acentos, una calidez a la lengua que el ejercicio del purista no logra. En fín, es un tema espinoso.

3) ¿Quiénes, en su opinión, han sido buenos traductores en tu país? ¿De qué obras?
–No los hay muchos. O no los conozco. (aquí se compran mucho traducciones, cuando se trata de literatura) Recuerdo tres nombres de traductores buenos: en prosa, Nicolás Suescún (menos bueno para la poesía), Carlos José Restrepo y una traductora ocasional, Margarita Valencia.


Roberto Echavarren (Montevideo, 1944) realizó estudios de postgrado en filosofía en la Universidad Goethe, de Frankfurt am Main. Se doctoró en letras en la Universidad de París VIII. Fue docente en la Universidad de Londres, en la Universidad de Nueva York, en el Centro Cultural “Ricardo Rojas” de la Universidad de Buenos Aires y en la Facultad de Humanidades de la Universidad de Montevideo. Sus últimos libros de poemas son Performance (una antología de sus volúmenes anteriores de poesía y una serie de trabajos en torno a su obra) compilado por Adrián Cangi, Buenos Aires, Eudeba, 2000), Casino Atlántico (Montevideo, Artefato, 2004), Centralasia (Buenos Aires, Tse-tse, 2005). Sus novelas son Ave roc (Montevideo, Graffiti, 1995, Buenos Aires, Bajo la luna, 1995; reedición Buenos Aires, Mansalva, 2007) y El diablo en el pelo (Montevideo, Trilce, 2003, Buenos Aires, El cuenco de plata, 2005). Sus libros de ensayo son El espacio de la verdad: Felisberto Hernández (Buenos Aires, Sudamericana, 1981), Montaje y alteridad del sujeto: Manuel Puig (Santiago de Chile, Maitén, 1986), Margen de ficción: poéticas de la narrativa hispanoamericana (México, Joaquín Mortiz, 1992), Arte andrógino: estilo versus moda (Premio del Ministerio de Cultura de Uruguay, Montevideo, Brecha, 1998; Buenos Aires, Colihue, 1998; Valencia, Ex-culturas, 2003) y Fuera de género: criaturas de la invención erótica, (Buenos Aires, Losada, 2007). Es compilador (junto con José Kozer) y prologuista (junto con Néstor Perlongher) de Medusario, muestra de poesía latinoamericana (México-Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1996, y Buenos Aires, Mansalva, 2010).

1) ¿En qué reconoce una buena traducción? En otros términos, ¿cómo definiría una buena traducción?
–Debe mantener la economía del original, vale decir el ritmo, tensión, economía verbal, todo esto escogiendo en cada caso las expresiones y vocablos más idóneos.

2) ¿Le molesta leer un libro traducido a otras especies del castellano? Si sí, ¿por qué?
–Sí, me molesta porque no reconozco allí mi idioma.

3) ¿Quiénes, en su opinión, han sido buenos traductores en su país? ¿De qué obras?
Yo mismo, de Shakespeare (Troilo y Cressida), John Ashbery (Como un proyecto del que nadie habla, antología), Wallace Stevens (Las auroras de otoño), Federico Nietzsche (El ocaso de los ídolos), poesía rusa, etc.

sábado, 27 de marzo de 2010

Una encuesta para escritores (V) Millan/Andruetto

El español José Antonio Millan (Madrid, 1954) es lingüista, editor (tanto en papel como en formato digital), traductor, articulista y escritor. Es autor de los relatos contenidos en Sobre las brasas (1988) y La memoria (y otras extremidades) (1991) y de las novelas El día intermitente (1990) y Nueva Lisboa (1995). Ha publicado los libros infantiles El pequeño libro que aún no tenía nombre (1993), ilustrado por Perico Pastor, El árbol de narices (2002), ilustrado por Perico Pastor, Base y el Generador misterioso (2002), ilustrado por Arnal Ballester y Quasibolo (2007), ilustrado por su autor. A ellos se suman sus ensayos sobre lengua Perdón imposible. Guía para una puntuación más rica y consciente (2005), El candidato melancólico. De dónde vienen las palabras, cómo viajan, por qué cambian y qué historias cuentan, (2006) y Me como esa coma. (¡Glups! Parece que la puntuación es importante... (2007), ilustrado por Emilio Urberuaga, así como sus textos sobre Internet y edición electrónica, entre los que se menciona Edición electrónica y multimedia (1996), De redes y saberes. Cultura y educación en las nuevas tecnologías (1998), Internet y el español (2001), Telecomunicaciones, sociedad y cultura (compilación) (2002) y Manual de urbanidad y buenas maneras en la Red (2008). Como editor tradicional trabajó entre otros, para los sellos Cátedra y SGEL. Fue Director Editorial de Taurus Ediciones. A partir de 1992 es profesional free-lance. Ha sido director del Centro Virtual Cervantes y dirigió la creación del primer diccionario en CD-ROM de la Real Academia Española, entre otros proyectos.Su sitio web jamillan.com ((http://jamillan.com/) existe desde 1995, y contiene, entre otras cosas, una sección sobre diccionarios y otra sobre sobre edición electrónica, Libros y Bitios.

1) ¿En qué reconocé una buena traducción? En otros términos, ¿cómo definiría una buena traducción?
–A esta pregunta han debido contestar personas mucho más dotadas que yo, desde hace mucho tiempo, pero en fin: para mí, una buena traducción es la que te permite un acceso transparente a una obra lejana, pero sin dejarte olvidar que lo es. Tal vez como un cristal sutilmente esmerilado, que te permite seguir lo que ocurre en la calle y que al tiempo te impide creer que estás contemplando la escena al aire libre: algo que te recuerde que estás cómodamente resguardado tras tu ventana.

2) ¿Le molesta leer un libro traducido a otras especies del castellano? Si sí, ¿por qué?
–No me molesta, salvo en el caso de que contenga vulgarismos o localismos excesivos, que además suelen ser opacos para el lector de otros lugares. La traducción de obras con argots muy marcados respecto a un lugar y una época suelen apelar a soluciones similares en la lengua objeto, a veces con resultados demenciales: pero es que es un problema lingüistico prácticamente insoluble. Este tipo de obras resultan ilegibles desde las otras variantes (y, lo que es peor, desde la misma variante apenas transcurridos cincuenta años).
En los demás casos (que por fortuna, son la mayoría), el lector de traducciones a variantes de castellano que no son la suya debe practicar una más de las muchas "suspensiones" a que está obligado. Uno lee la traducción de una obra en la que un autor que escribió originalmente en inglés narra una historia que ocurre en un aldea china. Tiene que aceptar que los habitantes del pueblito hablen castellano (los lectores originales aceptan que hablen inglés, al fin y al cabo), ¡pero es que también acepta que el narrador omnisciente conozca los pensamientos que pasan por la cabeza de Xiuxiu! Y, eventualmente, aceptará que la joven remonte el vuelo en premio a su virtud, o venza ella sola a un ejército de cien mil soldados. Los lectores aceptamos tantas cosas... Pues bien, ¿por qué no aceptar --si vivo en España-- que además todos (Xiuxiu, su madre, y el comandante del ejército) hablen en la versión rioplatense del castellano? Además, ocurre otra cosa: a los cinco minutos de empezar a leer, y si el libro es bueno, se te han olvidado todos esos enojosos detalles...
Tengo que recordar además una cuestión histórica: en España, quienes leímos los primeros veinte años (que son los que de verdad se lee) bajo el franquismo, accedimos a gran parte de la mejor literatura y ensayo en traducciones argentinas o mexicanas, porque eran obras que no se podían editar en nuesto país. Para mí las variantes lingüísticas americanas se unieron inextricablemente al placer de muchos textos.

3) ¿Quiénes, en tu opinión, han sido buenos traductores en tu país? ¿De qué obras?
–El juicio de que alguien es un "buen traductor" debe partir del conocimiento de la obra en la lengua original y del de la lengua de llegada. Como lector, acudo a traducciones sólo cuando no puedo leer una obra, o cuando puedo hacerlo sólo con demasiado esfuerzo, de modo que mis juicios inmediatos son sólo como lector español y que no ha conocido las obras en su lengua original.
Hay un aspecto que me interesa mucho en una obra literaria, y es el ritmo de la prosa. En la obra de Thomas Bernhardt, traducida por Miguel Sáenz, y en El puerto de Toledo de Anna María Ortese, traducida por Esther Benítez he podido descubrir páginas bellas y asombrosas dotadas de un ritmo excepcional. Tiene que estar ya en el original, parece claro, pero es un privilegio poderlo alcanzar en otra lengua.


María Teresa Andruetto (Arroyo Cabral, Pcia. de Córdoba, Argentina, 1954) es poeta, narradora, ensayista y autora de libros para niños. Como poeta publicó Réquiem (Ediciones Argos. Córdoba,1993), , Palabras al rescoldo (Ediciones Argos. Córdoba, 1993 y 1999),  Pavese y otros poemas (Ediciones Argos. Córdoba, 1997), Kodak (Ediciones Argos. Córdoba, 2001), Beatriz (Ediciones Argos. Córdoba, 2006) y Pavese-Kodak (Ediciones del Dock, Buenos Aires 2008); como narradora, Stefano (Sudamericana, Buenos Aires, 1997), Todo Movimiento es Cacería (Alción, Córdoba, 2002), La Mujer en Cuestión (Alción, Córdoba 2003 y Sudamericana, Buenos Aires, 2009), Tama (Alción, Córdoba, 2003), Veladuras (Norma Grupo Editor, Buenos Aires, 2005) y Lengua Madre (Mondadori, Buenos Aires, 2009). Su obra ensayística incluye   Fragmentaciones – Poesía y Poética de Alejandro Schmidt (Ferreyra editor. Córdoba, 2003) y La Construcción del Taller de Escritura (en colaboración con Lilia Lardone, Homo sapiens ediciones. Rosario, 2003), entre otros títulos. Su obra destinada al público infanto-juvenil abarca Agua Cero, Benjamino Dale Campeón!, El Anillo Encantado, El Arbol de Lilas,  El Caballo De Chuang Tzu,  El Incendio, El País de Juan, Fefa es así, Huellas en la Arena, La Durmiente, La Mujer Vampiro, Misterio en la Patagonia, Solgo,  Stefano, Trenes y Veladuras, títulos publicados entre 1993 y la actualidad. Administra además una página dedicada a narradoras (http://www.teresaandruetto.com.ar/narradoras.htm)

1) ¿En qué reconoce una buena traducción? En otros términos, ¿cómo definiría una buena traducción?
–Aquella en la cual el texto traducido puede leerse como si se tratara del texto original, esa en la que no se transparenta/evidencia la lengua traducida, de modo que uno logra olvidar que se trata de una traducción, porque la lengua de origen se disuelve en la lengua de acogida, o la lengua de llegada no se impone/superpone sobre el original, ostentosa, hasta desnaturalizarlo…

2) ¿Le molesta leer un libro traducido a otras especies del castellano? Si sí, ¿por qué?
–Depende de qué tipo de textos se trata. Si se trata de ciertos relatos, cuentos, novelas que en la lengua original responden a un uso más clásico del lenguaje, tal vez textos con un narrador en tercera persona, con cierta distancia, o poemas de factura más bien clásica, puede que no me moleste. Depende de la obra, del autor, de los resultados. Pero si se trata de obras en las que la búsqueda del autor pasa por lo conversacional, por los matices del habla o están narradas en primera persona (o desde ese punto de vista), o abundan en ella los diálogos, es decir si se trata de obras en las que los rasgos de oralidad – para mí lo más vivo, lo más particular, íntimo e inestable de una lengua- constituyen la médula de esa escritura, entonces prefiero traducciones al español argentino, porque se puede hacer una conversión más fuerte y más completa a los matices de mi propia lengua oral.

3) ¿Quiénes, en su opinión, han sido buenos traductores en su país? ¿De qué obras?
–Muchas de las obras traducidas que me gustan, me gustan porque cierta calidad y cualidad de las traducciones ha facilitado que me gustaran. Una de las últimas delicias ha sido para mí el descubrimiento de Claire Keegan. Sin duda que esa traducción ha contribuido en la recepción de los maravillosos cuentos de la irlandesa. En la poesía, en ediciones pequeñas, de circulación nacional casi siempre los traductores son poetas, traductores “no profesionales”, que se enamoran de una obra y por eso la traducen, de modo que la traducción es una tarea refinada, un acto de amor hecho con tiempo, sutileza y paciencia y hecha de ese modo es probable que alcance altos resultados. En el caso de la narrativa casi siempre es diferente, me parece, interviene la industria, no siempre el traductor puede elegir a quién traducir, no siempre tiene el tiempo que necesita ni el que la obra merece para hacerlo, no siempre tiene la paga correspondiente. En tal sentido creo que se debiera avanzar, como sucede en el campo de la ilustración o el diseño en el libro álbum, hacia la percepción de parte de los derechos de autor para el traductor. En cuanto a qué traducciones me han gustado, por poner algunos ejemplos, Yourcenar por Cortázar, Italo Calvino en las traducciones de Esther Calvino y en las de Aurora Bernárdez. Las de Ana María Moix de Marguerite Duras, Pavese por Mattoni. Sebald por Miguel Sáenz, o la traducción del Kaspar de Peter Handke por Gustavo Böhm, la traducción de los cuentos completos de John Mc Gahern por Gerardo Gambolini, entre otras que ahora recuerdo o se me ocurren, más allá de que ciertas lenguas sean más próximas entre sí que otras, y que en algún caso yo sea capaz de intentar un cotejo con el original y en otros no, son obras que he leído y disfrutado como si hubieran nacido en mi lengua.

4) –Algo que quisiera agregar y que excede a la traducción: en los libros destinados a “jóvenes lectores”, una zona tan atravesada por la demanda y las ediciones masivas, se da no sólo una fuerte búsqueda del español neutro en las traducciones, de modo de hacer una traducción que “le sirva a todo el mundo”, sino que más aun, hay escritores que modifican su escritura, lo que es decir que se “auto traducen desde el español argentino al español de España”, respondiendo a la demanda editorial y con miras a poder circular mejor, en ediciones más frondosas.

viernes, 26 de marzo de 2010

Una encuesta para escritores (IV) Morábito/Magnus

Poeta, narrador, ensayista y traductor, el mexicano Fabio Morábito (Alejandría, 1955) es autor de los libros de poesía Lotes baldíos (Premio Carlos Pellicer, 1985), De lunes todo el año (Premio Aguascalientes, 1991) y Alguien de lava (2002), incluidos en La ola que regresa , poesía reunida (2006). Como narrador ha publicado los cuentos de La vida ordenada (2000), La lenta furia (Tusquets, 2002 y Eterna Cadencia, 2009), También Berlín se olvida (2004) y Grieta de fatiga (Tusquets, 2006 y Eterna Cadencia, 2010) por el que obtuvo en el año 2006 el premio "Antonin Artaud", y la novela Emilio, los chistes y la muerte (Anagrama, 2009). Como ensayista ha publicado Los pastores sin ovejas (Ediciones el Equilibrista, 1995) y como escritor de literatura infantil, Cuando las panteras no eran negras, libro por el que ganó el "Premio White Raven" en 1997. Vertió al castellano la obra completa de Eugenio Montale (para Galaxia Gutenberg) y la obra Aminta de Torcuato Tasso.

1) ¿En qué reconoce una buena traducción? En otros términos, ¿cómo definiría una buena traducción?
–Respuesta clásica: cuando no se nota. Recordemos el viejo dicho acerca de un buen árbitraje de futbol, que es aquel, precisamente, que pasa inadvertido. Pero hay excelentes arbitrajes que no pasan inadvertidos, por ejemplo cuando el árbitro toma una decisión acertada que perjudica de manera fatal al equipo de casa. Personalmente, sobre todo en poesía, prefiero una traducción que se  tome ciertas libertades osadas y que, a cambio de ello, nos entregue un texto de verdad, una invención verdadera, una “obra” autónoma, no el remedo de otra. En prosa, eso debería poder lograrse siempre o casi siempre, sin excusas; en poesía, es más difícil, a veces imposible, pero muchos traductores ni siquiera hacen el intento y naufragan en un terreno intermedio, pantanoso, donde recogen perlas lo mismo que estiércol, a la buena de dios; traductores timoratos, que no se lanzan a tomar el toro por los cuernos y quieren quedar bien con todos.

 2) ¿Le molesta leer un libro traducido a otras especies del castellano? Si sí, ¿por qué?
–Lo que se dice molestar, es decir estar permanentemente distraído por ella, decididamente no; en todo caso, me puede llegar a molestar un exceso de confianza del traductor con su español nativo, una falta de cortesía hacia el eventual lector perteneciente a un castellano de otras latitudes; en suma, la renuncia a cierta negociación con el propio español que todo traductor al español debería ejercer, por el hecho de hablar un idioma que tiene la peculiaridad, como muy pocos, de abarcar naciones y costumbres diversas. Si no lo hace, por las razones que sea (falta de sensibilidad lingüística, jactancia localista, mera pereza), sí puede llegar a convertirse en una sombra irritante a lo largo de la lectura. Naturalmente, no debemos aspirar a un castellano neutro, en nombre de la comunicación continental, pero tampoco acendrar los propios usos lingüísticos, cuando a menudo no sólo no hace falta, sino que ello contradice el registro estilístico del original. Para esto, como en casi todo lo que conciernes la traducción literaria, hacen falta olfato y humildad.

 3) ¿Quiénes, en du opinión, han sido buenos traductores en su país? ¿De qué obras?
–La lista es larga, tanto en prosa como en poesía; pero en poesía yo pondría sobre todos a Tomás Segovia. Sus traducciones de Nerval, Ungaretti y Shakespeare son sensacionales, fruto de un oído privilegiado y, en especial, un gusto musical refinadísimo. ¿Qué más puede uno pedir?


Narrador, periodista y traductor, Ariel Magnus (Buenos Aires, 1975) vivió entre 1999 y 2005 en Alemania, primero en la ciudad de Heidelberg y luego en Berlín. Allí estudió literatura española y filosofía becado por la Friedrich Ebert Stiftung, al tiempo que trabajaba para la cátedra de Literatura Hispánica de la Universidad Humboldt de Berlín.  Escribió para diversos medios de la Argentina y Latinoamérica, entre ellos la revista Soho y Gatopardo y el suplemento Radar de Página/12 y la revista Ñ, del diario Clarín. Colabora regularmente con el suplemento El Ángel de La Reforma (México) y de forma esporádica con la revista cultural La mujer de mi vida y el diario Taz de Alemania. Actualmente traduce del alemán el diario de filmación de Fitzcarraldo, de Werner Herzog. Publicó Sandra (novela, 2005), La abuela (crónica, 2006), Un chino en bicicleta (novela, Premio "La Otra Orilla", 2007),  Cartas a mi vecina de arriba (novela, 2009) y Ganar es de perdedores y otros cuentos de fútbol (2010).

1) ¿En qué reconoce una buena traducción? En otros términos, ¿cómo definiría una buena traducción?
–Creo que la única forma de reconocer una buena traducción es comparándola con el original, y en tal caso me gustan las que están más pegadas a él, aun cuando eso signifique forzar un poco el castellano. Prefiero la literalidad, aunque más no sea como utopía.
Si no conozco el idioma original, me parece una buena traducción (aunque no creo que pueda decir fehacientemente que lo sea) aquella que pasa desapercibida, como un buen árbitro en un partido de fútbol (mal que le pese a los árbitros, y a los traductores estrella). Esto no significa que la traducción deba "acercarme" el texto, en el sentido de facilitármelo o aggiornarlo, sino que debe recrear en castellano la misma sensación de familiaridad o extrañeza que tiene el original para con los lectores de esa lengua. Suena complicado, pero sólo porque lo es. Definir una buena traducción es casi tan difícil como definir un buen libro, o escribirlo.

2) ¿Le molesta leer un libro traducido a otras especies del castellano? Si sí, ¿por qué?
–Me molesta en tanto me distraiga, que es lo que suele ocurrir cuando la variante lingüística es muy marcada. Soy tolerante cuando se la usa para reproducir el slang del original, y hasta me divierte aprender palabras (y sobre todo insultos) de otros países, pero me pone nervioso cuando siento que el traductor está abusando del procedimiento (o incluso jactándose de su vocabulario, o de la función de sinónimos de su word). Igual me molesta menos una traducción mexicana o colombiana que una española, sobre todo si es madrileña.

3) ¿Quiénes, en su opinión, han sido buenos traductores en su país? ¿De qué obras?
–Los libros de Calvino traducidos por Aurora Bernárdez son de los que más disfruté en mi vida. Tengo como la sensación de haberlos leído en italiano.

jueves, 25 de marzo de 2010

Una encuesta para escritores (III) Villoro/Spregelburd

Juan Villoro (Ciudad de México, 1956), hijo del filósofo Luis Villoro, estudió la licenciatura en sociología en la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa. Entre 1977 y 1981, condujo el programa de rock “El lado oscuro de la luna” en Radio Educación, tarea que interrumpió para cumplir tareas como agregado cultural en la Embajada de México en la República Democrática Alemana, por lo que vivió en Berlín Oriental hasta 1984, sin descuidar el periodismo. En este sentido, además de escribir sobre literatura, lo hizo también sobre deportes, rock y cine en Vuelta, Nexos, Proceso, Cambio, Unomásuno y La Jornada. En esta última dirigió el suplemento La Jornada Semanal entre 1995 y 1998. Ha sido cronista de varios Mundiales: Italia 90 para El Nacional, Francia 98 para La Jornada y, recientemente, Alemania 2006. También ha sido profesor de literatura en la Universidad Nacional Autónoma de México y profesor invitado en la Universidad de Yale, la de Boston y la Universidad Pompeu Fabra. Publicó las novelas El disparo de argón (1991), Materia dispuesta (1997), El testigo (2004) y Llamadas de Ámsterdam (2007); los cuentos de La noche navegable (1980), Albercas (1985), La casa pierde (1999), La acoba dormida (colección de sus cuentos preparada por él mismo) y Los culpables (2007); los libros para niños Las golosinas secretas (1985), El profesor Zíper y la fabulosa guitarra eléctrica (1992), Autopista sanguijuela (1998), El té de tornillo del profesor Zíper (2000) y El libro salvaje (2008), y las crónicas y ensayos Tiempo transcurrido (Crónicas imaginarias) (1986), Palmeras de la brisa rápida: Un viaje a Yucatán (crónica, 1989), Los once de la tribu (crónicas de fútbol, 1995) , Efectos personales (ensayo, 2000), Safari accidental (crónica, 2005), Dios es redondo (ensayos y crónicas sobre fútbol, 2006), Funerales preventivos: Fábulas y retratos (ensayos políticos acompañados por caricaturas de Rogelio Naranjo, 2006) y De eso se trata (ensayos literarios, 2008). Entre sus traducciones se mencionan Engaños, cuentos de Arthur Schnitzle, El general de Graham Greene, Memorias de un antisemita de Gregor von Rezzori y  Aforismos de Georg Christoph Lichtenberg.

1) ¿En qué reconoce una buena traducción? En otros términos, ¿cómo definiría una buena traducción?
–Traducir significa decir lo mismo en otro idioma. Esto parece claro y un tanto obvio, pero no siempre es fácil de definir. Lo que dicta la calidad es el idioma de llegada, la forma en que una lengua ajena se adecua sin trabas a la normalidad de otros usos lingüísticos (en los mejores casos incluso modifica generosamente esos usos). Obviamente se requiere de una lealtad al original, pero esa lealtad nunca es literal. Uno de los misterios de la traducción es que requiere de cierta inventiva para encontrar algo próximo a lo que se dijo en otra lengua. Recuerdo un ejemplo extremo de Ved Metha sobre un virtuoso de la traducción simultánea. En las Naciones Unidas, un ministro norteamericano citó a Shakespeare. La "traducción" perfecta fue encontrar de inmediato una cita de Pushkin que decía lo mismo. Ninguna versión rusa de Shakespeare hubiera causado ese efecto.
Me gusta mucho la teoría de Tomás Segovia de que lo más difícil de encontrar es una métrica que responda en el lenguaje de llegada a los mismos efectos que tiene el lenguaje de partida (generalmente, para lograr esto se debe adoptar otro pie de verso). Digamos que la traducción es una forma de la respiración y cada lengua tiene una oxigenación y unos pulmones diferentes. Si se encuentra el ritmo esencial, la servidumbre a las palabras importa menos. Obviamente, no defiendo que se diga algo distinto: me parece que la versión de Bianco de The turn of the Screw es un buen ejemplo de lo que digo. Otra vuelta de tuerca da una idea perfecta del título original sin ser servil a él. Traducirlo como La coacción  habría sido una solución correcta pero menos rica en resonancias (además de que incorporó un giro a la lengua).

2) ¿Le molesta leer un libro traducido a otras especies del castellano? Si sí, ¿por qué?
–Defiendo una idea de la traducción que tiene que ver con la compatibilidad de la lengua. En este sentido, estoy de acuerdo con lo que se hacía en la revista Sur, donde una falda nunca era una "pollera". Es obvio que ciertos autores pierden sin el lenguaje coloquial, y quizá algunos de ellos (Gadda, Céline, Burroughs) requieran de distintas versiones regionales en un mismo idioma. Es obvio que los que más abusan de esta tendencia son los españoles, que tienen una relación más patrimonial con el idioma. Traduje Un árbol de noche de Truman Capote para Anagrama. Donde yo escribía "tienda" pusieron "colmado", regionalismo catalán que ni siquiera se usa en Madrid. No tiene sentido que un autor de Estados Unidos suene como una sardana. En el plano de las traducciones pop, entiendo el hiperregionalismo de Rolling Stone en su versión argentina, pues trata de hacer una cultura cercana a la calle. Obviamente esto la vuelve intransitable para el lector extranjero, que siente que Bob Dylan habla como un wing de Gimnasia y Esgrima. A mi modo de ver, la naturalidad de la lengua traducida pasa por una lengua compartible. El riesgo de esta operación es que la naturalidad se transforme en una neutralidad decafeinada. Hace poco traduje El teniente Gustl, monólogo interior de Arthur Schnitzler. Es un texto sumamente sugerente, que se basa en la espontaneidad del flujo de la conciencia. En versiones anteriores, el teniente del ejército austrohúngaro se refería a alguien como "un tío muy cachas". Esa versión baturra aniquila al lector sin alpargata ni pandero. Traté de hacer una versión que fuera espontánea y "natural" (reconociendo que toda naturalidad literaria es un artificio), pero que no fuera mexicana. Borges mostró que eso es posible.

3) ¿Quiénes, en su opinión, han sido buenos traductores en su país? ¿De qué obras?
–La lista sería infinita. Resumo un catálogo: Hamlet en versión de Tomás Segovia, Cosmos de Gombrowicz en versión de Sergio Pitol, El naufragio del Deutschland de Gerald Manley Hopkins en versión de Salvador Elizondo, Omeros de Derek Walcott en versión de José Luis Rivas, Asesinato en la catedral de Eliot en versión de Jorge Hernández Campos, Magd Zerline de Hermann Broch en versión de José María Pérez Gay, la poesía de Montale en versión de Fabio Morábito, los cuentos de Pirandello en versión de Guillermo Fernández, El hombre que fue jueves de Chesterton en versión de Alfonso Reyes, Las heroidas de Ovidio en versión de Antonio Alatorre"Tabaquería" de Pessoa en versión/diversión de Octavio Paz.


Rafael Spregelburd (Buenos Aires, 1970) es dramaturgo, director y actor de cine y teatro. Es, además, traductor teatral del inglés y –ocasionalmente- del alemán. Fue docente en varias universidades y escuelas (IUNA, UNAM de México, Universidad de Antioquia, Sala Beckett de Barcelona, CAT de Sevilla, etc.) y columnista en varios medios (diario Perfil, revista Humboldt de Alemania, revista Pausa de Cataluña, revista Otra Parte de Buenos Aires, etc.). Ha traducido y editado obras de Harold Pinter, Steven Berkoff, Wallace Shawn, Sara Kane, Gregory Burke, David Harrower, Marius von Mayenburg, Reto Finger, etc.
Cuenta con más de 40 piezas escritas. Mucho de su teatro ha sido traducido al alemán, inglés, francés, italiano, portugués, sueco, checo, catalán, ruso, eslovaco, croata y neerlandés. Sus trabajos más recientes son La estupidez, Bizarra, La terquedad, El pánico, Lúcido, Acassuso, La paranoia, y Todo.
Es Premio Municipal de Dramaturgia (Argentina), Premio Tirso de Molina (España) y Premio Casa de las Américas (Cuba), y autor en residencia para el Deutsches Schauspielhaus de Hamburgo, el teatro Schaubühne de Berlín, la Fundación Frankfurter Positionen de Frankfurt, y la Akademie Schloß Solitude de Stuttgart, el Badisches Staatstheater de Karlsruhe, entre otros ejemplos de su proyección internacional.

1) ¿En qué reconoce una buena traducción? En otros términos, ¿cómo definiría una buena traducción?
–Es un tema apasionantemente abstracto. Los traductores (los de profesión, serios y militantes; y los otros, como yo, que traducimos ocasionalmente por necesidad y amor, desesperados y pragmáticos) solemos ponernos toda clase de camisetas al responder esta pregunta. Son maneras de esconder lo que casi todos sabemos pero callamos: que la traducción es imposible, y que su ejercicio (si estuviera regulado de verdad) nos llevaría a todos a la cárcel. Solemos suponer (de manera opuesta y esquizoide) dos cosas simultáneas: (a) que la mejor traducción es aquella que es “fiel” al autor, o (b) que la mejor es aquella que lo “traiciona” para poder expresar en la lengua de destino algo fabuloso, pero que tal vez no exista en la de origen. La buena traducción, supongo, es la que es capaz de sostener ambas cosas a la vez: fidelidad al impulso original del creador en su lengua; capacidad de traicionar las leyes de su gramática y suponer (inferir) cómo lo hubiera expresado ese autor si tuviera en su poder las reglas locas del español.
Como todo eso es de índole muy abstracta, me permito señalar un pensamiento tímido pero a la vez más concreto. Todo lo que consideramos conocimiento del mundo es organizativamente cerrado. Escribir sobre él y comunicar sobre él suele ser una manera de “reiterar” el mundo. Pero nuestras dudas, incertidumbres e interrogantes están llenos de matices. Desde luego el mundo está saturado de matices potenciales, está lleno de sutilezas de significado, sentimiento y percepción, experiencias para las cuales nuestros idiomas y nuestras lógicas no tienen categorías ni formas estabilizantes. Los matices, tal como lo entiende la física, existen en los espacios fractales que hay entre nuestras categorías de pensamiento, pero no pertenecen a ninguna de ellas. Entre el lenguaje, y no en el campo domado por él. Al experimentar el matiz entramos en la zona limítrofe entre el orden y el caos, y en el matiz radica nuestra captación de la totalidad y la indivisibilidad de la experiencia poética. Al traducir, hay algo que está en juego. Eso que está en juego es la vida. Pero no “la vida” de manera heroica, sino la vida en términos biológicos. La verdadera pregunta cuando nos cuestionamos qué es lo que está en juego en la traducción es –precisamente- la vida de los matices, que hacen que las obras puedan ser traducidas como verdaderas experiencias ambiguas, ricas en sugestión, y no como información redundante de un mundo, que evidentemente vive fuera de las palabras. Pienso que las mejores traducciones son no sólo las que se leen bien, sino las que tienen la rara virtud de producir un sentido, amén de ser copias fieles de su significado. El sentido no se puede traducir literalmente, porque lo que desplazan hacia un costado (hacia la zona fuera de foco donde habitan los matices) el inglés o el alemán, es muy diferente de lo que desplaza el español.

2) ¿Le molesta leer un libro traducido a otras especies del castellano? Si sí, ¿por qué?
–Lo que me pasa es que en “otras especies del castellano” (y por éstas entiendo casi exclusivamente el castellano peninsular) no soy capaz de determinar a ciencia cierta todos los sentidos que produce el texto. Es decir, me es mucho más arduo darme cuenta de si la traducción me gusta o no. Como experiencia de lectura, debo reconocer que entonces sí, me molesta un poco. ¿Pero qué alternativa tengo? Si no hablo japonés, ni ruso, ni magiar, entonces esa traducción peninsular (donde probablemente haya más dinero para las aventuras editoriales), esa lengua del “Imperio” (que no es ya el territorial sino el que tiene la plata para editar) será quizá la única que pueda probar. Desde ya que es inevitable preferir leer a los autores angloparlantes en su legua original. Recuerdo la espantosa sensación de intentar leer The catcher in the rye en su traducción ibérica. Sí que me molestó, y mucho, y la culpa no es del traductor –que hace lo mejor que sabe hacer- sino de la singularidad de los registros de desviación de la lengua en cada territorio del vasto mundo hispanoparlante. Pero también hay en esto que digo una enorme dosis de deformación profesional: soy traductor casi exclusivamente de teatro, y aquí la cosa se complica mucho más. Los autores de teatro suelen escribir de la misma manera poética que en cualquier otro género, pero juegan a que no se note. Disfrazan todo de presunta y casual oralidad. Suele afirmarse que aquello que no se pueda “decir” con la lengua móvil y desafortunada del actor está “mal traducido”. Casi ningún autor de teatro somete a sus actores a pronunciar lo que en su idioma es un trabalenguas. Si bien uno accede a largos pensamientos cuando están escritos en prosa y se tiene el tiempo infinito de volver a leerlos para ver qué dicen y cómo lo dicen, en teatro el factor tiempo es prisionero de la física entrópica, de la dispersión de la atención. Así es que la traducción teatral al castellano siempre es local: una obra traducida maravillosamente en Chile o en España debe forzosamente traducirse al argentino si queremos ponerla en boca de actores argentinos y en oídos de públicos argentinos. De lo contrario, el idioma en el que hablen los personajes pasará a una zona confusa, donde sólo connotarán extranjería. Y nadie quiere eso para su teatro. La legislación del derecho de autor, incluso, libera los localismos para que cada país haga lo que tenga que hacer. Incluso las obras escritas originalmente en español de otros países suelen adaptarse en localismos para que no aparezcan ruidos indeseados. Yo tengo ante esto una posición variopinta. Sobre todo cuando se trata de palabras prohibidas, dialectales, o incorrectísimas que no están en ningún diccionario. Ya que no están en ningún diccionario, tanto “cajeta” como “totona” (su equivalente venezolano) me pueden venir igualmente bien para producir un efecto determinado; ni hablar de lo que ocurre con las lenguas centrales europeas, que están llenas de connotaciones rígidas y reglas de tránsito incomprensibles. La misma palabra en alemán, “Fotze” (concha, o conchuda), directamente está vedada de los escenarios; no se puede decir sin armar un tole-tole. En realidad, es mucho más perverso: no la puede decir un hombre de o a una mujer, pero sí una mujer de o a otra mujer. ¿Para qué existe la palabra si no se la puede decir? Este tipo de preguntas, que hacen que la mente vuele a mil revoluciones por segundo cuando aparecen en teatro en medio de los discursos de los personajes, son muy distintas en las diferentes tradiciones lingüísticas del castellano. Pero insisto en que creo que éstas son sólo dos: la ibérica (cuyo castellano tiene procederes más rígidos, herencias de un país engalanado con un viejo Siglo de Oro) y la americana (donde su mayor objetivo es la flexibilidad, la movilidad extremista y la hibridización a toda costa).

3) ¿Quiénes, en su opinión, han sido buenos traductores en su país? ¿De qué obras?
–Casi nunca recuerdo el nombre del traductor cuando una obra fluye con algarabía. Sólo se me ocurren ejemplos de traducciones que recuerdo por lo fallidas. Me parece que en la Argentina, donde la conciencia de hablar un español muy distinto del resto de nuestra América, las traducciones suelen ser bastante cuidadosas. A sabiendas de que existe un lunfardo extremo, los traductores podemos optar por evitarlo sin que se note que estamos evitando alguna cosa. Las traducciones de Borges, claro, son ejemplos envidiables de ello.
Traducir teatro en la Argentina requiere de un enorme trabajo de adaptación dramatúrgica, por las características del género. Hay muchas traducciones que sólo siguen el flujo del circuito comercial de alguna pieza, y están llenas de sacrificados errores en aras de no entrar en conflicto con los dueños de los derechos, que no permiten cambiar ni una palabra. En cambio, recuerdo trabajos de traducción asombrosos en su sencillez, como el Hamlet, la guerra de los teatros que montó y machacó Ricardo Bartis. O El Pato Salvaje en la versión teatral de Mauricio Kartun. ¿Se puede hablar de traducción en estos casos? Sí y no. Traducción en todos los sentidos. Eliminación de todo ruido. Invención de nuevos ruidos para que la lengua funcione como máquina exclusivamente oral, disfrazando su naturaleza poética.

Una encuesta para escritores (II) Cote/Sylvester

Continuando con la encuesta comenzada ayer, hoy es el turno de dos poetas, Ramón Cote, de Colombia, y Santiago Sylvester, de la Argentina.

Ramón Cote Baraibar (Cúcuta, Colombia, 1963) es poeta y profesor universitario. Licenciado en Historia del Arte por la Universidad Complutense, publicó los libros de poemas Poemas para una fosa común, (1984), Los fuegos olvidados, el confuso trazado de las fundaciones (1991),  Poesía (1992), Informe del estado de los trenes en la antigua estación de Delicias (1992), Botella Papel (1998 y 2006). Colección privada (libro ganador del III Premio Casa de América,  2003),  No todo es tuyo, olvido (2007) y Los fuegos obligados (2009). Es autor además de la antología Diez de ultramar, (Madrid, Colección Visor, 1992), que reúne a jóvenes poetas latinoamericanos. Su bibliografía se completa con los cuentos de Páginas de enmedio (2002), la biografía crítica Goya, el pincel de la sombra (2005).

1) ¿En qué reconocé una buena traducción? En otros términos, ¿cómo definiría una buena traducción?
–Reconozco una buena traducción cuando le habla al mismo tiempo al oído y al sentido. Por es curioso que hay poemas que se dejan traducir bien, como el de la muerte del padre de Robert Lowell, traducido por Alberto Girri: todo fluye, se siente la construcción y se aprecia como nunca ese remate de la falta de una L en la lápida. Siguiendo lo anterior, hay otros poemas que se dejan traducir mal: volviendo a Lowell hay otros de él traducidos por Girri que no lo atrapan a uno, lo que sí sucede en inglés.
No sé cómo definirla pero me gusta cotejar las traducciones. Leer a Walcott en inglés y ver verso por verso como lo han hecho otros en español es una tarea deliciosa.
Quizás sea por el desconocimiento absoluto del polaco, creo que nos pasa a todos, que me siento más libre para responder a tu pregunta. Lees los poemas de la Szymborska o los de Zagajewski y los sientes como escritos en tu propio idioma. Ahí podría venir una primera definición: un poema que no te suene privado de algo. El trabajo hecho por Beltrán en México me parece maravilloso

2) ¿Le molesta leer un libro traducido a otras especies del castellano? Si sí, ¿por qué?
–Le molestará mi neutralidad helvética, pero no me molesta ninguno. Por mi proximidad al español de España o al mexicano los siento muy cercanos. Quizás con el argentino se me dificulta un poco por el hecho de la acentuación en los verbos: preferís, andás, comés, etc. Le confieso que me los leo en mi idioma, o me los “traduzco” a mi idioma. Me pasó con los Poemas de amor de James Laughlin, que lo tengo en dos traducciones: una hecha por Esteban Moore, en Argentina, y, en España, por J Antonio Iglesias. En unos acierta uno y en otros, el otro.
Pero sigamos un momento en Argentina: para mi no hay en español traducción superior de los Cuatro Cuartetos de Eliot que la hecha por Juan Rodolfo Wilcock. ¿Les parecerá a los argentinos carente de argentinismos y quizás por eso nos gusta tanto a lectores de otras latitudes?¿Es que usar colombianismos, argentinismos o mexicanismos, por poner solo tres ejemplos, es lo único que diferencia a las traducciones hechas en distintos países? Creo a aventurar que no.

3) ¿Quiénes, en su opinión, han sido buenos traductores en su país? ¿De qué obras?
–En Colombia ha habido grandes traductores, no una escuela de traductores. Empezando del presente al pasado, te diré que Nicolás Suescún ha hecho algo maravilloso con Rimbaud y Yeats. William Ospina tiene una traducción en alejandrinos de todos los sonetos de Shakespeare. También Jose Manuel Arango tradujo con gran acierto a Emily Dickinson, William Carlos Williams y Whitman. Más atrás, a mediados de los cincuenta, Andrés Holguín publicó su Antología de la poesía francesa, con traducciones que van desde Joaquim Du Bellay pasando por unas versiones soberbias de Baudelaire, sin olvidar las de Blaise Cendrars. Otro caso fue el de Jaime Tello, quien tradujo, entre decenas de poetas norteamericanos e ingleses, La tierra estéril, de Eliot –que acaba de aparecer en Visor- y también los Cuatro cuartetos, inédito.


Santiago Sylvester (Salta, Argentina, 1942) vivió casi veinte años en Madrid y, actualmente, en Buenos Aires. Abogado de profesión, ha publicado doce libros de poesía: En estos días (Salta, La Flauta de Caña, 1963), El aire y su camino (Buenos Aires, Ismael Colombo, 1966), Esa frágil corona (Salta, División de Cultura de Salta, 1971), Palabra intencional (Salta, Ediciones del Tobogán, 1974), La realidad provisoria (1977), Libro de Viaje (Madrid, Libros de Estaciones, 1982), Perro de laboratorio (Buenos Aires, Corregidor, 1987), Entreacto. Poesía 1974-1989 (Madrid, Ediciones de Cultura Hispánica,1990), Escenarios (Madrid, Ed. Verbum, 1993), Café Bretaña (Madrid, Visor, 1994), Antología poética (Buenos Aires, Fondo Nacional de las Artes, 1996), Número impar (Buenos Aires, Ediciones del Dock 1998), El punto más lejano (Madrid, Ave del Paraíso, 1999), Calles (Buenos Aires, Ediciones del Dock, 2004) y El reloj biológico (Buenos Aires, Ediciones del Dock, 2009) . Su bibliografía se completa con un libro de relatos, La prima carnal (Barcelona, Anagrama, 1986) y el libro de ensayos Oficio de lector (Córdoba, Alción, 2003). En 1998 realizó una edición crítica de La tierra natal y Lo íntimo, de Juana Manuela Gorriti; en 2000 publicó El gozante, antología de Manuel J. Castilla; y, en 2003, la antología Poesía del Noroeste Argentino. Siglo XX, publicada por el Fondo Nacional de las Artes. Dirige la colección de poesía Pez Náufrago, de Ediciones del Dock.

1) ¿En qué reconocé una buena traducción? En otros términos, ¿cómo definiría una buena traducción?
–Buena traducción es la que consigue trasladar al idioma que leo (castellano) una emoción lingüística similar a la que produce el texto en el idioma de origen. Sin embargo, para saber si eso sucede habría que conocer bien el idioma original; y no veo cómo sería posible si se tratara, por ejemplo, de literatura alemana, húngara o de los países nórdicos, para no hablar de culturas más exóticas entre nosotros: coreana, indú o de las lenguas africanas. Parece entonces que hay que confiar en cierta práctica de lector y en algún conocimiento del género de que se trate. Y aceptar que si la traducción produce un cierto estado de alerta ya es suficiente.

2) ¿Le molesta leer un libro traducido a otras especies del castellano? Si sí, ¿por qué?
–Creo que se refiere a los distintos argot del idioma: el lunfardo rioplatence, el cheli madrileño, o a la abundancia de mexicanismos, caribeñismos, etc. Y la respuesta sería que sí, me molesta un poco. La razón, creo, es porque ni uso mucho el argot de ningún sitio, ni me interesa mucho la literatura que sólo entiende una tribu, aunque sea la mía. En todo caso, prefiero que la pertenencia inevitable a un lugar, y a una variante de la cultura, venga dada por la prosodia, por ciertas expresiones y una manera de respirar el idioma, más que por el abuso de decoración lingüística.

3) ¿Quiénes, en su opinión, han sido buenos traductores en su país? ¿De qué obras?
–Alberto Girri, cuando tradujo a Wallace Stevens y a Eliot. Enrique Revol, autor de dos antologías excelentes: una de la poesía norteamericana y otra de la inglesa (ver las piezas insuperables que logró con los poemas de Auden). Horacio Armani, cuando tradujo a Eugenio Montale. Aldo Pellegrini, cuando tradujo la poesía surrealista de habla francesa. Rodolfo Alonso como traductor de Pessoa. Lysandro Z. D. Galtier como traductor de Lubicz Milosz. Hay más: esas traducciones pertenecen a mi época de formación.

miércoles, 24 de marzo de 2010

Una encuesta para escritores (I) Gandolfo

Con el objeto de darle más actualidad a este blog, comienza hoy una encuesta realizada entre escritores de todos los géneros procedentes de todas las provincias de la lengua. Vale decir, en los próximos días habrá narradores, poetas, dramaturgos y ensayistas argentinos, mexicanos, españoles, colombianos, chilenos, etc. que responderán a un breve cuestionario igual para todos los entrevistados.

El primero en responder es el argentino Elvio E. Gandolfo (1947). Es narrador, poeta, traductor, editor y periodista. Codirigió con su padre Francisco la revista el lagrimal trifurca. Trabajó en las revistas El péndulo, Diario de poesía, V de Vian y Punto y Aparte, en los semanarios Crónicas Económicas, Opinar, Jaque, La Razón, La Democracia y la revista .y en los diarios La Opinión, Clarín y La Capital. En la actualidad, trabaja en el suplemento cultural del diario El País, de Montevideo, y en la revista La mujer de mi vida. Vivió más de veinte años en Rosario; actualmente, alterna entre Montevideo y Buenos Aires.

Publicó los libros de cuentos La reina de las nieves (CEAL, 1982), Sin creer en nada (Puntosur, 1987), Dos mujeres (Alfaguara, 1992), Parece mentira (Fin de Siglo, 1993), Boomerang (Planeta, 1993), Ferrocarriles Argentinos (Alfaguara, 1994), Cuando Lidia vivía se quería morir (Perfil, 1998), Ómnibus (Interzona, 2006). Ha traducido al español a Tennessee Williams, Jack London y H. P. Lovecraft, entre otros

Encuesta 

1) ¿En qué se reconoce una buena traducción? En otros términos, ¿cómo definiría una buena traducción?
–Como al mismo tiempo leo traducciones por placer y las hago como trabajo, para mi consumo interno llegué a deducir que una buena traducción es la que funciona como una constelación. El texto original funciona como una constelación tridimensional, no solo lineal, que mantiene una relación inextricablemente más compleja con la propia realidad que el mero lenguaje o lengua de origen con el de llegada (dándole una chance de trabajo decente a la crítica, para bucearla). De ese modo funciona una traducción buena: puede tener algún error de sentido, o comerse alguna línea, o cualquier cosa por el estilo. Pero suena tridimensionalmente como un conjunto o constelación parecido al original: tiene núcleos de gravedad en sitios más o menos semejantes, y tironean fuerzas del mismo tipo, grosso modo (siempre me asombra la minucia detallista para criticar una traducción literaria, o ensayística, cuando no hay campo más sometido al cambiante imperio del matiz, el más o menos, la diferencia mínima de criterio).


2) ¿Le molesta leer un libro traducido a otras especies del castellano? Si sí, ¿por qué?
–Todo el tema de “las otras especies del castellano” me suena confuso. El único castellano que a veces suena rarísimo es el peninsular o español, pero no siempre, desde luego. Hay una buena cantidad de traducciones castellanas que se entienden perfectamente, o son muy buenas. Por dar ejemplos: algunos amigos trinaron ante el uso del “vos” en la reciente traducción de El Corto Maltés que sacó Clarín, que a mí no me perturbó especialmente. A la vez, las traducciones de la colección de Piglia de la serie negra donde traducían Walsh y otros me hacían rechinar los dientes por el uso del lunfa porteño en Manhattan o California. Cuestión de gustos y sensibilidades distintas del epitelio hepático.


3) ¿Quiénes, en su opinión, han sido buenos traductores en su país? ¿De qué obras?
 –Muchos y muchas. Empezando por la del Ulises de Joyce por J. Salas Subirat. La del Orlando de Virginia Woolf y el “Bartleby” de Melville por Borges. La de “Secuestrado” de Stevenson y de Preparativos de viaje de M. John Harrison por Marcelo Cohen. Las de Chandler por Goligorsky. La del Ferdydurke de Gombrowicz por el “comité argentino” de bar presidido por Virgilio Piñera. Las de Bradbury, Ballard y Lovecraft por los distintos seudónimos de Paco Porrúa. Las de Raúl Gustavo Aguirre de poesía francesa (en particular Baudelaire). Las de ciencia ficción y fantasía por Marcial Souto en las revistas El Péndulo y la colección Minotauro. Las incontables damas y caballeros que tradujeron incontables libros (muchas veces con doble apellido) en sellos como Emecé (la vieja), Fabril (la de tapas con cubiertas blancas) o la colección “Los libros del Mirasol”. Las de Simenon en las perecederas páginas de Tor, mucho más fluidas que las de Molinos muchos años después, seguramente mejor pagas. Las de “beats” por Miguel Grinberg. Seguiría horas. Y cada vez me molestaría más la designación de “su país”. ¿Por qué no las de Thomas Bernhard o Salman Rushdie o Peter Handke por Miguel Sáenz, o las de Ginsberg por el mexicano Sergio Mondragón, o las de David Foster Wallace o Michel Chabon (¡dos tipos difíciles!) por Javier Calvo. (Después de todo hablamos justamente de traducciones y no de naciones). Etc. etc. etc. etc. etc. etc. etc. etc. etc. Con una salvedad: he leído y leído y leído, y tal vez muchos de los mejores textos que leí fueron traducidos por traductores de quienes he olvidado por completo el nombre. Como también escribo, no me sumo con demasiado entusiasmo a la reivindicación extrema del nombre del traductor (salvo en el libro mismo) tampoco en mi memoria. Acá me acordé de los que me acordé simplemente porque son famosos, los conocí, son amigos, o los leí hace poco.

martes, 23 de marzo de 2010

A Rulfo le va bien en Francia cincuenta años después de ser mal traducido

La traductora, economista y empresaria mexicana Bettina Cetto vive en  Cancún desde hace veinte años y desde allí colabora en diversas revistas locales. En el siguiente artículo, publicado en la revista Gente de Quintana Roo, de abril-mayo de 2006, reflexiona sobre la suerte corrida por Rulfo en Francia y Alemania. 

Los traductores de Rulfo

Las personas nacen y crecen en el ámbito de una comunidad lingüística. Es decir, que aprenden un idioma que las une culturalmente, frente a un mundo exterior que maneja otro lenguaje. Ser traductor o traductora significa ejercer el (noble) oficio de recrear textos para comunicar entre sí a seres humanos que se encuentran separados por barreras lingüísticas, en mayor o menor grado infranqueables para ellos. Todo esto suena bastante lógico, y obvio, pero… no lo es tanto.

Al decir que es noble y sano traducir, estamos dando por sentado que es un quehacer posible. Pero no falta quienes pongan en duda esta posibilidad: “¿No es traducir, sin remedio, un afán utópico?” pregunta el filósofo José Ortega y Gasset en su célebre ensayo "Miseria y esplendor de la traducción". Imagina incluso “una forma de traducción que sea fea, como lo es siempre la ciencia, que no pretenda garbo literario, que no sea fácil de leer, pero sí que sea muy clara, aunque esta claridad reclame gran cantidad de notas de pie de página”. Y llevando esta línea al extremo, a algunos les da por definir a la poesía como “aquello que se pierde en la traducción”.

También hay quienes piensan que la verdadera comunicación dentro de una misma lengua es imposible. Que la mirada, los ojos, dicen más que la poesía. Que casi todo lo que nos sucede es inexpresable y que “en el fondo, y precisamente en cuanto a lo esencial, estamos indeciblemente solos”, como escribiera Rainer Maria Rilke en "Cartas a un joven poeta". Entonces, si la verdadera comunicación dentro de una misma lengua es imposible, ¿cómo no ha de serlo entre lenguas distintas?

Lo que tranquiliza es saber que los teóricos del solipsismo (los que niegan la posibilidad de toda verdadera comunicación mediante la palabra), escriben. Y no sólo escriben para los y las lectores de su misma lengua sino que autorizan y buscan las traducciones de sus escritos. Así que la traducción, con todas sus limitaciones, es posible y deseable. Pero también hay que darse cuenta que es empresa arriesgada y difícil, que no pocas veces se malogra.

Las grandes obras del escritor mexicano Juan Rulfo permanecieron alejadas de los lectores de habla francesa desde que, hace casi cincuenta años, Pedro Páramo y El Llano en Llamas fueron objeto de una mala traducción. De manera que el prestigiado escritor se quedó sin presencia alguna en el mundo literario francés. Su obra no se vendía porque simple y llanamente no despertaba el menor interés. Por el contrario, el público alemán fue el primero fuera del mundo de habla hispana que pudo admirar a Rulfo, gracias a la traducción que de Pedro Páramo, El llano en llamas, y El gallo de oro hizo Mariana Frenk Westheim. Excelente traductora y escritora. Diría la propia Mariana, “nadie conoce una obra literaria tan bien como el o la que la traduce; nadie detecta tan bien las fallas y los errores, inexistentes en Rulfo, y nadie puede apreciar y disfrutar como el traductor las excelencias del texto”.

En el caso de Rulfo tenemos a un escritor para quien la materia prima es el lenguaje popular. Ha escuchado a los campesinos pobres e ignorantes de Jalisco pero no reproduce fielmente su lenguaje. Rulfo lo que hizo fue adentrarse en la vida de estos campesinos, en su psicología, su cultura; trató de comprender sus emociones, sus angustias, su soledad y su frustración vital. Asimiló este mundo y lo abstrajo para re-crearlo mediante su talento poético.

Cuando entra en acción Mariana Frenck, ¿cómo procede con estos libros? ¿con estos espejos de una realidad mexicana? ¿con el lenguaje de Rulfo? ¿cómo transmitirlo a un público lector que tiene otra visión del mundo y de la vida? Buscando respuesta a estas preguntas es cuando se valora el grado de complejidad de la actividad traductoria.

El traductor o traductora, en su acción de verter el contenido de un libro a otro idioma, vuelve a escribir la obra. La re-crea para lectores de otra cultura. Le da nueva forma al contenido original: es la forma de la obra en su nueva lengua. Pero el fondo, el contenido, debe ser el mismo. Y así como el autor original, al querer expresar una idea o comunicar un sentimiento, tiene que buscar la forma más adecuada, así también el traductor ha de buscar la forma más nítida para expresar los contenidos emotivos o conceptuales del original.

Pero además, el nuevo texto debe parecer que es el original. No denotar que se trata de una traducción. “La obra debe cambiar en cuerpo y alma de ciudadanía. No ha de quedar en ella el menor acento extranjero(…). La naturalidad perfecta es otro de los entrañables requisitos. La vestidura ha de ser traducida, pero equivalente a la primera en colores y matices. Igual la majestad de los pliegues, o, en su caso, el donaire del vuelo”, diría el escritor argentino Arturo Capdevila en su Consultorio gramatical de urgencia. En la medida que se aproxime a estas metas, la traducción tenderá la perfección.

Reconozco que no es costumbre hacer ver hasta qué punto el éxito de una obra depende del traductor o traductora. Observamos que al editor, por lo general, no le parece importante la traducción (y mucho menos al crítico literario). Por eso su nombre suele mencionarse apenas en la solapa del libro, con letras pequeñas, y en ocasiones después del copyright, y de la razón social de la editorial que lo publica. Lo deseable y justo sería desterrar esa pésima costumbre para, en su lugar, situar el nombre del traductor o traductora en la portada misma del libro.

El caso es que una obra no traducida, al estar destinada en exclusiva a una comunidad lingüística, sólo está publicada a medias. No existe para el resto del mundo. Por otro lado, si la traducción existe pero no es de calidad, se convierte en fracaso editorial y eclipsa al escritor o escritora… como ocurrió a Rulfo, quien bastante se quejó en su momento (y en vano) ante la editorial francesa Gallimard.

En Francia no se leía a Rulfo porque estaba mal traducido, y no se podía traducirlo de nuevo porque no había interés por él. Por fortuna, en noviembre de 2005, casi medio siglo después de la malograda traducción, salió a la luz la nueva versión en francés de Pedro Páramo que hizo Gabriel Iaculli. Y, a cargo del mismo Iaculli (comprometido estudioso de Rulfo), se publicó hace cuatro años la nueva traducción de El llano en llamas, que fue un éxito increíble y va ya en su segunda edición de bolsillo. El resultado es que el autor jaliscience rápidamente se instaló en su lugar entre los clásicos del siglo XX también en Francia.