lunes, 25 de enero de 2010

"El traductor tiene que ser también escritor"


Ana María Durán entrevistó al sonoro traductor francés Claude Couffon para El Espectador, de Colombia, con motivo de un homenaje ofrecido en el Instituto Cervantes de París a Gabriel García Márquez, autor a quien Couffon tradujo. Hombre ya mayor, alguna vez dijo en una encuesta para traductores publicada por el Nouvel Observateur que nunca traduciría a Borges porque no perdía el tiempo con autores de derecha, aunque algún tiempo después se ocupó de dejar varias veces su firma en un número de homenaje publicado por el Magazine Literaire. Asimismo, sus traducciones de Alejandra Pizarnik fueron publicadas por la embajada argentina en Francia durante la última dictadura militar, en una colección de poesía bilingüe que dirigió Abel Posse, agregado cultural de los militares por aquel entonces. No queda registro de que Couffon se haya opuesto.

"Yo fui uno de los responsables del boom"

En una helada tarde invernal al sur de París, cerca de la estación de Montparnasse, Claude Couffon expresa hoy con ternura y extrema sencillez el encanto que desde siempre despertaron en él aquellas tierras lejanas latinoamericanas, exóticas y desconocidas para la mayoría de los franceses de la época, pero que en su caso personal se convirtieron en material obsesivo y pasional de estudio y de trabajo.

Con inmensas ganas de contar y compartir todo, hoy Couffon, a sus 82 años, recuerda sus experiencias y vivencias con los grandes de la literatura latinoamericana: Miguel Ángel Asturias, Pablo Neruda, Julio Cortázar y, por supuesto, Gabriel García Márquez, a quien le hizo un gran homenaje ayer en el Instituto Cervantes de París.

–¿Cómo conoció a Gabriel García Márquez?
–A Gabo lo conocí cuando estaba en París en condiciones difíciles. Yo no fui en esa época de los grandes amigos de él, como Plinio Apuleyo Mendoza y otros colombianos, pero teníamos amigos en común. Yo en esa época estaba más bien con escritores como Miguel Ángel Asturias y Alejo Carpentier. Lo que recuerdo de esa época con Gabo es que cada vez que él aparecía ocurría algo, algo divertido.

–¿Cuál es la vigencia de Gabo hoy como representante de la literatura latinoamericana?
–Es una pregunta difícil de contestar, pero lo que veo es que Gabo se ha impuesto como el primer escritor latinoamericano, como novelista, en Francia. No sin dificultad porque yo, que he podido ver su trayectoria, en cuanto al éxito público me doy cuenta de que el primer Gabo, genial, interesante e importante, no recibió quizás el reconocimiento que merecía como escritor.

–¿Cuántos libros de Gabo tradujo?–Cuando Gabo propuso que yo fuera su traductor, firmé un contrato para traducir 10 libros de él. Los que había escrito anteriores a Cien años de soledad y su nuevo libro de la época, El otoño del patriarca, y claro, los que iban a venir. Nuestra colaboración duró 10 años, yo traduje 9 libros.

–¿Cuál es su libro favorito de García Márquez?
–Para mí, sin ninguna duda, como traductor, fue Crónica de una muerte anunciada, que es una obra maestra. Es el único libro traducido por mí de toda la literatura latinoamericana en que nunca tuve problema. Su libro es como un reloj de lujo en donde cada mecanismo funciona perfectamente, no falta ninguna rueda, es perfecto todo. Para mí, es el libro perfecto como escritura.

–¿Y el que más le ha costado traducir?
–El que más me costó traducir fue el primer libro, El otoño del patriarca, porque la escritura era un poco diferente a la de los otros. Una escritura casi sin puntuación, parecida a la manera de los escritores de la nueva novela francesa de la época. Aunque estaba entusiasmado con la historia, encontré muchas dificultades para poner en mi lengua el ritmo de cada frase.

–¿Qué le debe Gabo a París?
–Gabo vivió en París los tres años de El coronel no tiene quien le escriba. Creo que su época más importante fue la de los años 55. Recuerdo que él llego al hotel donde hoy hay una placa con su nombre por pura equivocación. Venía de la estación de Lyon a París y Vargas Llosa le había recomendado un hotel bueno y barato, pero él se equivocó y entró a otro hotel. Todo lo que cuenta es verdad, que cada mañana bajaba a ver si le habían llegado cartas de sus amigos, que vendió su boleto de avión porque no podía regresar. Puso el dinero en su habitación, en el cajón, y un día no le quedó nada.

París y el ‘Boom’
–¿Cómo recibe Francia el famoso ‘boom latinoamericano’?
–Yo fui uno de los responsables del boom, porque traduje a casi todos estos escritores en sus primeros momentos, y también como periodista apoyé, naturalmente, este movimiento.
En Francia siempre hubo una curiosidad hacia América latina a partir de ciertos escritores. Antes de la Segunda Guerra Mundial, entre los años 20 y 39, se tradujo muy poco, como Don Segundo Sombra, algunas novelas de la revolución y a Miguel Ángel Asturias con Leyendas de Guatemala. Luego vino la guerra y ellos se quedaron en sus países, y después, nosotros los jóvenes empezamos a descubrir lo que ellos estaban haciendo en sus países o en su destierro. Comenzamos entonces a lanzar esa generación de literatura latinoamericana.
Francia recibió esa literatura con un cierto exotismo, ya que el realismo mágico no se entendió bien en sus primeros momentos. Pero poco a poco se fue imponiendo, porque ellos comenzaron a hablar de los problemas de sus países y los pocos osados escritores latinoamericanos publicados se presentaban como los representantes de sus pueblos. En Guatemala, Miguel Ángel Asturias; en Perú, Mario Vargas Llosa; en Paraguay, Augusto Roa Bastos. Impusieron a América latina en Francia, Italia y Alemania.

–¿Y las mujeres escritoras latinoamericanas?
–Ese es mi cariño actual, porque en esa época no había casi nada. A la única que conocí bien fue a Alejandra Pizarnik, argentina, una chica tímida que vivía en París y quien era muy amiga de Julio Cortázar. Fue él quien me la presentó y yo la traduje. Había pocas escritoras conocidas, salvo Blanca Varela, peruana, amiga de Octavio Paz, quien también estaba en París en esa época. El erotismo era en América latina terreno prohibido, era un tema para hombres, y a partir del siglo XX, unas diez mujeres en Argentina, Uruguay y Paraguay lloraron las tradiciones poéticas del país y tuvieron destinos difíciles, porque la mujer latinoamericana debía hablar de otros temas, de los hijos, de la familia, de la religión y no de sexo.

–¿Por qué París fue un lugar de inspiración para tantos escritores?
–Para varios latinoamericanos París ha sido una posibilidad de tener la perspectiva necesaria para escribir. Cuando conocí a Carlos Fuentes acababa de publicar La muerte de Artemio Cruz y me dijo: “Para mí es muy útil vivir en París, porque tengo la distancia necesaria con mi país. Estando en México vivía en una cárcel; desde aquí veo lo malo y lo bueno, y eso me permite escribir mis novelas”.
Durante el siglo XIX los latinoamericanos vienen a París porque piensan que es el único lugar donde pueden hacerse famosos. Era una especie de fascinación y casi todos los escritores de América Latina de esa época hicieron el viaje. Era un mito. Después, entre guerras, hubo de parte de Francia un interés por ellos y su literatura.

–¿Julio Cortázar?
–A Julio lo conocí cuando acababa de llegar a París y trabajaba en la Unesco. En sus primeros tiempos, Cortázar vivía muy encerrado con su mujer, Aurora Bernárdez, ella pequeña y él alto, y salían juntos siempre, pero solos. A veces salían con Alejandra Pizarnik. Nos reuníamos en un pequeño grupo, siempre los mismos, y así lo fui conociendo bien. Con Julio tengo muchos recuerdos, hasta me quitó la que luego sería su segunda mujer. Él era todo un personaje. No hablaba en público casi nunca, pero su sola presencia en un acto político en París sentado al fondo de la sala, hacía que la sala entera estuviera con él. No necesitaba hablar. Impactaba con su figura alta, su cara y sus ojos de niño.

–¿Qué queda hoy del ‘boom’?
–Hoy se puede decir que el boom, como el momento en que los grandes maestros ocuparon el lugar literario de América latina en forma total, terminó. Ahora ya no se puede hablar de “literatura latinoamericana” como en esa época. No hay esa homogeneidad que duró tres generaciones, eso ha terminado. El libro no es tampoco lo que era hace 30 años, hoy las editoriales se preocupan más por la venta y prefieren textos que se vendan fácilmente, como los testimonios y las memorias. La ficción, la novela y la poesía no se venden. Yo no sé en otros países, pero en Francia la gente ya no lee. Se leen los pocos libros que les imponen en la escuela, porque ahora lo importante es la imagen y no el texto.

Los límites de la traducción
–¿En qué consisten las diferencias en traducir al castellano de España y al español latinoamericano?
–Yo hablaría de “los castellanos latinoamericanos”. El mismo árbol puede florecer azul en Venezuela, blanco en Ecuador y rojo en Cuba. Yo he tenido la suerte de visitar todos estos países, ser amigo de sus escritores y así descubrir la diferencias y evitar la confusión. Después de la Segunda Guerra mundial, cuando empezaron a traducir estos libros, hubo muchos problemas porque se confundían los términos. Cada país latinoamericano tiene su propio español de fondo, limitado a cada país.

–¿Sinónimo de traductor?
–Para mí el traductor es la persona que hubiera querido escribir la novela o el poema que traduce. Yo dudo un poco de los que llaman “traductores profesionales de literatura” porque para vivir de la traducción ellos no traducen siempre lo que les gusta. En mi caso personal, confirmo que todo lo que traduje era bueno y me interesó y lo traduje porque a mí me hubiera interesado escribirlo. Además pienso que el traductor tiene que ser también escritor. Tiene que ver cómo él reemplaza al autor. Por ejemplo, al traducir Crónica de una muerte anunciada yo tengo que pensar cómo hubiera hecho Gabo para escribir ese libro en francés, y siempre pensar que un poema o una novela son obras de creación únicas en su idioma.

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