miércoles, 8 de julio de 2009

La máscara se confunde con el rostro


Gracias a la amabilidad de Juan Gabriel López Guix, se ofrece a continuación la conferencia de Carlos Fortea –traductor del alemán, profesor titular de la Universidad de Salamanca y Decano de su Facultad de Traducción y Documentación– pronunciada en la presentación del III Premio de Traducción "Francisco Ayala", celebrada en la Facultad de Traducción e Interpretación de la Universidad de Granada en abril de 2007.

Escritores sin rostro

Excelentísimo y Magnífico Señor Rector, Ilustrísima Señora Decana, miembros de la comunidad universitaria,compañeros y amigos:

Debo empezar mis palabras, como es de bien nacidos, agradeciendo a la Facultad de Traducción e Interpretación de la Universidad de Granada su inmerecida invitación a compartir con vosotros esta jornada festiva. Si es aplicable a universidades el refrán que dice que a un hombre se le mide por la estatura de sus rivales, el centro al que represento se siente bien tallado por la obligación de competir, bien que amistosamente, con vosotros. Dicho queda, y con eso despejo mi personalidad de representante institucional. Porque, como es propio de quienes dedicamos nuestras vidas a este oficio de máscaras, yo no soy uno, sino muchos, y quiero pensar que de entre todos ellos no habéis invitado al representante de otra institución, ni siquiera al colega enseñante dedicado, como vosotros, a predicar a los alumnos la buena nueva de la comunicación intercultural, sino probablemente a la más querida de mis muchas caretas: al escritor sin rostro.
Es más que evidente que ya sabéis de quién estoy hablando; en los últimos años, lo hemos metaforizado de mil maneras: desde el intérprete que ejecuta una partitura hasta el actor que encarna un personaje, pasando por la sombra del creador, la voz del ventrílocuo, el artista del hambre, incidentalmente, o el soñador entregado a la embriaguez de las metamorfosis, oficio, como Kafka enseña, especialmente peligroso, porque puede uno despertar convertido en cucaracha.
Hace muy pocos días, sin embargo, leí una cita cuyo contenido me afectó e impresionó. Pertenecía a una obra de Rainer María Rilke –Los apuntes de Malte Laurids Brigge– y decía así:

Hay gentes que llevan un rostro durante años. Naturalmente, se aja, se ensucia, brilla, se arruga, se ensancha como los guantes que han sido llevados durante un viaje. Estas son gentes sencillas, económicas; no lo cambian, no lo hacen ni siquiera limpiar (...). Otras gentes cambian de rostro con una inquietante rapidez. Se prueban uno después de otro, y los gastan. (...) No están habituados a economizar los rostros; el último está gastado (...) agujereado en algunos sitios, delgado como el papel, y después, poco a poco, aparece el forro, el no-rostro.

Fin de la cita. Por cierto, es una traducción, y de Don Francisco Ayala, tan próximo a vosotros por tantos motivos.
De manera inquietante, por qué no decirlo, me pareció que esta cita encajaba, de un modo tan certero como sólo la visión de los grandes artistas puede hacerlo, con la realidad de los traductores, y más concretamente de aquellos traductores que se dedican a la traducción literaria, de esos escritores, dicen que sin obra propia, a los que estamos acostumbrados a llamar traductores.
Singular situación... Muchos de nosotros, en algún momento de nuestra juventud, o muchos de vosotros en vuestra juventud presente, pensaron o pensáis en este oficio como una ocupación particularmente adecuada a quienes vienen recibiendo el nombre de letraheridos, es decir, aquellos que desde la primera adolescencia descubren que su más querida ocupación es leer libros, a tal punto que llegan a pensar en escribirlos. Parece propio, a poco que domine uno un idioma extranjero –y antes de descubrir que es el idioma el que le domina a él-, pensar que trasladar sus hermosas palabras a otras no menos bellas en nuestra lengua forma la pluma, adiestra la muñeca que la maneja y conforma la mente para esa labor.
Así pertrechados, ponemos manos a la obra. En nuestra mente están algunos nombres que nos sirven de modelos, y que curiosamente vienen a coincidir con algunos de los grandes escritores de la lengua: pensamos en Pedro Salinas traduciendo a Proust, en Francisco Ayala traduciendo a Mann, en Julio Cortázar traduciendo a Poe. Pensamiento bastante indicativo, por cierto. Luego volveremos sobre él.
La primera realidad de la traducción, la realidad inmediata con la que el traductor se enfrenta, se parece bastante a aquello que en su mente se había planteado: la lucha con la palabra, la aplicación del principio de los vasos comunicantes a unos recipientes situados a distintas alturas, hechos de distintos materiales y realizados en diferentes formas.
Para eso, pues, venimos preparados. Sin embargo, el novel traductor pronto advierte que la adaptación a esos recipientes va a exigir de él algo más que pericia con las manos: las frases se doblegan, sí, a la presión que se aplica sobre ellas, encajan en el molde previsto para ellas, pero algo en su forma y en su voz, en el modo en que suenan, deja bastante que desear. El traductor todavía recuerda las palabras de un entonces profesor, y luego colega, que tutoró sus primeras páginas, un texto de Arthur Schnitzler que jamás sería publicado. Decía el profesor, pasándose la mano por la cabeza: “Sí, sí, es correcto, está bien lo que dice, pero es que el original ¡es tan bonito!...” Extraño desafío. En el texto encajado en el molde está todo lo que tiene su original, excepto su belleza. Excepto la eufonía que no procede de los sonidos, sino del alma de las palabras. ¿Dónde está ese alma, si no es en las propias palabras? Ese es el punto de inflexión en la trayectoria de cualquier traductor de literatura, el momento crucial en que descubre que, si se limita a repetir las palabras del otro, estará practicando las habilidades del guacamayo, aptas sin duda para un circo, pero no para el gran teatro del mundo. Hace falta algo más, por consiguiente. Hace falta el salto que le lleve de las habilidades del copista a las artes mágicas del hechicero que se apropia del alma. Le va a ser necesario recorrer el camino que va de leer a Thomas Mann, de imitar a Thomas Mann, de copiar a Thomas Mann, a ser Thomas Mann.
Es un camino largo, y pocos lo recorren. Es el mismo camino que va desde el autor del bisonte de Altamira, que creía que pintando en las paredes al mágico animal propiciaba su caza al día siguiente, hasta el autor de El retrato oval que aparece en el cuento de Edgar Allan Poe, ese pintor que, y cito:

no quería ver que los tintes que esparcía en la tela eran extraídos de las mejillas de aquella mujer sentada a su lado. Y cuando pasaron muchas semanas y poco quedaba por hacer, salvo una pincelada en la boca y un matiz en los ojos, el espíritu de la dama osciló, vacilante como la llama en el tubo de la lámpara

En palabras de Julio Cortázar, por supuesto. Pero estamos yendo demasiado lejos. Sólo para el propio traductor –y acaso para el escritor al que replica- son tan importantes la cacería, la magia y la palabra como para compararlas con la vida. Además, el caso sería en realidad el inverso, y la aspiración real del traductor, al menos al principio, es mucho más fugaz.
Esto no es opinión sino dato. La Historia lo demuestra: ¿Acaso no estaba traducido ya el Dante desde Enrique de Villena, en torno a 1430? Y sin embargo, eso no impedirá que en 1515 Pedro Fernández de Villegas traduzca el Infierno de la Divina Comedia, que entre 1868 y 1900 traduzcan la Comedia Manuel Aranda, B. Puigbó, Cayetano Rosell, J. Sánchez Morales, E. de Montalbán, J.M. Carulla, el Conde de Cheste y Bartolomé Mitre, ni que entre 1900 y 1990 se publiquen más de cincuenta traducciones distintas del texto dantesco. De entre ellas, cabe destacar la considerada canónica del poeta Ángel Crespo, larga tarea cuya publicación fue desgranándose entre 1973 y 1977. Se han vertido millares de elogios sobre ella, y sin embargo, tampoco ellos impedirán que en 1996 Luis Martínez de Merlo publique una nueva versión en Cátedra. Escritores sin rostro, la mayoría de ellos... De Enrique de Villena sabemos mucho, pero más por sus andanzas políticas en la corte de Enrique III de Trastamara que por sus tareas de traductor. La popular enciclopedia virtual Wikipedia le dedica unas palabras que no me resisto a repetir aquí:

Enrique de Villena estuvo (...) presente en la coronación de Fernando de Aragón; (...) consciente de su inaptitud para la guerra o la vida política, se dedicará a la literatura

Sin comentarios... Nombres en general desconocidos, salvo los más próximos a nosotros, hombres que acometieron una empresa descomunal para sus días, y probablemente para los nuestros, esgrimiendo la patente de corso sobre un bien mostrenco. Si las hermosas palabras de Dante están ahí, ¿por qué no repetirlas, remedarlas y hacerlas propias, generación tras generación, por qué no vestirse con la túnica blanca con la que representan al poeta, y emprender nada menos que el descenso al Infierno y el ascenso al Cielo? Sobre todo, teniendo en cuenta que las consecuencias de tal repetición, en contra de lo que pudiera parecer, no son las mismas, ni la tarea es tan sencilla como parece. De hecho, el Pierre Menard de Borges, santo patrón de los traductores, dice sobre su versión del Quijote:

es indiscutible que mi problema es harto más difícil que el de Cervantes. Mi complaciente precursor no rehusó la colaboración del azar: iba componiendo la obra (...) llevado por inercias del lenguaje y de la invención. Yo he contraído el misterioso deber de reconstruir literalmente su obra espontánea. Mi solitario juego está gobernado por dos leyes polares. La primera me permite ensayar variantes de tipo formal o psicológico; la segunda me obliga a sacrificarlas al texto “original” y a razonar de un modo irrefutable esa aniquilación... A estas trabas artificiales hay que sumar otra, congénita. Componer el Quijote a principios del siglo XVII era una empresa razonable, necesaria, acaso fatal; a principios del veinte, es casi imposible. No en vano han transcurrido trescientos años, cargados de complejísimos hechos. Entre ellos, para mencionar uno sólo: el mismo Quijote.

Ante esta cita de Borges, tan densa que me ha sido imposible acortarla, supongo que os habréis preguntado como yo cómo es posible que se mantenga la frescura de las palabras al leerlas por enésima vez. En ellas se resume, con aparente liviandad, la aporía de nuestra profesión: esas “leyes polares” a las que Borges hace referencia tironean de nosotros con inusitada violencia, instándonos por una parte a hacer nuestras las palabras del otro y, por otra, a devolverle lo que es suyo. A devolvérselo, no por un prurito técnico, sino por un imperativo moral. Y sin embargo, al iniciar semejante empresa no somos conscientes de que son esas leyes polares las que nos van a forzar a arrancarnos nuestro propio rostro. Creemos que todo va a ser el inocuo juego de ponerse y quitarse una máscara, ser Dante Alighieri un rato al día y el resto del día seguir siendo nosotros.
Craso error. Conforme comienza nuestra tarea, vemos que ese interjuego de decisiones enfrentadas supone, como bien advertía Pierre Menard, una intolerable coacción a nuestra propia libertad y, además y peor, la sensación de estar obteniendo unos más que dudosos resultados. O tal vez dudosos no sea la palabra. Unos más que discutibles resultados. Unos más que indefendibles resultados.
Abordemos tan sólo el último de los problemas evocados por Menard. Repetir las palabras del Dante sobre el poso revuelto de siglos de influencia del propio Dante. Componer un libro que pretende ser sincero y moderno en unos términos y con unos adjetivos que el lector calificará. Sin dudarlo un momento, de dantescos. Es decir, de exagerados. de terribles. De inverosímiles. Condenamos a Dante al fracaso. Cualquier lector de Proust habrá buscado entre las páginas de En busca del tiempo perdido ese momento inefable de la magdalena ensalzado por tantos estudiosos y críticos y, al encontrarlo, habrá pensado con decepción: “esto no es más que un flashback”, a no ser que haya alguien a su lado capaz de indicarle que en efecto lo es, pero que fue Proust quien lo inventó en un momento de inspiración genial. Condenamos a Proust al fracaso en nuestras traducciones, en las que ya no es un innovador. Cuando leemos a Kafka lo encontramos kafkiano, lo que en nuestro agitado mundo está empezando a ser sinónimo de vulgar. Si además exploramos el recorrido de sus traducciones, algunos hallazgos suponen un paso más hacia la decepción: la reeditadísima traducción de Kafka de D. J. Vogelmann tiene frases tan tremendas como aquella que dice que el protagonista “púsose a verter la sopa dentro de su cuerpo”; Miguel Sáenz en cambio traduce lo mismo por “y empezó a comerse la sopa”. En otro momento, Feliú Formosa hace exclamar a la Leni de El castillo, tras recibir un beso de K.: “Me ha cambiado”. Miguel Sáenz traduce, más correctamente, “La ha cambiado por mí”, convirtiendo lo que parecía una mística transfiguración obrada por un beso en un simple cambio de parejas. Es decir, que el Kafka mejor traducido es, paradójicamente, menos kafkiano. Pero eso da igual, porque, de facto, también esas malas traducciones contribuyeron al prestigio del checo entre nosotros. También ellas hicieron que la historia de las letras españolas ya no fuera igual. Condenamos a Kafka al fracaso. Y no digamos el grado que esto alcanza en la celebrada Las mil y una noches, en esos cuentos maravillosos que llenaron las horas de nuestra infancia y juventud, con aquellas frases enrevesadísimas: “por Alá, oh hermano, tu fe es una gran fe, y tu historia es tan prodigiosa, que si se escribiera con una aguja en el ángulo interior de un ojo sería motivo de reflexión para los que saben reflexionar adecuadamente”. Recordamos el texto lleno de arriesgadas metáforas: “besó la tierra entre sus manos”, “la hija de mi tío”, y, sobre todo, metáforas eróticas de elevada temperatura literaria.
Como en el caso anterior –y me anticipo a pedir perdón a cuantos doctores tiene la iglesia en esta materia, precisamente aquí en Granada, por la temeraria intromisión, en la que espero no romperme la crisma- la traducción moderna ha cambiado esos patrones. Ha impuesto el canon respetuoso frente al libre y, sobre todo, el canon competente frente al incompetente: hemos descubierto que “besó la tierra entre sus manos” no significa más que “se arrodilló”, y “la hija de mi tío” era una forma árabe habitual en la época para decir “mi esposa”. El resultado es, a primera vista, menos exotismo; en cambio, si lo miramos con más atención, el resultado es menos magia, Las mil y una noches se nos convierte en una colección de cuentos populares intercambiables con nuestros propios cuentos, El conde Lucanor de la literatura árabe, por así decirlo.
Lo que viene a significar que debemos tanto a aquellos escritores sin rostro... que, curiosamente, en este caso no lo eran, porque los primeros fueron Vicente Blasco Ibáñez y Rafael Cansinos Asséns, conocidos autores de obra propia. Les debemos un mundo de magia y fastuosidad oriental. Cuesta trabajo admitir que no era cierto, pero tanto da: fue cierto en sus palabras, configuró las nuestras, nos transmitió una visión del mundo, por incierta que fuese. Además, la aventura de este y otros textos no hace más que dar la razón a Borges cuando dice que “la página que tiene vocación de inmortalidad puede atravesar el fuego de las erratas, de las versiones aproximativas, de las distraídas lecturas, de las incomprensiones, sin dejar el alma en la prueba”.
Pero regresemos a nuestros problemas. Queríamos ser Dante, o al menos Virgilio y acompañarle, y nos encontramos con que las palabras de nuestros predecesores no valen, por razones que oscilan entre la incompetencia y la mera caducidad, en tanto que las nuestras, que en absoluto escapan a tales riesgos, añaden a los mismos una clara afectación arcaizante. Nuestra generación quiere apropiarse también las palabras del Dante, como sus antecesoras, pero en modo alguno se atrevería a sustituirlas por otras propias, que incurrirían en el anacronismo, y trata entonces de remedar las palabras antiguas. El resultado es falso de toda falsedad. Invocamos en nuestra defensa la mejoría de nuestros conocimientos lingüísticos, la mayor nitidez de nuestras convenciones, incluso la creciente densidad de nuestros estudios teóricos, que vuelven reflexiva la tarea que antes fue espontánea, pero nada puede evitar que en el verso

por vos ya mi cerebro está sellado

la palabra cerebro resuene casi técnica, y por tanto anacrónica, y, en cambio, en el verso

Diversas lenguas, hórridas blasfemias

la palabra hórridas sufra de intencionadamente arcaica. Lo es. Si queremos que el texto de Dante no parezca recién escrito, tiene que serlo. Y al tener que serlo, pone seriamente en cuestión el original propósito de actualizar las viejas palabras.
Veréis que no menciono ahora al traductor. Baste decir que es contemporáneo. No es intención mía criticarle, sino hacer ver lo desesperado de la empresa. Me refería antes a los estudios teóricos. En cualquiera de las artes y las ciencias, la reflexión teórica suele aportar a quien la practica un sedimento que después se plasma en una mayor seguridad, cuando llega el momento de las aplicaciones. En nuestro ámbito, esto no es así. La reflexión teórica enriquece nuestros pensamientos, pero al sentarnos ante el papel en blanco todo él se puebla de tentaciones especulativas, hijas de las teorías contrapuestas. Si al pobre San Jerónimo se le venían a la cabeza las danzas de las bailarinas romanas, a nosotros nos atacan funcionalismos, manipulaciones, polisistemas y poscolonialismos, que lejos de ayudarnos nos llenan de dilemas. ¿Debemos aplicar la compensación en materia de humor, y por cada chiste que no seamos capaces de reproducir insertar otro chiste dos o tres páginas más allá, como propugna John Rutherford en su nueva traducción de El Quijote? ¿Hemos de condenar palabras cargadas de mentalidad imperial o machista, olvidando que fueron escritas por personas cargadas de mentalidad imperial o machista?
Al final, nos vemos obligados a poner fin provisional a este arduo debate con las propias y extrañas palabras de San Jerónimo: “al fin, pude domar mi carne con los ayunos durants semanas enteras. No me avergüenzo al revelar mis tentaciones, pero sí lamento que ya no sea yo ahora lo que entonces fui”.
Nunca volvemos a ser lo que fuimos, después de cada libro traducido, de cada tentación superada, porque en él se quedan, como en la cita que abría estas líneas, pedazos de nuestro rostro. De ese rostro forjado en la batalla con la palabra.
Una batalla voluntaria y absurda. Tal vez en algún momento de mis palabras os hayáis preguntado por qué un traductor de alemán elige a Dante para sus ejemplos. Podría deciros que por corrección, por referirme a traductores y traducciones que no son mis directas “competidoras”. Podría deciros también que por elegir un texto que nos lleve, a nosotros, perpetuos habitantes del purgatorio, desde el infierno al paraíso. Pero no es así. Me ha movido tan solo la curiosidad al saber que tantísimos escritores sin rostro se habían entregado a la visión dantesca. Que tantísimos de nuestros colegas habían hecho eso tan absurdo que se predica de Pierre Menard, y cito:

adelantarse a la vanidad que aguarda todas las fatigas del hombre; acometió una empresa complejísima y de antemano fútil. Dedicó sus escrúpulos y vigilias a repetir en un idioma ajeno un libro preexistente

Me impresionó que tantos traductores se hubieran visto arrastrados sin remisión hasta La Divina comedia. He tratado de imaginarlos, como he tratado, a lo largo de años de dedicación, de imaginar a otros como ellos, como Juan Gutiérrez Gili, que hizo resonar por primera vez en español la voz de Alicia en su recorrido por el país de las maravillas; como Gonzalo Pérez, padre del famoso secretario de Felipe II, primer traductor de La Odisea; como Ignacio García Malo, que tuvo que esperar hasta finales del XVIII para hacer resonar La Iliada completa en castellano; como José García de Villalta, primer traductor de Macbeth. O como, este sí conocido, Leandro Fernández de Moratín, famoso por dramaturgo, afrancesado y exiliado, pero no tanto por haber sido Secretario de la Interpretación de Lenguas bajo el gobierno de Godoy y primer traductor desde el inglés de las desventuras del dubitativo príncipe Hamlet. Es uno de los pocos profesionales de su época. De que fue traductor profesional da testimonio sobrado una coplilla que dejó escrita, y que reza:

Que si yo me llego a ver,
Una vez, desesperado,
O me meto a traductor,
O me degüello, o me caso.


He tratado de imaginarlos a todos ellos, presos de la ambición totalizadora de volver español lo que no lo era sin que por eso dejara de ser lo que era. Desorientados en una selva de posibilidades, en la que se movieron con menos apoyos de los que nosotros tenemos ahora. Nunca ha sido fácil traducir, pero fuerza es reconocer que momentos ha habido en que era aún más difícil.
Os decía al comienzo que muchos traductores piensan, en algún momento de sus inicios profesionales, que la palabra ajena enriquecerá la propia, y que el buril de la traducción servirá en su momento para la orfebrería de la literatura.
Es posible que esa alucinación perdure algún tiempo, pero termina revelándose falsa. En un proceso que los expertos en vampirismo han descrito bien, el traductor se acerca fascinado al autor o autora cuya voz ansía ser, y no se da cuenta de que esa atracción va a ser el principio de su propio fin, en el sentido literario del término. Cuando cree estar sorbiendo la sangre nutricia del gigante, es la suya la que está engrosando las venas de por sí tumultuosas del creador. Porque, para ser vehículo de la palabra ajena, es preciso despojarse de la propia. La sangre de la literatura no corre por unas venas ocupadas, sino por unas previamente vacías. Como Bram Stoker dejó bien descrito, no se hace violencia a la criatura vampirizada, sino que ésta se arroja voluntaria en brazos de su depredador. Pero, como en el caso del seducido por el vampiro, la consecuencia es el paulatino vaciamiento. Empezamos estando atravesados por la flecha de la obra grandiosa, y poco a poco vemos que nos vamos quedando subsumidos en ella, como absorbidos por un torbellino. Nuestro propio estilo va perdiendo color, palidece, y un día descubrimos que del mucho traducir a Hemingway nuestras frases son cortas y secas como disparos, o que del mucho traducir a Mann soo largas como ríos centroeuropeos. Como en el fantasma de la ópera, la máscara se confunde con el rostro.
Sin que lo sepamos, ha empezado un lento ahuecado. Un día, descubrimos que al quitarnos la máscara no hay nada detrás, una cara de luna esperando poder reflejar la luz de un nuevo sol. Esa es nuestra grandeza y nuestra miseria. Nuestras obras serán perecederas, constantemente sustituidas por las de otros audaces cazavampiros cuyo destino, probablemente, será poco después compartir el nuestro. Nuestros nombres serán olvidados, para ser rescatados de vez en cuando por algún desaforado como Menéndez Pelayo o por arqueólogos de las letras, cuyas linternas iluminarán nuestras caras antiguas que, una vez más, reflejarán su brillo. Y sin embargo, qué lejos estamos de querer clavar en el corazón de nuestros autores la estaca mortal que nos liberaría. Muy al contrario, asumimos gustosos nuestra condición. Nuestra tarea es abrir canales que comunican los grandes ríos de la Literatura, que al mezclar sus aguas producen la grandeza de la Humanidad. Nuestra tarea es hacer el injerto, sembrar la semilla que fecunda los nuevos árboles de la palabra. No importa que nadie la recuerde. Tampoco nadie recuerda la semilla del ciprés de Silos, y sin embargo los poetas lo cantan en sus obras. Y la luna sonríe.
Muchas gracias.

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