miércoles, 29 de julio de 2009

Quinta reunión del Club de Traductores Literarios de Buenos Aires


El viernes 24 de julio Guillermo Piro (en la foto, trabajando arduamente en una redacción) fue el traductor invitado para la quinta reunión del Club de Traductores Literarios de Buenos Aires. Su charla, que se reproduce parcialmente, tuvo como tema excluyente las notas al pie de página.

Guillermo Piro (1960) es poeta, narrador, traductor y periodista cultural. Publicó los siguientes libros: La Golosina Caníbal, Las Nubes, Estudio de Manos, Correspondencia, Sain-Jean David (poesía) y Versiones del Niágara (novela, 2do. Premio Nacional de Literatura). Desde hace años está abocado a la reedición de las obras del escritor argentino Héctor A. Murena, de quien el Fondo de Cultura Económica ha publicado una antología a su cuidado, Visiones de Babel. Se ha desempeñado como periodista free-lance para distintos medios nacionales y extranjeros. Sus artículos, críticas, entrevistas y crónicas de viaje han aparecido en Clarín, La Nación, Página/12, First, 3 Puntos, La Stampa, Los Inrockuptibles. Fue director de la revista de libros Gargantúa. Integra el consejo de redacción del Diario de Poesía y el consejo de dirección de la revista Confines. Ha traducido, entre otros, a J.R. Wilcock, Roberto Benigni, Emilio Salgari, Giuseppe Tomasi di Lampedusa, Andrea Zanzotto, C.M. Cipolla, Enrico Brizzi, Federico Fellini, Paolo Rossi, Melissa P. y Ermanno Cavazzoni. Actualmente es subeditor del suplemento Cultura del diario Perfil.

Renunciar a toda justificación de atestado

Poco antes de la Primera Guerra Mundial los historiadores de la Universidad de Illinois decidieron crear un seminario de acuerdo con el modelo científico alemán. Para adornar la sala de reuniones trajeron retratos de los historiadores norteamericanos y extranjeros que más admiraban: Francis Parkman y Edward Gibbon. Leopold von Ranke no pasó la selección (los historiadores de Illinois eran muchos, y no todos veían en él a uno de los inventores de la ciencia de la historia), pero obviar su nombre significaba no sólo una falta de reconocimiento, sino también un signo de ignorancia. De modo que una carta suya, comprada a un marchant de Frankfurt, fue enmarcada y colgada en la pared del salón, y se lo nombró patrono del seminario. Años después, cuando la universidad decidió destinar el salón a otras funciones, la carta desapareció. Afortunadamente sobrevivió una copia del manuscrito. Se trata de una carta dirigida al editor Georg Reimer. En ella Ranke aborda, entre otras cosas, el problema de la nota al pie. Para sorpresa del lector del siglo XX, convencido de que autores y editores adoran las notas al pie, Ranke insiste en que ha incluido notas sólo porque el autor joven debe citar sus fuentes. Le desagradaban, y la hizo tan breves como le fue posible: “Evité cuidadosamente la anotación propiamente dicha, pero consideré que era indispensable incluir citas en la obra de un principiante que aún debe abrirse camino y granjearse confianza”. Esperaba, con los años, evitar esas llamadas que desfiguran el texto y esas referencias que pululan por las páginas. En todo caso, aclaraba, la presencia de notas al pie en su trabajo le parecía un mal necesario.

Efectivamente, para el historiador las notas al pie constituyen el sustento empírico de los hechos relatados y los argumentos expuestos. Sin ellas, una tesis histórica podría ser objeto de admiración o rechazo, pero en cualquier caso no se la podría verificar ni refutar. Si el historiador debe, en teoría, estudiar todas las fuentes referentes a la solución de un determinado problema y a partir de ellas elaborar una narración o un argumento, la nota al pie es la prueba de que se ha tomado ambos trabajos. Como si fuera poco, su sola visión, para el lector, identifica el trabajo histórico en cuestión como la obra de un profesional responsable. Anthony Grafton, en Los orígenes trágicos de la erudición, sostiene que el “murmullo” de las notas al pie “es tan reconfortante como el zumbido agudo del torno del dentista”; su presencia provoca tedio (y otras cosas), y al igual que el dolor que provoca el torno, no es aleatorio sino direccional: es el costo que hay que pagar por los beneficios de la ciencia y la tecnología modernas. Grafton, genial productor de metáforas, compara a la nota al pie con el inodoro: es tan esencial a la vida civilizada como él, y como él “es un tema de mal gusto en la plática cortés y por lo general sólo llama la atención cuando se descompone”.

La nota al pie suple a la credencial. En la impersonal sociedad moderna, en la que los individuos están obligados a confiar ciegamente en personas absolutamente desconocidas para obtener la mayoría de los servicios que requieren, las credenciales cumplen la misma función que antes era propia de la recomendación personal: dan legitimidad. Al igual que la jarra con agua y la exposición incoherente demuestra que el conferenciante tiene algo importante que decir, las notas al pie confieren al autor un aire de autoridad. Si el texto, entre otras cosas, está destinado a convencer, las notas al pie están destinadas a demostrar. En cierto sentido cumplen la misma función que los diplomas colgando de las paredes del consultorio del odontólogo, es decir, demuestran que el facultativo en cuestión es alguien “competente”, alguien a cuya voluntad uno puede someterse sin reparos. Son las marcas exteriores de la gracia.

Existe una diferencia sustancial en la nota al pie del investigador y la nota al pie del traductor. Hay puntos en común que, sin embargo, las liga a esa tradición: confieren al traductor un aire de autoridad y legitiman la elección. Lo cierto es que si algo requiere demasiadas explicaciones quiere decir que no se explica suficientemente por sí mismo, que no se está dirigiendo al lector de un modo claro. En teoría, el traductor, si algo hace, es tomar decisiones continuamente. Las palabras poseen matices de sentido de una lengua a otra imposibles de reproducir, de modo que el traductor debe, está obligado, a “decidir” cuál de las palabras de las que dispone su batería lingüística es la más cercana, puede reemplazar a la original. Son continuos actos de determinación interior, que le hacen creer que ésa, su decisión, es la más acertada, y que es probable que su presencia en el texto suscite una serie finita de complejas asociaciones y cambios de matiz a las palabras y las ideas venideras.

Hace unos años encontré un ejemplo genial. En una escena memorable de El Gatopardo, de Giuseppe Tomasi de Lampedusa, Fabrizio, el príncipe de Salina, sale de caza en compañía de don Ciccio, y éste le confiesa ciertas cosas “difíciles de tragar” (no vale la pena extenderse en eso). En italiano existe una expresión, inghiottire il rospo, que en el español rioplatense es fácilmente traducible por “tragarse el sapo”. El príncipe de Salina se “traga el sapo”, entendido en un sentido más literal del habitual:

Don Fabrizio se sintió invadido por una gran emoción: el sapo había sido engullido: la cabeza y los intestinos masticados descendían ya por la garganta; quedaban por masticar todavía las patas, pero eso era nada comparable con esto: lo peor había pasado. […] Los huesitos del sapo habían sido más desagradables de lo previsto; pero, en suma, también habían sido tragados.

Ahora bien, en España la expresión “tragarse el sapo” no parece tener el menor sentido, y la que responde de manera más aproximada a su sentido es aquella de “tragarse la quina”. Ricardo Pochtar no recurre a la nota al pie, sino que rescribe y recrea la metáfora de este modo:

Don Fabrizio se sintió invadido por una profunda emoción: la quina ya estaba bebida, casi todo el contenido del frasco había pasado por la garganta; sólo quedaba un poco bajo la lengua, pero eso era nada en comparación con lo otro; lo más importante estaba hecho. […] Las últimas gotas de quina habían resultado más asquerosas que lo previsto; pero, en definitiva, también las había tragado.

La república de los sabios, de Arno Schmidt, se presenta como un auspicioso juego de cajas chinas. El libro es presentado como la traducción al alemán del texto escrito por el norteamericano Charles Henry Winer en el año 2008. En el intento de conciliar la razón de estado con las presuntas exigencias de la literatura, en ese mundo futuro, donde después una catástrofe atómica Alemania ha desaparecido del mapa y los hablantes de esa lengua que aún quedan, desperdigados por el mundo (apenas, exactamente, ciento veinticuatro), está permitida la publicación de libelos políticos o de naturaleza subversiva con la condición de que sean traducidos a una lengua muerta. El libro cuenta la visita de Winer, en calidad de periodista, a una “isla de hélice” en la que se ha llevado a cabo el sueño platoniano de reunir a los sabios, pensadores y artistas más notorios del mundo entero. Allí, después de atravesar un territorio envenenado por las radiaciones atómicas, donde proliferan criaturas monstruosas, entrevistará a viejas glorias estériles y a funcionarios que reglamentan la “creación colectiva” (probablemente, para Arno Schmidt, el colmo de la aberración que nos deparará el futuro). Chr. M. Stadion, el traductor alemán de esta obra (radicado en Chubut, Argentina), se lamenta: la desaparición de la madre patria se refleja en cierta inadaptación de la lengua a la evolución técnica y social, de suerte que ciertos instrumentos, aparatos, procedimientos y hasta ciertas intenciones y giros del pensamiento sólo pueden ser vertidos de manera perifrástica (¡para no hablar de la descripción del sexual intercourse del autor con una centaura!). El traductor, entonces, subsana esas lagunas con notas al pie de página. O al menos eso intenta, sin éxito, porque la evidente aversión de Charles Winer, a pesar de su apellido, por todo lo que sea alemán, así como en lo tocando a su excentricidad, lo obligan a tomar partido, inmiscuyéndose en el relato para discutir, corregir o hacer apelaciones al lector poniendo en evidencia una contradicción, una casualidad —que para su regocijo consiguen dejar mal parado al autor norteamericano— o simplemente la imposibilidad de traducir un concepto. Pero el traductor va más allá. Winer tilda de “pelmazo” e “integralista” al alemán que se le ocurrió bautizar a las mariposas, “esos encantadores y pequeños volátiles”, con el nombre de Schmetterling (de schmettern: “hacer pedazos”, pero también “resonar” y “retumbar”), a lo que el traductor anota al pie: “¡Como si la palabra norteamericana butterfly (mosca de manteca) fuera más poética!”, mientras aclara que se abstiene de hacer más comentarios que pudieran interpretarse como susceptibilidad personal. A pesar de su incontinencia el traductor de Schmidt reprime, o al menos intenta reprimir, aquellas observaciones suyas que pudieran interpretarse como “susceptibilidad personal”. Es decir que en su incontinencia hay un área de su conciencia que sigue tendiendo a mantenerse al margen.

Un uso distinto de la nota al pie es el que le da David Foster Wallace en su largo artículo “Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer”, aunque en este caso no interviene traductor alguno en la escena. Relatando pormenorizadamente las sorpresas de un viaje salvaje (iba a escribir “surrealista”) a bordo de un crucero de lujo por el Caribe, Wallace intercala notas que no son más que extensiones desfasadas (con ciertas pretensiones excéntricas, ¡pero qué bien le sientan!) del texto de más arriba, en tipografía levemente mayor. Escribe, por ejemplo: “Ahora conozco la velocidad máxima de un crucero en nudos”, para anotar seguidamente al pie de página: “(aunque nunca conseguí entender qué es un nudo)”, o manifiesta haberse topado con un “cabrestante con una mancha de óxido del tamaño de una moneda de medio dólar” para acotar al pie que se trata de “una polea inflada con esteroides”. Sin duda en muchos parece aplicar la nota al pie reservándole un sentido de pertenencia, apelando a la atención de los ignorantes en cuestiones náuticas, manteniéndose ligado al mundo ignaro del viajero accidental que se niega a dejar de ser, por más que a lo largo de la travesía llegue a comprender y aplicar exitosamente ciertas “palabras mágicas”, en las que no parece haberse interesado ni siquiera leyendo a Conrad o a Melville (por nombrar sólo dos que es difícil que no haya leído).

Queda naturalmente el prototipo de la nota al pie con aplicación narrativa, Rodolfo Walsh y su “Nota al pie”. No vale la pena extenderse en la utilización que hace Walsh del recurso: la posibilidad de seguir dos líneas narrativas, la carta dejada por un muerto y los acontecimientos posteriores, según la lectura se desarrolle en forma lineal, convencional, o se avance leyendo la nota al pie, “esa especie de nube corrosiva y proliferante que sube desde el pie”, como la define David Viñas —que condiciona una tensión narrativa que trasciende, siempre según Viñas, los cuentos de Jorge Luis Borges.

Esta enumeración, este catálogo de aplicaciones no intenta ser exhaustiva, sino sólo ilustrar las distintas derivadas de una especie que no corre peligro de extinción, pero que en cierto campo, el de la traducción, debería ser condenada a muerte. Lo cierto es que, con excepciones, su recurrencia en las traducciones es síntoma de diletantismo. Traducir significa muchas cosas (no es este el momento para discutir esas cosas), y entre esas muchas cosas se encuentra la necesidad (o la responsabilidad) de tomar decisiones. La base teórica estaría dada por el siguiente enunciado: si algo requiere demasiadas explicaciones quiere decir que no se explica suficientemente por sí mismo, que no se está dirigiendo a nosotros de un modo claro. No me refiero a la sencillez o a la complejidad del texto, sino a su “naturalidad”. Dicha “naturalidad” es tal confrontada con el texto, es decir, la expresión debe ser “natural” en la misma medida en que la expresión original lo es. Así entendida la naturalidad de la traducción, comprende también la “antinaturalidad” cuando la expresión original es antinatural. Al toparse con palabras o expresiones “complejas” (difíciles de traducir), el traductor tiende a no resignarse a la pérdida de sentido que implica vaciar a las palabras o a las expresiones de todo su complejo sentido, “filtrándolas”, “tamizándolas”, dejando en la superficie lo que a su vista es el despojo raquítico, la radiografía, la reproducción desenfocada de la imagen original, rica y múltiple, intrincada y diversa. Hay casos en que la nota al pie se justifica. Si la ambigüedad en cuestión condena al lector a la pérdida irreparable de un matiz sustancial, bien, no hay salida (los nombres propios suelen correr la misma suerte). Pero en esos casos la intervención debe ser “acomplejada”, o sea tímida, breve, sucinta. Lo que el traductor debe comprender es que al intervenir al pie lo que está haciendo es confesar una derrota, una derrota que no siempre debe adjudicarse a la inexperiencia o la inoperancia, sino también, a veces, a la mala suerte.

Efectivamente, toparse con ese tipo de problemas es para el traductor algo del orden del destino, de la providencia. Por lo tanto debe tratar el problema como si estuviera siendo sometido a una prueba, un trabajo de Hércules. También es una cuestión de fe, el traductor, en tanto que traduce, es fiel al dogma de que todo, todo, todo, puede ser traducido. Empleará sortilegios, trucos (como el de Ricardo Pochtar al traducir la escena citada más arriba de El Gatopardo), juegos de manos, trampas. En realidad no importa lo que haga, siempre y cuando su “escritura” consiga fusionarse, compenetrada con el original, como si hubiera sido gestada por el Autor con mayúscula, por el gran hacedor. A fin de cuentas, ¿qué es un libro?, ¿qué es un texto, un autor?

Empecemos por el último. Un autor sirve para garantizar, a veces ciegamente, con esa ceguera que no transige jamás con la mirada, la calidad de un texto. También sirve para dar nombre a las calles, trabajo a profesores, diagramadores, imprentas, editoriales, agencias de prensa y literarias, libreros, bibliotecarios. La historia serena y calladamente se nutre de hombres y mujeres que se han casado y han engendrado prole después de haberse conocido en un congreso dedicado a un autor. Otros, en cambio, simple y rápidamente han fornicado. Algunos has cometido homicidio y muchos, muchos, han encontrado la muerte prematura. Otros fueron robados, asesinados, raptados, torturados, aplaudidos, deplorados. Todo eso prueba con seguridad que el autor existe. A diferencia de lo que ocurre a menudo en las novelas policiales, la abundancia de pruebas no es sospechosa. Es increíble la cantidad de cosa que ha sabido hacer gente que nunca existió: Adán y Eva comieron una manzana, Rómulo fundó Roma, Noé construyó un Arca invencible, Niels Klim conoció el centro de la Tierra, Robinson sobrevivió veinte años en una isla desierta, con el agregado de seguir moviéndose todavía entre las páginas y las palabras de un libro, dos tomos en la traducción de Cortázar.

Hay quien piensa que la existencia del autor es una hipótesis innecesaria, lo cual, desde cierto punto de vista, es cierto. Pero el tema que tratamos acá si algo viene a demostrar es que el autor es un indicio tan poderoso y patente como una mancha de sangre, un documento de identidad hallado en el escenario de un crimen, una cajita de fósforos con el número telefónico del occiso, un grito en la noche que nadie ha oído, salvo un anciano que halló oportuno no darle mayor importancia al haberlo confundido con la sirena de un barco.

Los autores no son seres anónimos, como Dios. ¿Páginas? ¿Libros? Son necesarios. ¿Autores? También, y hasta hay algunos que es menester sacralizarlos, del mismo modo que sacralizamos libros. Libros prohibidos, autores prohibidos; libros condenados, autores condenados. Se condenan y se sacralizan series de palabras, está bien, pero también la mente que las ha engendrado, “que las ha hecho vivir”, como suele decirse. ¿Pero cómo es posible eso si al mismo tiempo admitimos que el sentido de las palabras están en cualquier lado menos en “esas” palabras? Son cosas complicadas. El autor existe, el sentido de las palabras no: en eso se basa su coexistencia, su amistad inconmovible. Un autor no es aquel que simplemente enlaza series de palabras, caza como mariposas en torno de sí las palabras que satelizan a su alrededor y acompañan su andar por las sendas boscosas que conducen a la gran catedral llamada obra. Autor es aquel que no duda en admitir que es hijo de las palabras. ¿Entonces es el texto, las series de palabras, las que crean al autor? No siempre. Hay autores que consiguen dominar la situación, moverse con aceitada agilidad entre los tantos y múltiples sentidos. Hay otros, en cambio, que prefieren vaciar a las palabras de sentido, conseguir que al oído tengan la misma densidad que una palabra incomprensible en la boca de transmisor dialectal, pongamos de un habitante de la taiga, que sólo sabe de líquenes y musgo, y utiliza una variada artillería para diferenciarlos. Son autores que prefieren darle de baja al sentido, invitándolos a que lo dejen en el guardarropa, junto con el abrigo y el sombrero, si es que llevan uno. Se trata de una actitud intolerablemente humanitaria que consiste en acompañar al sentido a la puerta, como se hace amigablemente con un borracho o con un cliente insolvente. ¡Qué pretensión, que las palabras tengan un sentido! ¡Qué comodidad, qué lujo! No debe existir insensatez más insensata. Los libros quedan, dicen; los autores pasan, pero lo cierto es que las palabras de las que los libros están nutridos llevan en sí una impronta indeleble, su marca en el orillo: la de quien las ha engendrado. Engendrado, no copiado. Los que vivimos nuestra vida creemos que aquel que pretende darle un sentido a las palabras lo que consigue, siempre, es que dicha palabra tenga todos los sentidos, menos el que se le ha intentado dar.

A este punto lo que queda claro es que si bien la existencia del autor es indudable no lo es tanto la del sentido de las palabras, esos corderos bien alimentados, macizos y sabrosos (bien adobados) que el autor que no nos interesa arrea de aquí para allá, donde los pastos son mejores, para que le permitan a buen término ocupar el sitial de los que han sabido hilvanar series de palabras como quien espolvorea el orégano en la pizza. Eso no sólo es dañino, sino anacrónico. Es simple residuo ptolemaico. Las palabras no son antropocéntricas, nadie es capaz de darles sentido, nadie las “escribe”, no quieren decir nada, no tienen nada que decir. Son inútiles, como el inmenso universo. Si escribir sirviera para algo, si las palabras, satélites dóciles y sin misterio, “vinieran” de fábrica cargadas de sentido, somos muchos los que consideraríamos superflua la existencia del autor.

Si el sentido de las palabras no es indudable, tampoco debería serlo la presencia del traductor. O mejor dicho: la indudabilidad de su inexistencia, de su capacidad de convertirse en fantasma, en sombra inocua. Debe tener la propiedad del desaparecido, es decir, alguien que aparece una vez, por única vez en todo el libro, en la tapa, si es posible, con acompañamiento de música balcánica si se quiere, con bombos y platillos si es posible, pero que de ahí en adelante debe hacer mutis. Toda presencia ulterior, toda nueva “aparición” es tan inadecuada como la de quien asiste a una fiesta sin haber sido invitado. Una vez empezado el libro el traductor es un colado a quien nadie espera. En cuanto haga el menor movimiento todos notarán su presencia, y si por conmiseración, aburrimiento o respeto alguien presta atención a lo que dice, será con la única esperanza de que se esfume cuanto antes. Sólo una vez que el intruso se haya ido, el Autor y el lector se sentirán cómodos y podrán disfrutar a conciencia, amándose u odiándose, pero en cualquier caso en equilibrada compañía. Testigo incómodo, el traductor intruso parece comportarse como ese acompañante inoportuno que todo el tiempo nos recuerda que no estamos solos. O mejor dicho: que no estamos a solas con aquel con quien creíamos estar.

De lo que se trata es de renunciar a toda pretensión persuasiva, a toda justificación de atestado.

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